Esta Palabra se encuentra ya en el Antiguo Testamento(2). Para responder a una pregunta, Jesús se injerta en la gran tradición profética y rabínica que estaba en búsqueda del principio unificador de la Torah, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. El Rabino Hillel, contemporáneo suyo, había dicho: “No le hagas a tu prójimo lo que te resulta odioso ésta es toda la ley. El resto es interpretación”(3).
Para los maestros del hebraísmo, el amor al prójimo deriva del amor a Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, por lo cual no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo y es “un gran principio general de la ley”(4).
Jesús insiste en este principio y agrega que el mandamiento de amar al prójimo es similar al primero y el más grande mandamiento, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Afirmando una relación de semejanza entre los dos mandamientos Jesús los une definitivamente y así hará toda la tradición cristiana, como dirá lapidariamente el apóstol Juan. “Quien no ama a su hermano que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve?”(5).
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
Prójimo – lo dice claramente todo el Evangelio – es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, al cual se debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abraza a toda la humanidad y se concreta en aquel-que-está-cerca.
Pero, ¿quién puede darnos un corazón tan grande, quién puede suscitar en nosotros una benevolencia tal como para hacernos sentir cercanos – prójimos – también de aquellos que son más extraños a nosotros, como para hacernos superar el amor propio y reconocernos en los demás? Es un don de Dios, es más, es el mismo amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado.”(6).
No es por lo tanto un amor común, una simple amistad o pura filantropía, sino ese amor que fue derramado desde el bautismo en nuestros corazones: ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Trinidad beata, de la cual nosotros podemos participar.
Entonces, el amor lo es todo, pero para poder vivirlo bien es necesario conocer sus cualidades que emergen del Evangelio y de la Escritura en general y que nos parece que se pueden resumir en algunos aspectos fundamentales.
Lo primero es que Jesús, que murió por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor va dirigido a todos. No como el amor que vivimos nosotros tantas veces, simplemente humano, que tiene un radio restringido: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero que Jesús quiere no admite discriminaciones: no distingue tanto la persona simpática de la antipática, no existe para él el lindo, el feo, el grande o el pequeño; para este amor no hay diferencia entre el compatriota y el extranjero, el de mi Iglesia o de otra, de mi religión o de otra. Este amor ama a todos. Y así tenemos que hacer nosotros: amar a todos.
El amor verdadero, además, es el primero en amar, no espera ser amado, como en general es propio del amor humano, que ama a quien nos ama. No, el amor verdadero toma la iniciativa, como hizo el Padre cuando, siendo nosotros todavía pecadores, por lo tanto no amantes, mandó al Hijo para salvarnos.
Entonces: amar a todos y ser el primero en amar.
Aún más: el amor verdadero ve a Jesús en cada prójimo: “A mí me lo hiciste”(7) nos dirá Jesús en el juicio final. Y eso vale para el bien que hagamos y también para el mal, lamentablemente.
El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo; le hace el bien, reza por él.
Jesús también quiere que el amor que Él trajo a la tierra se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad.
Todas estas cualidades del amor nos hacen comprender y vivir mejor la palabra de vida de este mes.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
Sí, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo. Y esto debe ser tomado al pie de la letra: hace falta justamente ver en el otro a sí mismo, y hacer al otro lo que uno se haría a sí mismo. El amor verdadero sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, llevar los pesos del otro, sabe, como dice Pablo, hacerse uno con la persona amada. Por lo tanto es un amor que no sólo sentimiento, o bellas palabras, sino hechos concretos.
Quien tiene otro credo religioso busca también hacer esto por la así llamada “regla de oro”, que encontramos en todas las religiones. La misma quiere que hagamos a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Gandhi la explica de modo muy simple y eficaz: “No puedo hacerte daño sin herirme a mí mismo”(8).
Este mes, por lo tanto, tiene que ser una ocasión para volver a centrarnos en el amor al prójimo, que tiene muchos rostros: desde el vecino de casa, a la compañera de escuela, desde el amigo hasta la pariente más cercana. Pero también tiene el rostro de esa humanidad angustiada que la TV nos presenta desde lugares de guerra y de catástrofes naturales. Una vez eran desconocidos y lejanos miles de millas. Ahora también ellos se han vuelto nuestros prójimos.
Cada vez el amor nos sugerirá qué hacer, y dilatará poco a poco nuestro corazón según la medida del corazón de Jesús.
Chiara Lubich
Publicación mensual del Movimiento de los Focolares
1.Este texto fue publicado en octubre de 1999.
2.Lev. 19, 18.
3.Talmud de Babilonia Shabbat, 31a.
4.Rabino Akiba, cit. en Sifra, comentario rabínico a Lev. 19,18. (nuestra traducción).
5.1 Jn., 4, 20.
6.Rom. 5, 5.
7.Cf. Mt. 25, 40.
8.Cf. Wilhelm Muhs, Palabras del corazón, Bs. As.
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