Movimiento de los Focolares

Palabra de vida Septiembre 2002

Esta Palabra de vida ha sido tomada de uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito entre el 170 y l80 antes de Cristo, por Ben Sira, un sabio, un escriba que desarrollaba su misión de maestro en Jerusalén. Enseña un tema muy apreciado por toda la tradición sapiencial bíblica: Dios es misericordioso con los pecadores y nosotros tenemos que imitar su forma de proceder. El Señor perdona todas nuestras culpas porque “el Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia” (Sal 103, 3.8). Cierra los ojos para no ver más nuestros pecados (Sap 11, 23), los olvida echándolos a sus espaldas (Cf Is 38, 17). En efecto, escribe el mismo Ben Sira, conociendo nuestra pequeñez y miseria “multiplica el perdón”. Dios perdona porque, como todo padre, como toda madre, ama a sus hijos y por lo tanto los disculpa siempre, oculta sus errores, les da confianza y los alienta sin cansarse nunca.
Como padre y madre, a Dios no le basta amar y perdonar a sus hijos y a sus hijas. Su mayor deseo es que ellos se traten como hermanos y hermanas, anden de acuerdo, se quieran, se amen. La fraternidad universal, éste es el plan de Dios para la humanidad. Una fraternidad más fuerte que las inevitables divisiones, tensiones, rencores que se insinúan con tanta facilidad por incomprensiones y errores.
Muchas veces las familias se deshacen por no saber perdonar. Viejos odios mantienen divididos a parientes, grupos sociales, pueblos. A veces hasta hay quien enseña a no olvidar las ofensas recibidas, a cultivar sentimientos de venganza… Entonces un sordo rencor envenena el alma y corroe el corazón.
Algunos piensan que el perdón es una debilidad. No, es la expresión de un valor mucho más grande, es amor verdadero, el más auténtico porque es el más desinteresado: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen?” (Cf Mt 5, 42-27).
También a nosotros se nos pide que, aprendiendo de él, tengamos un amor de padre, un amor de madre, un amor de misericordia con todos los que se cruzan en nuestro camino durante el día, especialmente con quien se equivoca. Por otra parte, a los que están llamados a vivir una espiritualidad de comunión, es decir, la espiritualidad cristiana, el Nuevo Testamento le pide más todavía: “perdónense mutuamente” (Cf Col 3, 13: 2). El amor recíproco exige casi un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos a perdonarnos unos a otros. Sólo así podremos contribuir a la realización de la fraternidad universal.

«Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados.»

Estas palabras no sólo nos invitan a perdonar, sino que nos recuerdan que el perdón es la condición necesaria para que también nosotros podamos ser perdonados. Dios nos escucha y nos perdona en la medida que nosotros sepamos perdonar. El mismo Jesús nos advierte, “La medida con que midan se usará con ustedes” (Mt 7, 2). “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt 5, 7). En efecto, si el corazón está endurecido por el odio ni siquiera está en condiciones de reconocer y de dar cabida al amor misericordioso de Dios.
¿Cómo vivir entonces esta Palabra de vida? Ciertamente perdonando enseguida si hubiera alguien con el cual todavía no nos hemos reconciliado. Pero esto no basta. Habrá que hurgar en los rincones más escondidos de nuestro corazón y eliminar también la simple indiferencia, la falta de benevolencia, toda actitud de superioridad, de descuido por cada uno de los que pasan a nuestro lado.
Se requiere, además, una tarea de prevención. Y así, cada mañana, ver con una mirada nueva a los que voy encontrando en familia, en la escuela, en el trabajo, en el almacén, dispuestos a pasar por alto cosas que no van con nuestro modo de ser, dispuestos a no juzgar, a trasmitir confianza, a esperar siempre, a creer siempre. Acercarme a cada persona con esta amnistía completa en el corazón, con este perdón universal. No recuerdo para nada sus defectos, cubro todo con el amor. Y a lo largo del día trato de reparar un desaire, un estallido de impaciencia, con un pedido de disculpas o un gesto de amistad. Ante una actitud de instintivo rechazo del otro respondo poniendo en juego un gesto de acogida plena, de misericordia sin límites, de perdón completo, de coparticipacion, de atención
a sus necesidades.
Entonces también yo, cuando eleve la oración al Padre, y sobre todo cuando le pida perdón por mis errores, veré que mi pedido es escuchado, podré decir con plena confianza: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6, 12).

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Noviembre 2001

Lucas escribe su Evangelio cuando ya han comenzado las persecuciones contra los primeros cristianos. Sin embargo, como toda palabra de Dios, ésta tiene que ver con los cristianos de todos los tiempos y con su existencia cotidiana. Contiene una advertencia y una promesa. La primera se refiere más a la vida presente y, la otra, más a la futura. Ambas se verifican puntualmente en la historia de la Iglesia y en las vicisitudes personales de quien trata de ser un discípulo fiel de Cristo. Si uno lo sigue a él es normal que sea odiado. Es el destino, en este mundo, del cristiano coherente. No hay que hacerse ilusiones, y Pablo nos lo recuerda: “Los que quieran ser fieles a Dios en Cristo Jesús, tendrán que sufrir persecución”. Jesús explica el motivo: “Si ustedes fueran del mundo el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia”. Siempre habrá oposición, choque, entre el modo de vivir del cristiano y el de la sociedad que rechaza los valores del Evangelio. Oposición que puede derivar en una persecución más o menos manifiesta o bien en una indiferencia que hace sufrir.

«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»

Es decir, entonces, que estamos sobre aviso. Cuando, de una manera que nos resulta incomprensible, fuera de toda lógica o sentido común, recibimos odio a cambio del amor que hemos tratado de dar, esto no tendría que desconcertarnos, escandalizarnos o maravillarnos. No sería más que la manifestación de esa oposición que existe entre el hombre egoísta y Dios. Pero es también la garantía de que vamos por el buen camino, el mismo que ha recorrido el Maestro. Por lo tanto es tiempo de alegrarse y dar gracias. Eso es lo que Jesús quiere: “Felices, ustedes, cuando sean insultados y perseguidos (…) a causa de mí. Alégrense y regocíjense”. Sí, lo que en ese momento tiene que dominar en el corazón es la alegría, esa alegría que es la nota característica, el distintivo de los verdaderos cristianos en cualquier circunstancia. Por otra parte no olvidemos que también son muchos los amigos, entre los hermanos y las hermanas de fe, cuyo amor es fuente de consuelo y de fuerza.

«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»

Por otra parte, está también la promesa de Jesús: “Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza”. ¿Qué significan estas palabras? Jesús repite un proverbio de Samuel4 y lo aplica al destino final de sus discípulos para asegurarles que, aún teniendo verdaderos sufrimientos, dificultades reales a causa de las persecuciones, tenemos que sentirnos completamente en las manos de Dios que es un Padre para nosotros, conoce todas nuestras cosas y no nos abandona nunca. Si dice que no caerá ningún cabello de nuestra cabeza, quiere darnos la seguridad de que él mismo se ocupará de cada preocupación, por mínima que sea, de nuestra vida, de nuestras personas queridas y de todo lo que llevamos en el corazón. ¡Cuántos mártires, conocidos y desconocidos, han encontrado en esas palabras de Jesús la fuerza y la valentía para afrontar privaciones de derechos, divisiones, marginaciones, desprecio, hasta la muerte violenta, a veces, con la certeza de que el amor de Dios ha permitido cada cosa por el bien de sus hijos!

«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»

Si sentimos que somos blanco del odio y de la violencia, que estamos a merced de la prepotencia, ya sabemos cuál es la actitud que Jesús nos ha indicado: tenemos que amar a los enemigos, hacer el bien a quien nos odia, bendecir a quien nos maldice, rezar por quien nos maltrata. Es necesario ir al contraataque y vencer al odio con el amor. ¿Cómo? Amando primero nosotros. Y estando atentos de no “odiar” a nadie, ni siquiera de manera oculta o sutil. Porque, en el fondo, este mundo que rechaza a Dios, tiene necesidad de él, de su amor, y es capaz de responder a su llamado. En conclusión, ¿cómo vivir esta Palabra de vida? Alegrándonos cuando descubrimos que somos dignos del odio del mundo, garantía de que seguimos de cerca a Jesús, y poner amor, con hechos, allí, precisamente allí donde está la fuente del odio.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Mayo 2000

El discurso de despedida, después de la última cena, está cargado de enseñanzas y recomendaciones que, con sentimientos de hermano y de padre, Jesús le da a los suyos de todos los siglos.
Si todas sus palabras son divinas, éstas ciertamente tienen acentos particulares, dado que con ellas el Maestro y Señor condensa su doctrina de vida en un testamento que luego será la carta magna de las comunidades cristianas.
Acerquémonos entonces a la Palabra de vida de este mes, que precisamente forma parte del testamento de Jesús, con el deseo de descubrir su sentido profundo y escondido, para poder darle ese sentido a toda nuestra vida.
Lo primero que salta a la vista, al leer este capítulo de Juan, es la imagen de la vid y los sarmientos, tan familiares a un pueblo que por siglos cultivaba y cultiva viñedos. Sabían perfectamente que sólo una rama bien adherida al tronco podía cargarse de pámpanos verdes y de racimos jugosos. En cambio, la que se cortaba, terminaba por secarse y morir. No había una imagen más fuerte para ilustrar la naturaleza de nuestro vínculo con Cristo.
Pero en esta página del Evangelio hay también otra palabra que resuena con insistencia: “permanecer”, es decir, estar sólidamente vinculados e íntimamente injertados en él, como condición para recibir la savia vital que nos hace vivir de su misma vida. “Permanezcan en mí y yo en ustedes”, “Quien permanece en mí y yo en él, da mucho fruto”. “Quien no permanece en mí, será desechado” (Cf Jn 15, 14 y ss). Este verbo “permanecer” debe tener, por lo tanto, un significado y un valor esenciales para la vida cristiana”

«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».

“Si”. Este “si” indica una condición que a nadie le sería posible observar si antes Dios no hubiera salido a su encuentro. Es más: si no hubiera descendido en la humanidad al punto de hacerse una sola cosa con ella. Se podría decir que es él el que primero se injerta en nuestra carne con el bautismo y la vivifica con su gracia. Depende de nosotros, después, que realicemos en nuestra vida lo que ha obrado el bautismo y descubramos las inagotables riquezas que nos ha traído.
¿Cómo? Viviendo la Palabra, haciéndola fructificar y haciendo que resida en forma estable en nuestra existencia. Permanecer en él significa hacer que sus palabras permanezcan en nosotros, no como piedras en el fondo de un pozo, sino como semillas en la tierra, para que a su tiempo germinen y den fruto. Pero permanecer en él significa, sobre todo -como el mismo Jesús lo explica en este pasaje del Evangelio- permanecer en su Amor (Cf Jn 15, 9). Esta es la savia vital que asciende desde las raíces, por el tronco, hasta las ramas más distantes. Es el Amor lo que nos une vitalmente a Jesús, lo que nos hace una misma cosa con él, como miembros -diríamos hoy- “transplantados” en su cuerpo; y el amor consiste en vivir sus mandamientos, que se resumen todos en ese nuevo y gran mandamiento del amor recíproco.
Además, casi como para darnos una seguridad, para que podamos tener una prueba de que estamos injertados en él, nos promete que cualquier pedido nuestro será escuchado.

«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».

Si es él el que pide, no puede dejar de obtener. Y si nosotros somos una misma cosa con él, será él mismo el que estará pidiendo en nosotros. Por lo tanto, si nos ponemos a rezar y a pedirle algo a Dios, preguntémonos primero “si” hemos vivido la Palabra, si nos hemos mantenido siempre en el amor. Preguntémonos si somos sus palabras vivas, si somos un signo concreto de su amor por todos y por cada uno de los que encontramos. Puede ser también que se pidan gracias, pero sin ninguna intención de adecuar nuestra vida a lo que Dios pide.
¿Sería justo, entonces, que Dios nos escuchase? Esta oración, ¿no sería quizás distinta si brotara de nuestra unión con Jesús, y si fuese él mismo en nosotros el que sugiriera los pedidos a su Padre?
Por lo tanto, pidamos también cualquier cosa, pero antes que nada preocupémonos de vivir su voluntad, para que no seamos ya nosotros los que vivimos, sino él en nosotros.

Chiara Lubich

 

Noviembre 1999

La predicación de Jesús se inicia con el “sermón de la montaña”. Delante del lago de Tiberíades, sobre una colina junto a Cafarnaún, sentado, como era costumbre de los maestros, Jesús anuncia a la multitud el hombre de las bienaventuranzas. La palabra “bienaventurado”, feliz, dichoso, es decir, la exaltación de aquel que realizaba, de distintas maneras, la Palabra del Señor, se encuentra más de una vez en el Antiguo Testamento.
Estas bienaventuranzas de Jesús hacían recordar las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez escuchaban que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir a la montaña del Señor, como cantaba el salmo (1), sino que incluso podían ver a Dios. ¿De qué pureza, tan alta, se trataba, para merecer tanto? Jesús lo explicaría varias veces en el curso de su predicación. Tratemos entonces de seguirlo para comprender, en su origen, la auténtica pureza.

«Felices los que tienen el corazón puro».

Antes que nada, a criterio de Jesús, hay un medio de purificación por excelencia: “Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié” (2). Es decir, no son tanto los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, tal como, de otra manera, lo está en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, en la medida que la dejamos actuar, nos hace libres del pecado y, por lo tanto, puros de corazón.
Por lo tanto la pureza es fruto de la Palabra vivida, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos, en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Apegos que pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismo. Pero si el corazón se orienta a Dios solamente, todo lo demás cae por su propio peso.
Para triunfar en este propósito puede ser útil, repetirle a Jesús, a Dios, a lo largo del día, esa invocación del salmo que dice: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!” (3). Hagamos la prueba de repetirlo a menudo y, sobre todo, cuando los distintos apegos querrían arrastrar nuestro corazón hacia imágenes, sentimientos y pasiones que pueden enturbiar la visión del bien y quitarnos libertad.
¿Nos sentimos inclinados a mirar ciertos afiches publicitarios, a seguir ciertos programas televisivos? No, digámosles: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”, y habremos dado el primer paso para salir de nosotros mismos, volviendo a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos adquirido la pureza.
¿Advertimos que a veces una persona o una actividad se interponen, como un obstáculo, entre Dios y nosotros, enturbiando nuestra relación con él? Es el momento de repetirle: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”. Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y volver a encontrar la libertad interior.

«Felices los que tienen el corazón puro».

La Palabra vivida nos hace libres y puros porque es amor. Es amor que purifica, con su fuego divino, nuestras intenciones y todo nuestro mundo íntimo porque, según la Biblia, el corazón es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un amor que Jesús nos pide y que nos permite vivir esta felicidad. Es el amor recíproco, de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Este amor crea una corriente, un intercambio, un clima en el que la nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de Dios, que es el único que puede crear en nosotros un corazón puro (4). A través de la vivencia del amor recíproco la Palabra actúa con sus efectos de purificación y de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir por mucho tiempo a las solicitudes del mundo, mientras que en el amor recíproco encuentra el ambiente sano, capaz de proteger su pureza y toda su auténtica existencia cristiana.

«Felices los que tienen el corazón puro».

Este es el fruto de esa pureza, siempre reconquistada: se puede “ver” a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, sentir su voz en el corazón, reconocer su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es un empezar a gustar la presencia de Dios que comienza ya en esta vida, mientras “caminamos en la fe y no vemos todavía claramente” (5), hasta que “veamos cara a cara” (6) eternamente.

Chiara Lubich

1 Cf. Sal 24,4;
2 Jn 15,3;
3 Cf. Sal 16,2;
4 Cf. Sal 50,12;
5 2Cor 5,7;
6 1Cor 13,12

Palabra de vida Octubre de 1999

Esta Palabra ya se encontraba en el Antiguo Testamento. Al responder a una pregunta insidiosa, Jesús se injerta en esa gran tradición profética y rabínica que andaba en busca del principio unificador de la Torá, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. Rabí Hillel, un contemporáneo suyo, había dicho: “No le hagas al prójimo lo que te resulta odioso a tí, ésta es toda la ley. El resto es sólo comentario” (2). Para los maestros del judaísmo, el amor al prójimo deriva del amor a Dios que creó al hombre a su imagen y semejanza, por lo que no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo y “es un principio grande y general en la ley” (3). Jesús reivindica este principio y agrega que el mandamiento de amar al prójimo es semejante al primero y más grande de los mandamientos, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Afirmando una relación de semejanza entre los dos mandamientos Jesús los une definitivamente y así lo hará toda la tradición cristiana; como dirá en forma tajante el apóstol Juan: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, quien no ama a su hermano, a quien ve?” (4).

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Prójimo –lo dice claramente todo el Evangelio– es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, al cual se debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abarca a toda la humanidad y se concreta en aquél-que-está-a-tu-lado. Pero, ¿quién puede darnos un corazón tan grande, quién puede suscitar en nosotros tanta bondad como para hacernos sentir cercanos –próximos– ante los que nos parecen más alejados de nosotros y hacernos superar el amor por uno mismo, para ver este sí mismo en los otros? Es un don de Dios. Es más, es el mismo amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (5). No es, por consiguiente, un amor común, una simple amistad, sólo filantropía, sino ese amor que se nos ha derramado en el corazón desde el bautismo: ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Trinidad, del cual nosotros podemos participar. Por lo tanto, el amor es todo, pero para poderlo vivir bien hay que conocer sus cualidades, que emergen del Evangelio y de la Escritura en general, y que nos parece poder sintetizar en algunos aspectos fundamentales. En primer lugar Jesús, que ha muerto por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor debe dirigirse a todos. No como el amor que muchas veces vivimos nosotros, simplemente humano, que tiene un radio reducido: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero, el que Jesús quiere, no admite discriminaciones; no hace diferencias entre personas simpáticas y antipáticas, para él no hay lindo y feo, grande o pequeño; para este amor no existe lo de mi patria o lo extranjero, lo de mi Iglesia o lo de la otra, de mi religión o de la otra. Este amor ama a todos. Y eso es lo que tenemos que hacer nosotros: amar a todos. El amor verdadero, además, toma la iniciativa, no espera a ser amado, como sucede en general con el amor humano: que se ama a quien nos ama. No, el amor verdadero se adelanta al otro, como hizo el Padre cuando, siendo nosotros todavía pecadores, y por lo tanto no amantes, envió a su Hijo para salvarnos. Por lo tanto, amar a todos y amar tomando la iniciativa. Pero también, el amor verdadero ve a Jesús en el prójimo: “me lo has hecho a mí” (6) nos dirá Jesús en el Juicio final. Y esto vale para el bien que hacemos, como también, lamentablemente, para el mal. El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo: hace cosas que lo benefician, reza por él. Jesús quiere, también, que el amor que él trajo a la tierra, se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad. Todas estas cualidades del amor nos hacen comprender y vivir mejor la palabra de vida de este mes.

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Sí, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo. Y esto hay que tomarlo al pie de la letra: es necesario realmente ver en el otro a otro sí mismo y hacer al otro lo que uno haría a sí mismo. El amor verdadero es el que sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, cargar con el peso de los otros; que sabe, como dice San Pablo, hacerse uno con la persona amada. Por consiguiente, no es un amor sólo de sentimiento, de hermosas palabras, sino de hechos concretos. Quien es de otro credo religioso trata también de hacer lo mismo siguiendo la llamada “regla de oro”, que encontramos en todas las religiones. Esta regla dice que debemos hacer a los otros lo que querríamos que se nos hiciera a nosotros. Gandhi la explica de un modo simple y eficaz: “No puedo hacerte daño sin herirme a mí mismo” (7). Este mes, por lo tanto, tiene que ser una oportunidad para volver a poner a foco el amor al prójimo, que tiene muchos rostros: el vecino de casa, la compañera de escuela, el amigo o el pariente más cercano. Pero tiene también los rostros de esa humanidad angustiada que la televisión trae a nuestras casas desde los lugares de guerra y de catástrofes naturales. En un tiempo nos eran desconocidos y lejanos miles de kilómetros. Ahora también ellos se han vuelto prójimos. El amor nos sugerirá qué hacer en cada caso y poco a poco dilatará nuestro corazón a la medida del corazón de Jesús. Chiara Lubich   1 Lev. 19, 18. 2 Shaab. 31. 3 Rabí Akiba, Slv 19, 18. 4 1Jn 4, 20. 5 Rom 5, 5. 6 Cf Mt 25, 40. 7 Cf Wilhelm Muhs, Palabras del Corazón, Ed. Ciudad Nueva 1997, p.278.