Movimiento de los Focolares

Palabra de vida april 2002

Mar 31, 2002

«¡Felices los que creen sin haber visto!» (Jn 20,29).

Ver a Jesús es, en el Evangelio de Juan, de capital importancia. Es la prueba evidente de que verdaderamente Dios se ha hecho hombre. Ya en la primera página del Evangelio encontramos el testimonio apasionado del Apóstol: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria”.
Se siente cómo circula el grito de cuantos lo han visto, sobre todo después de la resurrección. Lo anuncian María de Magdala: “He visto al Señor”, y los apóstoles: “¡Hemos visto al Señor!”. También el discípulo que Jesús amaba: “vio y creyó”.

El apóstol Tomás era el único que no había visto al Señor resucitado, porque no estaba presente el día de Pascua, cuando se le apareció a los otros discípulos. Todos habían creído porque habían visto. También él –así dijo– habría creído si, como los otros, hubiese visto. Jesús le tomó la palabra y ocho días después de la resurrección se presentó ante él, para que también creyera. Al ver delante suyo a Jesús vivo Tomás estalló en esa profesión de fe que es la más profunda y la más completa nunca antes pronunciada en todo el Nuevo Testamento: “¡Señor mío y Dios mío!”. Entonces Jesús le dijo: “Ahora crees, porque has visto”:

«¡Felices los que creen sin haber visto!»

También nosotros, como Tomás, querríamos ver a Jesús, especialmente cuando nos sentimos solos, en la prueba, bajo el peso de las dificultades… Nos podemos reconocer de alguna manera en esos griegos que se acercaron a Felipe y le dijeron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Qué hermoso habría sido, nos decimos, si hubiéramos vivido en el tiempo de Jesús: habríamos podido verlo, tocarlo, escucharlo, hablar con él… Qué hermoso sería que pudiera aparecerse también a nosotros, como se le apareció a María de Magdala, a los doce, a los discípulos…

Dichosos, realmente, los que estaban con él. Lo dijo también Jesús en una bienaventuranza que nos transmite el Evangelio de Mateo y de Lucas: “Felices los ojos de ustedes, porque ven”. Sin embargo ante Tomás Jesús pronuncia otra bienaventuranza:

«¡Felices los que creen sin haber visto!»

Jesús pensaba en nosotros que ya no podemos verlo con nuestros ojos, pero que no obstante podemos verlo con los ojos de la fe. Sin embargo, nuestra situación no es muy distinta a la del tiempo de Jesús. Tampoco entonces bastaba con verlo. Muchos, aún viéndolo, no le creyeron. Los ojos del cuerpo veían a un hombre, hacían falta otros ojos para ver en él al Hijo de Dios.

Por otra parte, ya muchos de los primeros cristianos tampoco habían podido ver a Jesús y vivían esa bienaventuranza que también hoy estamos llamados a vivir nosotros. Por ejemplo, en la primera carta de Pedro leemos: “Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación”.

Los primeros cristianos habían comprendido muy bien dónde nace la fe de la que Jesús hablaba a Tomás: del amor. Creer es descubrir que somos amados por Dios, es abrir el corazón a la gracia y dejarse invadir por su amor, es confiarse plenamente a ese amor respondiendo al amor con el amor. Si amas, Dios entra en ti y da testimonio de él mismo dentro de ti. El nos da un modo completamente nuevo de ver la realidad que nos rodea. La fe nos hace ver los acontecimientos con sus mismos ojos, nos hace descubrir el plan que tiene sobre nosotros, sobre los otros, sobre toda la creación.

«¡Felices los que creen sin haber visto!»

Quien nos da un ejemplo luminoso de este nuevo modo de ver las cosas con los ojos de la fe es Teresita del Niño Jesús. Una noche, a causa de la tuberculosis que la habría llevado a la muerte, tuvo un acceso de tos con sangre. Habría podido decir: “tuve un acceso de sangre”. En cambio dijo: “Ha llegado el Esposo”. Creyó aún sin ver. Creyó que, en ese dolor, Jesús venía a visitarla y la amaba: su Señor y su Dios.

La fe, como para Teresita del Niño Jesús, nos ayuda a ver todo con ojos nuevos. Así como ella tradujo este acontecimiento en “Dios me ama”, también nosotros podemos traducir cualquier otro acontecimiento de nuestra vida en “Dios me ama”, o bien: “Eres tú que vienes a visitarme”, o “Mi Señor y mi Dios”.

En el Cielo veremos a Dios tal como él es, pero ya desde ahora la fe abre el corazón a las realidades del Cielo y nos hace entrever todo con la luz del Cielo.

Chiara Lubich

 

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