Un aporte a la humanidad
Los cuarenta años de camino por el desierto fueron, para el pueblo de Israel, un tiempo de prueba y de gracia. Dios purificó su corazón y les mostró su amor inmenso.
Ahora que está por entrar en la Tierra Prometida, Moisés evoca la experiencia vivida. En particular recuerda el gran don que recibieron juntos, la ley de Dios, sintetizada en los Diez Mandamientos, e invita a todos a ponerla en práctica.
Mientras expone esas enseñanzas, Moisés se maravilla por la forma en que Dios se hizo cercano a su pueblo, se ocupó de él, le dio normas de vida tan sabias, y exclama:
“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?”
De diversas maneras y en distintos tiempos, Dios ha inscripto su ley en el corazón de cada persona y ha hablado a todos los pueblos. Todos los hombres pueden alegrarse por el amor que Dios ha mostrado hacia cada uno de ellos. Pero no siempre es fácil comprender su designio sobre la humanidad. Por eso Dios eligió a un pueblo pequeño, el de Israel, para hacer conocer más claramente su plan. Finalmente envió a su Hijo, Jesús, quien reveló plenamente el rostro de Dios manifestándolo como Amor y condensando su ley en el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
La grandeza de un pueblo y de cada hombre se expresa en la adhesión a la ley de Dios con el “sí” personal. Adhesión que no es una superestructura artificial, ni mucho menos una alienación; no es tampoco resignarse a una mejor o peor suerte, ni se trata de soportar una fatalidad, casi como quien dice: así está establecido, así tiene que ser, es inevitable.
No: la adhesión a la ley de Dios es lo mejor que puede pensarse para el hombre. Implica colaborar para que emerja el gran plan que Dios tiene sobre él y sobre la humanidad entera: hacer de ella una sola familia, unida por el amor, y llevarla a vivir su misma vida divina. Por eso, nosotros también podemos exclamar, como Moisés:
“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?”.
¿Cómo vivir, durante el mes esta Palabra de Vida? Yendo al corazón de la ley divina que Jesús ha sintetizado en el único precepto del amor. Por otra parte, si pasamos revista a los Diez Mandamientos dados por Dios en el Antiguo Testamento, comprobamos que, al amar de verdad a Dios y al prójimo, los observamos todos y a la perfección.
¿Acaso no es verdad que quien ama a Dios no puede admitir otros dioses en su corazón? ¿Qué quien ama a Dios pronuncia su nombre con respeto sagrado y no lo usa en vano? ¿Qué quien ama es feliz de poder dedicar por lo menos un día de la semana a Aquél que más ama? ¿Acaso no es cierto que quien ama a cada prójimo no puede no amar a los propios padres? ¿No es evidente que quien ama a los demás no se pone en situación de robarles, ni de matarlos, ni de aprovecharse de ellos para sus placeres egoístas, ni testimonia en falso contra ellos?
¿Acaso no es también cierto que su corazón, ya pleno y satisfecho, no siente el deseo de los bienes y de las criaturas de los otros? Efectivamente, quien ama no comete pecado, observa toda la ley de Dios.
Lo he comprobado más de una vez, durante mis viajes, en contacto con pueblos y etnias distintas. Recuerdo sobre todo la fuerte impresión que me dejó el pueblo Bangwa en Fontem, Camerún, cuando en el 2000 adhirió de una manera nueva a la invitación a amar.
Preguntémonos cada tanto, durante el día, si nuestras acciones están compenetradas en el amor. Si es así, nuestra vida no será vana, sino un aporte a la realización del plan de Dios sobre la humanidad.
Por Chiara Lubich
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