Dirigiéndose a la muchedumbre que lo seguía, Jesús anunciaba la novedad del estilo de vida de quienes quieren ser sus discípulos, un estilo «a contracorriente» con respecto a la mentalidad más difundida (cf. Mt 23, 1-12). En su tiempo, al igual que hoy, era común hacer discursos moralistas y luego no vivir con coherencia, sino más bien buscar para uno mismo puestos de prestigio social, modos de destacar y de servirse de los demás para conseguir ventajas personales. Jesús les pide a los suyos una lógica completamente distinta en las relaciones con los demás; la que Él mismo vivió: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor». En un encuentro con personas deseosas de descubrir cómo vivir el Evangelio, Chiara Lubich compartió así su experiencia espiritual: «Debemos dirigir siempre la mirada al único Padre de muchos hijos. Después, mirar a todas las criaturas como hijas del único Padre… Jesús, modelo nuestro, nos enseñó solo dos cosas, que son una: a ser hijos de un solo Padre y a ser hermanos los unos de los otros… Así pues, Dios nos llamaba a la fraternidad universal»[1]. Aquí está la novedad: en amar a todos como hizo Jesús, porque todos –tú, yo, cualquier persona en esta tierra– son hijos de Dios, amados y esperados por Él desde siempre. Así descubrimos que el hermano al que hay que amar concretamente, con los músculos, es cada una de las personas que se cruzan con nosotros cada día. Es mi padre, mi suegra, mi hijo pequeño o ese más rebelde; el preso, el mendigo, el discapacitado; el jefe y la señora de la limpieza; el compañero de partido y quien tiene ideas políticas distintas de las mías; el que es de mi credo y cultura y también el extranjero. La actitud propiamente cristiana para amar al hermano es servirle: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor». Dice también Chiara: «Aspirar continuamente al primado evangélico poniéndonos lo más posible al servicio del prójimo […] Y ¿cuál es el mejor modo de servir? Hacernos uno con cada persona con que nos encontramos, sintiendo en nosotros sus sentimientos: resolverlos como cosa nuestra, que hemos hecho nuestra por amor […] Es decir, dejar de vivir replegados en nosotros mismos, procurar llevar sus pesos y compartir sus alegrías»[2]. Cualquier capacidad y cualidad positiva que tengamos, todo aquello por lo que podríamos sentirnos «grandes», es una oportunidad de servicio irrenunciable: la experiencia en el trabajo, la sensibilidad artística, la cultura; así como la capacidad de sonreír y de hacer reír; el tiempo que dedicamos a escuchar a alguien que duda o que sufre; las energías de la juventud, como también la potencia de la oración cuando fallan las fuerzas físicas. «El mayor entre vosotros será vuestro servidor». Y este amor evangélico desinteresado enciende antes o después en el corazón del hermano el mismo deseo de compartir, renueva las relaciones en la familia, en la parroquia, en los lugares de trabajo o de diversión, y sienta las bases de una nueva sociedad. Cuenta Hermez, un adolescente de Oriente Próximo: «Era domingo, y nada más despertarme le pedí a Jesús que me iluminase para amar todo el día. Mis padres se habían ido a misa y se me ocurrió limpiar y ordenar la casa. Procuré esmerarme en los detalles y ¡hasta puse flores en la mesa! Luego preparé el desayuno disponiéndolo bien todo. Cuando volvieron mis padres, se mostraron sorprendidos y felices. Aquel domingo desayunamos con una alegría como nunca, dialogamos sobre muchas cosas, y pude compartir con ellos los gestos de amor que había hecho durante toda la semana. Aquel pequeño acto de amor le había dado el tono a un día espléndido». LETIZIA MAGRI ___________________________ [1] C. Lubich, La unidad en los albores del Movimiento de los Focolares, Payerne (Suiza), 26-9-1982. [2] Ibid.
Poner en práctica el amor
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