Esta Palabra de vida ha sido tomada de uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito entre el 170 y l80 antes de Cristo, por Ben Sira, un sabio, un escriba que desarrollaba su misión de maestro en Jerusalén. Enseña un tema muy apreciado por toda la tradición sapiencial bíblica: Dios es misericordioso con los pecadores y nosotros tenemos que imitar su forma de proceder. El Señor perdona todas nuestras culpas porque “el Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia” (Sal 103, 3.8). Cierra los ojos para no ver más nuestros pecados (Sap 11, 23), los olvida echándolos a sus espaldas (Cf Is 38, 17). En efecto, escribe el mismo Ben Sira, conociendo nuestra pequeñez y miseria “multiplica el perdón”. Dios perdona porque, como todo padre, como toda madre, ama a sus hijos y por lo tanto los disculpa siempre, oculta sus errores, les da confianza y los alienta sin cansarse nunca.
Como padre y madre, a Dios no le basta amar y perdonar a sus hijos y a sus hijas. Su mayor deseo es que ellos se traten como hermanos y hermanas, anden de acuerdo, se quieran, se amen. La fraternidad universal, éste es el plan de Dios para la humanidad. Una fraternidad más fuerte que las inevitables divisiones, tensiones, rencores que se insinúan con tanta facilidad por incomprensiones y errores.
Muchas veces las familias se deshacen por no saber perdonar. Viejos odios mantienen divididos a parientes, grupos sociales, pueblos. A veces hasta hay quien enseña a no olvidar las ofensas recibidas, a cultivar sentimientos de venganza… Entonces un sordo rencor envenena el alma y corroe el corazón.
Algunos piensan que el perdón es una debilidad. No, es la expresión de un valor mucho más grande, es amor verdadero, el más auténtico porque es el más desinteresado: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen?” (Cf Mt 5, 42-27).
También a nosotros se nos pide que, aprendiendo de él, tengamos un amor de padre, un amor de madre, un amor de misericordia con todos los que se cruzan en nuestro camino durante el día, especialmente con quien se equivoca. Por otra parte, a los que están llamados a vivir una espiritualidad de comunión, es decir, la espiritualidad cristiana, el Nuevo Testamento le pide más todavía: “perdónense mutuamente” (Cf Col 3, 13: 2). El amor recíproco exige casi un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos a perdonarnos unos a otros. Sólo así podremos contribuir a la realización de la fraternidad universal.
«Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados.»
Estas palabras no sólo nos invitan a perdonar, sino que nos recuerdan que el perdón es la condición necesaria para que también nosotros podamos ser perdonados. Dios nos escucha y nos perdona en la medida que nosotros sepamos perdonar. El mismo Jesús nos advierte, “La medida con que midan se usará con ustedes” (Mt 7, 2). “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt 5, 7). En efecto, si el corazón está endurecido por el odio ni siquiera está en condiciones de reconocer y de dar cabida al amor misericordioso de Dios.
¿Cómo vivir entonces esta Palabra de vida? Ciertamente perdonando enseguida si hubiera alguien con el cual todavía no nos hemos reconciliado. Pero esto no basta. Habrá que hurgar en los rincones más escondidos de nuestro corazón y eliminar también la simple indiferencia, la falta de benevolencia, toda actitud de superioridad, de descuido por cada uno de los que pasan a nuestro lado.
Se requiere, además, una tarea de prevención. Y así, cada mañana, ver con una mirada nueva a los que voy encontrando en familia, en la escuela, en el trabajo, en el almacén, dispuestos a pasar por alto cosas que no van con nuestro modo de ser, dispuestos a no juzgar, a trasmitir confianza, a esperar siempre, a creer siempre. Acercarme a cada persona con esta amnistía completa en el corazón, con este perdón universal. No recuerdo para nada sus defectos, cubro todo con el amor. Y a lo largo del día trato de reparar un desaire, un estallido de impaciencia, con un pedido de disculpas o un gesto de amistad. Ante una actitud de instintivo rechazo del otro respondo poniendo en juego un gesto de acogida plena, de misericordia sin límites, de perdón completo, de coparticipacion, de atención
a sus necesidades.
Entonces también yo, cuando eleve la oración al Padre, y sobre todo cuando le pida perdón por mis errores, veré que mi pedido es escuchado, podré decir con plena confianza: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6, 12).
Chiara Lubich
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