«A los 19 años dejé mi región – l’Abruzzo (Italia)- para estudiar ingeniería aeroespacial en Pisa. Fue un estudio difícil pero lleno de satisfacciones: en 5 años logré terminar la especialización con la nota más alta, incluida una pasantía en Alemania que enriqueció más mi currículum. Todo esto lo pude realizar con el apoyo y los sacrificios de mi familia. Cuando me gradué esperaba con ansia poder encontrar mi lugar en el mundo laboral. Pero tuve que afrontar la desocupación juvenil, que en nuestro país es del 40% y con empresas que cuando va bien ofrecen solamente contratos por poco tiempo o consultorías con pagos trimestrales o semestrales. Después de algunos meses empleados en enviar en vano mi currículum, comencé a pensar que tal vez debía dedicarme a otras áreas de la industria, o de lo contrario, emigrar. Sin embargo, inesperadamente, recibo una propuesta de una empresa que en Italia representa el principal Consorcio Europeo constructor de misiles y tecnología de defensa. La idea de un verdadero trabajo en una empresa tan importante como ésta, era muy tentadora. Después de una llamada telefónica muy positiva, fui invitado a la entrevista en la casa central con el personal técnico. El ambiente era juvenil y estimulante. La empresa era seria y de elevada profesionalidad. La elaboración de misiles no reflejaba los principios en los que creo pero dentro de mí existía la esperanza de que me ofrecieran un empleo que no me involucrara en la producción de armas. La entrevista salió bien; después de una semana, entre los numerosos candidatos, fui llamado para firmar el contrato de trabajo. En el contrato existía la cláusula de que se trataba de una tarea directamente vinculada a la producción de misiles. Me sentí acorralado. Por un lado era tentador pues se trataba de un trabajo estable, con un contrato por tiempo indeterminado, un sueldo excelente y una posibilidad segura de hacer carrera. Por otro lado estaba mi convicción de ciudadano, pero antes que nada de hombre, comprometido en la construcción de una sociedad no violenta, basada en el respeto de los derechos humanos, en la justicia social, en el justo equilibrio entre las necesidades humanas, el ambiente y la buena utilización de los recursos. Siempre creí en una sociedad en la cual la ambición de algunos no hiera la dignidad del otro y el éxito económico no llevara a olvidar al ser humano. Para complicar esta evaluación se agregaban mis compañeros de estudio que me empujaban a aceptar sin frenarme en estos moralismos. Ellos sostenían la innegable teoría de que un joven de 25 años recién graduado no puede permitirse en estos tiempos, rechazar un trabajo tan ventajoso. Y con miles de argumentos trataban de ponerme frente a la realidad recordándome que yo era una persona privilegiada pero también… ¡inconsciente! Por último, con este trabajo habría podido liberar a mi familia del compromiso de seguir manteniéndome. Además de mi conciencia, un papel decisivo lo jugaron las personas que me rodean más cercanamente: mi familia, mi novia y los Jóvenes por un mundo unido con quienes me he formado. Y que hicieron madurar la idea – que era cada vez más clara- que para construir una sociedad solidaria y no violenta es necesario trabajar concretamente, testimoniando y pagando con la propia persona. Era mi momento de poderlo hacer. Respondí a la empresa que no podía aceptar ese trabajo, expresando con transparencia los motivos. Indudablemente no fue una elección fácil, en especial porque no tenía otro ofrecimiento de trabajo pendiente. Pero no me detuve en esto. Seguí con mi búsqueda y después de algunas semanas, me llegaron otras propuestas de trabajo que me ubicaron donde estoy hoy trabajando, feliz y satisfecho del trabajo que desempeño en Turín como ingeniero aeronáutico en el sector civil». Fuente: Città Nuova Lee también: “Armas, no gracias”
Poner en práctica el amor
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