«Los expertos calculan que desde el año 3000 A.C., más o menos, llegaron al continente americano poblaciones provenientes del sureste asiático. Se trata del pueblo Guaraní (y no sólo), compuesto por muchos grupos étnicos y que, a lo largo de los siglos, se difundió al Caribe hasta el extremo sur del continente», explica Diana Durán, paraguaya, socióloga e investigadora de los pueblos originarios de América. El encuentro con una pequeña comunidad de la etnia Avá Guaraní y Mbya tuvo lugar cuando, hace dos años, una gran inundación del río Paraguay obligó al grupo indígena, compuesto por 33 familias (115 miembros) a abandonar el precario asentamiento a la orilla del río, donde vivían recogiendo los desechos del basurero cercano. «Al inicio tratamos de ayudarlos con ropa, alimentos, medicinas, atención médica, para internar a una persona diabética, o con la operación de uno de ellos que recibió una herida por arma de fuego; o bien alquilándoles servicios sanitarios móviles cuando se encontraron desalojados en un terreno desértico; o también, después de un temporal, les procuramos tiendas de campaña y agua potable… sin embargo veíamos que esta ayuda no era suficiente. Ellos necesitaban un terreno, que les diera reparo y seguridad». Después de una larga búsqueda se encontró el lugar apropiado: 5.5 hectáreas, a 4.5 Km de la ciudad de Ita, con una escuela y un ambulatorio sanitario cerca; todo sumergido dentro del bosque y, sobre todo, con la posibilidad de que ellos pusieran a producir un huerto comunitario para poder mantenerse, además de un espacio para construir un local para cursos de formación. El desafío entonces era encontrar los recursos para comprar el terreno. «Tocamos muchas puertas –cuenta Diana-. Una persona experta nos facilitó el camino para obtener el estatus jurídico de la Comunidad Indígena, para que pudieran poner a nombre de ellos la propiedad. Además, un amigo de la comunidad Menonita se ofreció para hacer un anticipo y pagar el terreno, cosa que para nosotros habría sido realmente imposible. Nos comprometimos, junto con nuestros amigos Avá, a devolverle el dinero poco a poco». «Dios nos ha mirado con un amor especial», dice Bernardo Benítez, jefe de la comunidad. Un Dios que para ellos es el “Padre Primigenio”, cuyo mandato principal es el amor recíproco. Está presente en las acciones cotidianas y dona la tierra, lugar sagrado que hay que custodiar y donde se deben construir relaciones fraternas. «Acompañar a la comunidad de Yary Mirì no está exento de sufrimientos – afirma Diana –, debido a la discriminación que sufren por prejuicios ancestrales, y también por la miseria en la que viven. Pero es también una alegría conocer y compartir sus valores comunitarios y solidarios que han conservado a lo largo de los siglos, además de constatar el amor y la confianza que crece entre nosotros y ellos. Hoy no estamos solos: nos ayudan muchos amigos, dos asociaciones vinculadas a los Focolares (Unipar y Yvy Porà que se hará cargo de acompañar el desarrollo del huerto comunitario), dos obispos, algunos funcionarios de instituciones bancarias, 2 cristianos menonitas y la Pastoral Indígena. Hemos obtenido 4 becas en Ciencias de la Educación para su líder y 3 jóvenes. Ellos mismos quisieron elegir esa Facultad “porque nuestra gente necesita instrucción”, dicen». «Ahora estoy escribiendo un libro sobre la historia de su comunidad –concluye Diana Durán-, no sólo como una denuncia y para darle voz a quienes no la tienen, sino como un deber hacia ellos por todo lo que han sufrido y por todo lo que les debemos. Yo lo considero un paso hacia la fraternidad universal, que es el ideal que nos anima».
Poner en práctica el amor
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