“Cuánto hicieron a uno de estos hermanos Míos, aun a los más pequeños, a Mí me lo hicieron” (Mt 25,40). Es el pasaje del Evangelio que se evidencia en esta experiencia narrada por Gustavo Clariá, focolarino argentino en Lima. Un relato que tiene el sabor de aquella alegría de los pequeños gestos capaces de derrumbar muros y hacer felices a los demás. La primera vez que lo vi estaba allí, inmóvil, con algo en las manos que, desde lejos, non lograba detectar qué era. La doble mascarilla y el gorro permitían ver solo sus ojos. Esa mirada apagada, perdida en el vacío, atrajo mi atención. Permanecía de pie teniendo algo que, acercándome, descubrí que era una cajita de golosinas. No cabían dudas, estaba allí para venderlas y, sin embargo, no hacía nada para ofrecerlas. Lo saludé sin obtener respuesta. Saliendo de Misa lo volví a saludar, pero otra vez sin éxito. “Este hombre tan triste tendrá mi edad –pensé–. ¡Qué injusta se presenta, a veces, la vida! Sin embargo Dios lo ama inmensamente, como me ama a mí”. Me propuse saludarlo cada día, pero ¿era un simple saludo lo que él se esperaba? Él estaba allí para hacer su trabajo y, obviamente, esperaría que alguien se diese cuenta. Decidí, entonces, comprarle algo. No tengo la costumbre de gastar en golosinas y de comerlas a cualquier hora, pero de algún modo tenía que comenzar. Me detuve y me interesé por la variedad de sus productos como si estuviera en un gran negocio de dulces. Después de un atento examen, elegí un chocolatín a la menta. Pagué, le agradecí y lo saludé, sin suscitar reacción alguna. La escena se repitió por varios días de la misma manera. Luego de un mes de ausencia, volví a la Misa de la parroquia. Él estaba siempre allí, en el mismo lugar en donde lo dejé. Lo saludé sin esperarme nada, pero cuando me reconoció se le escapó una sonrisa, como si estuviera contento de volver a verme. No lograba creerlo. Durante la Misa pasó la señora con la bandeja de las ofrendas, busqué en mi bolsillo y tanteé una moneda de 2 soles. Estaba por ponerla en la bandeja, cuando pensé: “Jesús se identifica también en las personas que más sufren. Con 2 soles puedo comprarle otra golosina”. A la salida me dirigí a donde estaba: “¿Qué me puede ofrecer hoy de rico?”. Por primera vez me miró y, con un gesto cómplice, comenzó a buscar en la cajita hasta que encontró lo que quería hacerme probar: “Le gustará, es un chocolatín con sabor a fresa muy rico y cuesta 2 soles”. No lo podía creer. Fue el diálogo más largo del mundo. Había pronunciado una frase completa solo para mí. Le agradecí infinitamente por su gentileza y, felices, nos despedimos. No veo la hora de volver a encontrarlo para confirmarle su elección: el chocolatín con sabor a fresa era riquísimo.
Gustavo E. Clariá
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