Jun 27, 2014 | Palabra de vida, Sin categorizar
«Además les digo, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan aquí en la tierra, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos».
Habrás leído en el Evangelio que Jesús recomienda en varias ocasiones la oración y enseña a obtener. Pero esta oración en la que nos fijamos hoy es realmente original, pues para poder obtener una respuesta del cielo, exige varias personas, una comunidad. Dice: «Si dos de ustedes». Dos. Es el número más pequeño para formar una comunidad. O sea, que a Jesús no le importa el número sino la pluralidad de los creyentes. Como sabrás, también en el judaísmo es sabido que Dios aprecia la oración de la colectividad. Pero Jesús dice algo nuevo: «Si dos de ustedes se ponen de acuerdo». Quiere varias personas, pero las quiere unidas, pone el acento en su unanimidad: quiere que formen una sola voz. Deben ponerse de acuerdo sobre qué pedir, ciertamente; pero esta petición debe apoyarse sobre todo en una concordancia de los corazones. Lo que Jesús afirma, en realidad, es que la condición para obtener lo que se pide es el amor recíproco entre las personas.
«Además les digo, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan aquí en la tierra, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos».
Te podrás preguntar: «Pero ¿por qué las oraciones hechas en unidad tienen mayor efecto ante el Padre?» Quizá el motivo sea que están más purificadas. Pues ¿a qué se reduce en muchos casos la oración sino a una serie de requerimientos egoístas que recuerdan a mendigos ante un rey más que a hijos ante un padre? En cambio, lo que se pide junto con los demás está ciertamente menos contaminado por un interés personal. En contacto con los demás uno es más propenso a oír también las necesidades de ellos y a compartirlas. No sólo eso, sino que es más fácil que dos o tres personas comprendan mejor qué pedirle al Padre. Así pues, si queremos que nuestra oración sea escuchada, es mejor atenernos exactamente a lo que Jesús dice, o sea:
«Además les digo, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan aquí en la tierra, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos».
El propio Jesús nos dice dónde radica el secreto de la eficacia de esta oración: éste radica enteramente en el «reunidos en mi nombre». Cuando estamos así unidos, entre nosotros está Su presencia, y todo lo que pedimos con Él es más fácil de obtener. Pues es Jesús mismo, presente donde el amor recíproco une los corazones, quien pide con nosotros los favores a su Padre. Y ¿puedes imaginarte que el Padre no escuche a Jesús? El Padre y Cristo son un todo. ¿No te parece espléndido todo esto? ¿No te da certeza? ¿No te da confianza?
«Además les digo, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre cualquier cosa que pidan aquí en la tierra, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos».
Ahora seguramente te interesará saber qué quiere Jesús que pidas. Él mismo lo dice claramente: «cualquier cosa». O sea, que no hay ningún límite. Pues entonces, incluye esta oración en el programa de tu vida. Puede que tu familia, tú mismo, tus amigos, las asociaciones de las que formas parte, tu patria o el mundo que te rodea carezcan de innumerables ayudas porque tú no las has pedido. Ponte de acuerdo con tus allegados, con quienes te comprenden o comparten tus ideales, y, una vez dispuestos a amarse como manda el Evangelio, tan unidos como para merecer la presencia de Jesús entre ustedes, pidan. Y pidan lo más que puedan: pidan durante la asamblea litúrgica; pidan en la iglesia; pidan en cualquier lugar; pidan antes de tomar decisiones; pidan cualquier cosa. Y sobre todo no dejen que Jesús quede defraudado por su negligencia después de haberles dado tantas posibilidades. La gente sonreirá más; los enfermos tendrán esperanza; los niños crecerán más protegidos y los hogares familiares más armoniosos; se podrán afrontar los grandes problemas en la intimidad de las casas… Y ganarán el Paraíso, porque orar por las necesidades de los vivos y de los difuntos es además una de esas obras de misericordia sobre las que nos interrogarán en el examen final.
Chiara Lubich
May 27, 2014 | Palabra de vida, Sin categorizar
Jesús se refería también a todos nosotros, que tendríamos que vivir en medio de la vida compleja de cada día. Como Amor encarnado que es, habrá pensado: yo quisiera estar siempre con los hombres, quisiera compartir con ellos sus preocupaciones, quisiera aconsejarles, quisiera caminar con ellos por los caminos, entrar en las casas, reavivar su alegría con mi presencia. Por eso quiso permanecer con nosotros y hacer que sintiésemos su cercanía, su fuerza y su amor. El Evangelio de Lucas cuenta que después de haberlo visto ascender al cielo, sus discípulos «se volvieron a Jerusalén con gran alegría» (Lc 24, 52). ¿Cómo podía ser? Porque habían experimentado la realidad de esas palabras suyas. También nosotros estaremos llenos de alegría si creemos de verdad en la promesa de Jesús: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo». Estas palabras, las últimas que Jesús dirige a sus discípulos, marcan el final de su vida terrena y, al mismo tiempo, el inicio de la vida de la Iglesia, en la cual está presente de muchos modos: en la Eucaristía, en su Palabra, en sus ministros (los obispos, los sacerdotes), en los pobres, en los pequeños, en los marginados…, en todos los prójimos. A nosotros nos gusta subrayar en particular una presencia de Jesús: la que Él mismo nos indicó en este mismo Evangelio, el de Mateo: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Mediante esta presencia, Él quiere poder establecerse en cualquier lugar. Si vivimos lo que Él manda, especialmente su mandamiento nuevo, también podemos experimentar esta presencia suya fuera de las iglesias, en medio de la gente, en los lugares donde la gente vive, por todas partes. Lo que se nos pide es ese amor mutuo, de servicio, de comprensión, de participación en los dolores, en las ansias y en las alegrías de nuestros hermanos; ese amor que todo lo cubre y que todo lo perdona y que es propio del cristianismo. Vivamos así para que todos tengan la oportunidad de encontrarse con Él ya en esta tierra.
Chiara Lubich
Palabra de vida publicada en Ciudad Nueva n. 387 (5/2002), p. 24.
Abr 30, 2014 | Palabra de vida, Sin categorizar
“… en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios”
Pero esta fe en el amor de Dios no puede permanecer encerrada en el interior de cada uno, como bien explica Pablo: Dios nos confió la tarea de conducir a otros a la reconciliación con él (cf 2 Cor 5, 18), encomendando a cada cristiano la gran responsabilidad de dar testimonio del amor de Dios para con sus criaturas.
Todo nuestro comportamiento debería hacer creíble esta verdad que anunciamos. Jesús dijo claramente que antes de presentar la ofrenda en el altar debemos reconciliarnos con nuestros hermanos si tuvieran algo contra nosotros (cf Mateo 5, 23-24).
Y esto vale antes que nada en nuestras comunidades: familias, grupos, asociaciones, Iglesias. Estamos llamados a derribar todas las barreras que se opongan a la concordia entre las personas y los pueblos.
“… en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios”
“En nombre de Cristo” significa “en su lugar”. Haciendo las veces de él, viviendo con él y como él, amémonos como él nos amó, sin limitaciones ni prejuicios, sino abiertos a acoger y apreciar los valores positivos de nuestro prójimo, dispuestos a dar la vida los unos por los otros. Este es el mandamiento por excelencia de Jesús, el distintivo de los cristianos, válido hoy como en los tiempos de los primeros cristianos.
Vivir esta palabra significa convertirnos en reconciliadores.
Y entonces cada gesto, cada palabra, cada actitud que adoptemos, si está impregnada de amor será como las de Jesús. Como él seremos portadores de alegría y de esperanza, de concordia y de paz, de ese mundo reconciliado con Dios (cf 2 Cor 5, 19) que toda la creación espera.
Chiara Lubich
Este comentario se publicó por primera vez en enero de 1997.
Mar 30, 2014 | Palabra de vida, Sin categorizar
“Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34)
Jesús está por morir y todo lo que dice se relaciona con ese próximo acontecimiento. Su inminente muerte requiere la solución de un problema. ¿Cómo puede permanecer entre los suyos para llevar adelante la Iglesia?
Sabemos que Jesús está presente en las acciones sacramentales, por ejemplo en la Eucaristía de la misa.
También está presente donde se vive el amor recíproco. Él dijo: “Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy presente en medio de ellos” (Mateo 18, 20).
Por lo tanto, en la comunidad que vive profundamente el amor recíproco, puede permanecer eficazmente presente. Y a través de la comunidad seguir revelándose al mundo, influyendo en la humanidad.
¿No es espléndido? ¿No dan ganas de vivir inmediatamente este amor junto a nuestros prójimos?
Juan, que recoge las palabras que estamos profundizando, ve en el amor recíproco el mandamiento por excelencia de la Iglesia, cuya vocación es ser comunión, ser unidad.
“Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34)
Jesús dice inmediatamente después: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros” (Juan 13, 35).
Por lo tanto, si queremos buscar el verdadero signo de autenticidad de los discípulos de Cristo, si queremos conocer su distintivo, tenemos que individualizarlo en el amor recíproco puesto en práctica.
Los cristianos se reconocen en este signo. Si falta, la humanidad no descubre a Jesús en la Iglesia.
El amor recíproco crea la unidad. ¿Y qué produce la unidad? “Que todos sean uno –agrega Jesús- para que el mundo crea” (Juan 17, 21). Al revelar la presencia de Cristo, la unidad arrastra al mundo tras Él. Frente a la unidad y al amor recíproco el mundo cree en Él.
En el mismo discurso de adiós Jesús llama “suyo” a este mandamiento.
Es suyo y por lo tanto lo queremos especialmente.
No debemos entenderlo simplemente como una norma, una regla o un mandamiento igual a los demás. Jesús quiere revelarnos una manera de vivir, quiere decirnos cómo encarar la existencia. En efecto, para los primeros cristianos este mandamiento era la base de sus vidas. Decía Pedro: “Sobre todo, ámense profundamente los unos a los otros” (1 Pedro 4, 8).
Antes del trabajo, antes del estudio, de la misa y de cualquier otra actividad, tenemos que verificar si reina entre nosotros el amor mutuo. De ser así, todo tiene valor. Sin ese fundamento nada es agradable a Dios.
“Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13,34)
Además dice que este mandamiento es nuevo. “Les doy un mandamiento nuevo”.
¿Qué significa? ¿Acaso que se trata de un mandamiento no conocido?
No. Nuevo significa que es para los tiempos nuevos. ¿Y de qué se trata, entonces?
Jesús murió por nosotros. Es decir que nos amó sin medida. ¿Cómo era su amor? Ciertamente no como el nuestro. El suyo era un amor divino. Nos dice: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes” (Juan 15, 9). Es decir que nos amó con el mismo amor con el que se aman Él y el Padre.
Con ese amor tenemos que amarnos unos a otros para realizar el mandamiento nuevo.
Un amor que nosotros, en cuanto hombres y mujeres, no poseemos. Pero lo recibimos por ser cristianos. ¿Y quién nos lo dona? El Espíritu Santo lo infunde en los corazones de todos los creyentes.
Por lo tanto, existe una afinidad entre el Padre, el Hijo y los cristianos gracias a que poseemos el mismo amor divino. Ese amor nos introduce en la Trinidad, nos hace hijos de Dios.
Por ese amor el cielo y la tierra están unidos por una gran corriente. Por él la comunidad cristiana es llevada a la esfera de Dios y la realidad divina vive en la tierra cuando los cristianos se aman.
¿No es divinamente hermoso todo esto y extraordinariamente fascinante?
Chiara Lubich
Este comentario se publicó por primera vez en 1980.
Feb 26, 2014 | Palabra de vida, Sin categorizar
«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor».
Permanecer en su amor. ¿Qué quiere decir Jesús con esta expresión?
Sin duda quiere decir que el guardar sus mandamientos es el signo, la prueba de que somos verdaderos amigos suyos; es la condición para que también Jesús nos corresponda y nos asegure su amistad. Pero parece querer decir también otra cosa: que la observancia de sus mandamientos establece en nosotros ese amor que es propio de Jesús. Nos comunica el mismo modo de amar que vemos en toda su vida terrena: un amor que hacía de Jesús un todo con el Padre y al mismo tiempo lo urgía a identificarse y a ser un todo con cada uno de sus hermanos, especialmente los más pequeños, los más débiles, los más marginados.
El amor de Jesús sanaba cualquier herida del alma y del cuerpo, daba la paz y la alegría a los corazones, superaba las divisiones y reconstruía la fraternidad y la unidad entre todos.
Si ponemos en práctica su palabra, Jesús vivirá en nosotros y hará también de nosotros instrumentos de su amor.
«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor».
¿Cómo vivir entonces la Palabra de este mes? Teniendo presente y apuntando con decisión al objetivo que nos propone: una vida cristiana que no se contente con una mínima observancia de los mandamientos, fría y externa, sino llena de generosidad. Los santos actuaron así, y son la palabra de Dios viva.
En este mes tomemos una Palabra suya, un mandamiento suyo, y tratemos de traducirlo en vida.
Además, ya que el mandamiento nuevo de Jesús («Amaos unos a otros como yo os he amado», cf. Jn 15, 12) es en cierto modo el núcleo, la síntesis de todas las palabras de Jesús, vivámoslo con total radicalidad.
CHIARA LUBICH
[1] Palabra de vida publicada en Ciudad Nueva n. 299 (5/1994), p. 33
Ene 28, 2014 | Palabra de vida, Sin categorizar
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Ante todo, según Jesús, hay un medio excelente de purificación: «Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he anunciado» (Jn 15, 3). No son los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas; en ella está presente Cristo, así como está presente de otro modo en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros siempre que la dejemos actuar, nos hace libres del pecado y, por tanto, puros de corazón.
Así pues, la pureza es fruto de vivir la Palabra, todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos, en los que caemos sin remedio si no tenemos el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Pueden referirse a las cosas, a las criaturas o a uno mismo. Pero si el corazón está atento solo a Dios, todo el resto cae.
Para salir airosos de esta empresa puede ser útil repetir durante el día a Jesús, a Dios, esa invocación del salmo que dice: «Señor, tú eres mi único bien» (cf. Sal 16, 2). Repitámoslo a menudo, y sobre todo cuando algún apego quiera arrastrar nuestro corazón hacia esas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la visión del bien y quitarnos la libertad.
Cuando nos apetezca mirar ciertos carteles publicitarios o ver ciertos programas de televisión, ¡no! Digámosle: «Señor, tú eres mi único bien», y este será el primer paso para salir de nosotros mismos y volver a declararle a Dios nuestro amor. Y así habremos ganado en pureza.
¿Nos percatamos a veces de que una persona o una actividad se interponen, como un obstáculo, entre Dios y nosotros y empañan nuestra relación con Él? Entonces es el momento de repetirle: «Señor, tú eres mi único bien». Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y a recobrar la libertad interior.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Vivir la Palabra nos hace libres y puros porque es amor. El amor es lo que purifica con su fuego divino nuestras intenciones y toda nuestra intimidad, pues el corazón, según la Biblia, es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un amor que Jesús nos recomienda y que nos permite vivir esta bienaventuranza: el amor recíproco, el amor de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Este crea una corriente, un intercambio, un clima cuya nota determinante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de Dios, que es el único que puede crear en nosotros un corazón puro (cf. Sal 51, 12). Si vivimos el amor mutuo, la Palabra produce sus efectos de purificación y santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir largo tiempo a las instigaciones mundanas, mientras que en el amor recíproco encuentra el ambiente sano capaz de proteger su pureza y toda su existencia cristiana auténtica.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Y aquí está el fruto de esta pureza que siempre hay que reconquistar: que se puede ver a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, oír su voz en el corazón, captar su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es un modo de saborear la presencia de Dios ya desde esta vida, «caminando en fe y no en visión» (cf. 2 Co 5, 7), hasta que veamos «cara a cara» (1 Co 13, 12) eternamente.
Chiara Lubich
Palabra de vida publicada en Ciudad Nueva n. 359 (11/1999), pp. 28-29.