Jun 30, 2012 | Palabra de vida, Sin categorizar
«A quien tenga se le dará y le sobrará; pero a quien no tenga, aun lo que tiene se le quitará».
¿Cuál es, entonces, el significado de esta frase de Jesús? Él nos invita a abrir nuestro corazón a la Palabra que vino a anunciarnos, y de la cual nos pedirá cuentas al final de la vida.
Los escritos del Evangelio nos muestran cómo el anuncio de esta Palabra está en el centro de todos los deseos y de toda las acciones de Jesús. Nosotros lo vemos ir de pueblo en pueblo, por las calles, por las plazas, por los campos, a las casas, a las sinagogas, anunciando el mensaje de la salvación, dirigiéndose a todos, pero especialmente a los pobres, a los humildes, a los que habían sido marginados. Jesús compara su Palabra con la luz, con la sal, con la levadura, con una red lanzada al mar, con la semilla sembrada en el campo; y Él dará la vida para que se extienda el fuego que la Palabra contiene.
«A quien tenga se le dará y le sobrará; pero a quien no tenga, aun lo que tiene se le quitará ».
Jesús espera, por la Palabra que Él ha anunciado, la transformación del mundo. Por consiguiente, no acepta que frente a este anuncio podamos quedarnos neutrales, tibios o indiferentes. No admite que una vez recibido un don tan grande, pueda quedarse inoperante.
Y para subrayar esta exigencia suya, Jesús vuelve a afirmar aquí esa ley que está en la base de toda la vida espiritual: si uno pone en práctica su Palabra, Él lo introducirá cada vez más en las riquezas y en las alegrías incomparables de su reino; por el contrario, si uno descuida esta Palabra, Jesús se la quitará y se la confiará a otros para que la hagan fructificar.
«A quien tenga se le dará y le sobrará; pero a quien no tenga, aun lo que tiene se le quitará ».
Por lo tanto, esta Palabra de vida nos llama la atención ante una grave falta en la que podemos caer: la de acoger el Evangelio haciéndolo quizás sólo objeto de estudio, de admiración, de discusión, pero sin ponerlo en práctica.
Jesús, en cambio, espera que nosotros acojamos la Palabra y que la encarnemos dentro de nosotros. De la misma manera, Él espera que hagamos de ella esa fuerza que da forma a todas nuestras actividades y así, a través del testimonio de nuestra vida, sea esa luz, esa sal y esa levadura que poco a poco, transforma la sociedad.
Durante este mes, entonces, pongamos de relieve una frase entre las muchas Palabras de vida del Evangelio y pongámosla en práctica. Enriqueceremos nuestra alegría con otra alegría.
Chiara Lubich
May 31, 2012 | Palabra de vida, Sin categorizar
El “alimento que no perece” es la persona misma de Jesús y es también su enseñanza, ya que la enseñanza de Jesús es una sola cosa con su persona. Leyendo más adelante otras palabras de Jesús, se ve que este “pan que no perece” se identifica también con el cuerpo eucarístico de Jesús. Se puede decir entonces que el “pan que no perece” es Jesús en persona, el cual se dona a nosotros en su Palabra y en la Eucaristía. «Busquen no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece para la vida eterna, el que les da el Hijo del hombre». La imagen del pan se repite a menudo en la Biblia como, igualmente, la del agua. El pan y el agua representan los alimentos básicos, indispensables para la vida del hombre. Ahora Jesús, aplicando a sí mismo la imagen del pan, quiere decir que su persona y su enseñanza son indispensables para la vida espiritual del hombre como lo es el pan para la vida del cuerpo. El pan material es, sin duda, necesario. Jesús mismo lo procura milagrosamente a las turbas. Pero solo no basta. El hombre lleva en sí mismo – quizás sin darse cuenta perfectamente de ello – un hambre de verdad, de justicia, de bondad, de amor, de pureza, de luz, de paz, de alegría, de infinito, de eterno, que ninguna otra cosa en el mundo es capaz de satisfacer. Jesús se propone a sí mismo como el único capaz de saciar el hambre interior del hombre. «Busquen no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece para la vida eterna, el que les da el Hijo del hombre». Pero, presentándose como el “pan de vida”, Jesús no se limita a afirmar la necesidad de nutrirse de él, es decir que es necesario creer en sus palabras para tener la vida eterna; sino que quiere impulsarnos a hacer la experiencia de Él; en efecto, con la Palabra: «Busquen el alimento que no perece» Él hace una apremiante invitación. Dice que es necesario esforzarse, poner en acción todas las tácticas posibles para procurarse este alimento. Jesús no se impone, sino que quiere que se le descubra, que se le experimente. Ciertamente el hombre con sus solas fuerzas no es capaz de alcanzar a Jesús. Puede hacerlo por un don de Dios. Todavía, Jesús invita continuamente al hombre a disponerse para acoger el don de sí mismo, que Jesús quiere hacerle. Y precisamente, esforzándose en poner en práctica su Palabra, es como el hombre llega a la fe plena en Él, a gustar su Palabra como se gustaría un pan fragante y sabroso. «Busquen no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece para la vida eterna, el que les da el Hijo del hombre». La Palabra de este mes no tiene por objeto un punto particular de la enseñanza de Jesús (por ejemplo, el perdón de las ofensas, el desapego de las riquezas, etc.), sino que vuelve a conducirnos a la raíz misma de la vida cristiana, que es nuestra relación personal con Jesús. Yo pienso que quien ha comenzado a vivir con empeño su Palabra y, sobre todo, el mandamiento del amor al prójimo, síntesis de todas las palabras de Dios y de todos los mandamientos, advierte, al menos un poco, que Jesús es el “pan” de su vida, capaz de colmar los deseos de su corazón, la fuente de su alegría, de su luz. Poniéndola en práctica ha llegado a gustar la Palabra, al menos un poco, como la verdadera respuesta a los problemas del hombre y del mundo. Y, dado que Jesús es “pan de vida”, hace el don supremo de sí mismo en la Eucaristía, va espontáneamente a recibir con amor la Eucaristía y ella ocupa un puesto importante en su vida. Es necesario entonces que quien de nosotros ha hecho esta estupenda experiencia, con la misma premura con la que Jesús impulsa a procurarse el “pan de la vida”, no tenga para sí su descubrimiento, sino que lo comunique a otros para que muchos encuentren en Jesús lo que su corazón busca desde siempre. Es un enorme acto de amor que hará a los prójimos, para que también ellos puedan conocer lo que es la verdadera vida, ya desde esta tierra, y tengan la vida que no muere. ¿Y qué más podemos querer?
Chiara Lubich
Abr 30, 2012 | Palabra de vida, Sin categorizar
«He venido a traer fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!».
Jesús nos da el Espíritu. Pero, ¿en qué modo actúa el Espíritu Santo?
Lo hace difundiendo el amor en nosotros. Ese amor que nosotros, como es su deseo, debemos mantener encendido en nuestros corazones.
Y ¿cómo es este amor?
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal, como el del Padre celestial que manda la lluvia y el sol sobre todos, sobre los buenos y sobre los malos, incluso, los enemigos.
Es un amor que no se espera nada de los demás, sino que siempre toma la iniciativa, es el primero en amar.
Es un amor que se hace uno con cada persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa con ella, espera con ella. Y lo hace, si es necesario, concretamente, con obras. Un amor, por lo tanto, no sencillamente sentimental, no sólo de palabras.
Un amor por el cual se ama a Cristo en el hermano y en la hermana, recordando sus palabras: “Conmigo lo hicieron”[3].
Es un amor, todavía, que tiende e la reciprocidad, a realizar, con los otros, el amor recíproco.
Es este amor que, siendo expresión visible, concreta, de nuestra vida evangélica, subraya y da valor a la palabra que después podremos y deberemos ofrecer para evangelizar.
«He venido a traer fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!».
El amor es como un fuego, lo importante es que permanezca encendido. Y, para que sea así, hace falta siempre quemar algo. Ante todo, quemar nuestro yo egoísta, y esto se hace porque, amando, estamos proyectados en el otro: o en Dios, cumpliendo su voluntad, o en el prójimo, ayudándolo.
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, si es alimentado, puede llegar a ser un gran incendio. Ese incendio de amor, de paz, de fraternidad universal que Jesús trajo a la Tierra.
Chiara Lubich
Mar 31, 2012 | Palabra de vida, Sin categorizar
«Vosotros ya estáis limpios…». ¿De qué pureza se trata? De la disposición de ánimo necesaria para estar ante Dios, de la ausencia de obstáculos (como el pecado, por ejemplo) que impiden el contacto con lo sagrado, el encuentro con lo divino. Para tener esta pureza se necesita una ayuda de lo Alto. Ya en el Antiguo Testamento, el hombre había adquirido conciencia de su incapacidad para acercarse a Dios sólo con sus fuerzas. Era necesario que Dios le purificase el corazón, le diera un corazón nuevo. Un salmo bellísimo dice: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» . «Vosotros ya estáis limpios, gracias al mensaje que os he comunicado». Según Jesús, hay un medio para ser puro, y es su Palabra. Esa Palabra que los discípulos oyeron y acogieron los purificó. En efecto, la Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. Cristo está presente en ella como lo está, de distinto modo, en la Eucaristía. Por ella Cristo penetra en nosotros. Al aceptarla y ponerla en práctica, Cristo nace y crece en nuestro corazón. Pablo VI decía: «¿Cómo se hace presente Jesús en las almas? Mediante la comunicación de la Palabra se transmite el pensamiento divino, el Verbo, el Hijo de Dios hecho hombre. Se podría afirmar que el Señor se encarna en nosotros cuando aceptamos que la Palabra venga a vivir dentro de nosotros» . «Vosotros ya estáis limpios, gracias al mensaje que os he comunicado». También se compara la Palabra de Jesús con una semilla sembrada en lo más íntimo del creyente. Si es acogida, penetra en el hombre y se desarrolla como una semilla, crece, da fruto y «cristifica», haciéndonos conformes a Cristo. La Palabra, interiorizada así por el Espíritu, tiene realmente la capacidad y la fuerza de mantener al cristiano alejado del mal: mientras deje obrar en él a la Palabra, se mantendrá libre del pecado, es decir, puro. Solamente pecará si deja de obedecer a la verdad. «Vosotros ya estáis limpios, gracias al mensaje que os he comunicado». ¿Cómo vivir entonces para merecer también nosotros el elogio de Jesús? Poniendo en práctica cada Palabra de Dios, nutriéndonos de ella en cada momento, haciendo de nuestra existencia una obra de continua reevangelización. Todo ello para llegar a tener los mismos pensamientos y sentimientos que Jesús, para hacer que reviva en el mundo, para mostrar a una sociedad tantas veces atrapada en el mal y en el pecado, la pureza divina, la transparencia que da el Evangelio. Además, durante este mes, si es posible (es decir, si otros también comparten nuestras intenciones), procuremos poner en práctica de forma especial la Palabra que expresa el mandamiento del amor recíproco. Pues para el evangelista Juan, que refiere la frase de Jesús que hoy consideramos, existe un vínculo entre la Palabra de Cristo y el mandamiento nuevo. Según él, es en el amor recíproco donde se vive la Palabra con sus efectos de purificación, de santidad, de ausencia de pecado, de frutos, de cercanía a Dios. El individuo aislado es incapaz de resistir mucho tiempo las incitaciones del mundo, mientras que en el amor recíproco encuentra el ambiente sano capaz de proteger su existencia cristiana auténtica. Chiara Lubich
Feb 29, 2012 | Palabra de vida, Sin categorizar
«Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna». Pedro había comprendido que las palabras de su Maestro eran diferentes a las de los demás maestros. Las palabras que proceden de la tierra, son de la tierra y tienen en la tierra su destino. Las palabras de Jesús son espíritu y vida porque vienen del Cielo, son una luz que desciende de lo Alto y tiene el poder de lo Alto. Poseen una riqueza y una profundidad que las demás palabras no tienen, ya sean de filósofos, de políticos o de poetas. Son palabras de «vida eterna»[5] porque contienen, expresan y comunican la plenitud de una vida que no tiene fin porque es la misma vida de Dios. Jesús resucitó y está vivo. Aunque pronunció sus palabras hace tiempo, no son un simple recuerdo, sino palabras que hoy nos dirige a todos nosotros y a cada persona de cualquier tiempo y cultura: palabras universales, eternas. ¡Las palabras de Jesús! Debieron de ser su mayor obra de arte, por así decir. El Verbo hablando en palabras humanas… ¡Qué contenido, qué intensidad, qué acento, qué voz! Cuenta, por ejemplo, san Basilio el Grande[6]: «Un día, como despertándome de un largo sueño, miré la luz maravillosa de la verdad del Evangelio y descubrí la vanidad de la sabiduría de los príncipes de este mundo»[7]. Y Teresa de Lisieux escribe en una carta del 9 de mayo de 1897: «A veces, cuando leo ciertos tratados espirituales…, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me quiebra la cabeza y me deseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil»[8]. Sí, las palabras divinas sacian el espíritu, hecho para lo infinito; iluminan interiormente no sólo la mente sino todo el ser, porque son luz, amor y vida. Dan la paz –la que Jesús llama suya: «mi paz»– incluso en los momentos de turbación y de angustia. Dan alegría plena incluso en medio del dolor que a veces atenaza el alma. Dan fuerza, sobre todo cuando sobrevienen el abatimiento o el desánimo. Nos hacen libres porque abren el camino de la Verdad. «Señor ¿a quién iríamos? Sólo tus palabras dan vida eterna». La Palabra de este mes nos recuerda que el único Maestro al que queremos seguir es Jesús, aun cuando sus palabras puedan parecer duras o demasiado exigentes: ser honestos en el trabajo, perdonar, ponerse al servicio del otro en lugar de pensar egoístamente en uno mismo, permanecer fieles en la vida familiar, asistir a un enfermo terminal sin ceder a la idea de la eutanasia… Hay muchos maestros que nos incitan a soluciones fáciles, a componendas. Queremos escuchar al único maestro y seguirlo porque sólo Él dice la verdad y sus palabras «dan vida eterna». Así podremos repetir nosotros también las palabras de Pedro. En este tiempo de Cuaresma en que nos preparamos a la gran fiesta de la Resurrección, debemos seguir de verdad la enseñanza del único Maestro y hacernos discípulos suyos. También en nosotros debe nacer un amor apasionado por la palabra de Dios: acojámosla atentamente cuando se proclame en las iglesias, leámosla, estudiémosla, meditémosla… Pero sobre todo estamos llamados a vivirla tal como enseña la Escritura misma: «que pongáis en práctica esa palabra y no simplemente que la oigáis, engañándoos a vosotros mismos»[9]. Por eso cada mes nos fijamos en una en particular y dejamos que penetre en nosotros, que nos moldee, que «nos viva». Al vivir una palabra de Jesús vivimos todo el Evangelio, porque en cada palabra suya Él se da completamente, viene Él mismo a vivir en nosotros. Es como una gota de sabiduría divina del Resucitado que lentamente penetra y sustituye nuestro modo de pensar, de querer y de obrar en todas las circunstancias de la vida.
Chiara Lubich
[1] Palabra de vida, marzo 2003, publicada en Ciudad Nueva nº 397.
[2] Jn 7, 46.
[3] Jn 6, 60.
[4] Jn 6, 67.
[5] Jn 6, 68.
[6] Basilio, (330-379), obispo de Cesárea, Padre de la Iglesia.
[7] Ep CCXXIII, 2.
[8] Carta 226, en
Teresa de Lisieux, Obras Completas, Monte Carmelo, Burgos 1998
3, p. 587.
[9] Stg 1, 22.
Ene 31, 2012 | Palabra de vida, Sin categorizar
«Conviértanse y crean en el Evangelio» Lo que realiza la Palabra de Dios, acogida y vivida, es un completo cambio de mentalidad (= conversión). Ella trasfunde a los corazones de todos −europeos, asiáticos, australianos, americanos, africanos− los sentimientos de Cristo frente a las circunstancias, frente a la persona y la sociedad. ¿Y cómo puede el Evangelio actuar el milagro de una profunda conversión, de una fe nueva y luminosa? El secreto está en el misterio que las palabras de Jesús encierran; éstas no son simplemente exhortaciones, sugerencias, indicaciones, directrices, órdenes, instrucciones. En la Palabra de Jesús está presente Jesús mismo que habla, que nos habla; sus Palabras son Él mismo, Jesús mismo. Y así, nosotros, lo encontramos en la Palabra. Y acogiendo la Palabra en nuestro corazón, como Él quiere que se acoja (o sea, estando dispuestos a traducirla en vida) somos uno con Él y Él nace o crece en nosotros. He aquí por qué cada uno de nosotros puede y debe acoger esta invitación tan apremiante y exigente de Jesús. «Conviértanse y crean en el Evangelio» Alguien podrá considerar las palabras del Evangelio demasiado elevadas y difíciles, demasiado distantes del modo de vivir y de pensar común, y estará tentado a cerrarse a la escucha, a desanimarse. Pero eso sucede si uno piensa que debe mover solo la montaña de la incredulidad. Mientras que sería suficiente que uno se esforzara en vivir, aunque fuese una sola Palabra del Evangelio, para encontrar en ella una ayuda inesperada, una fuerza única, una lámpara para sus pasos[1]. Porque siendo esa Palabra una presencia de Dios, el comunicarse con ella libera, purifica, convierte, trae consuelo, alegría, da sabiduría. «Conviértanse y crean en el Evangelio» ¡Cuantas veces en nuestra jornada esta Palabra puede ser una luz! Cada vez que chocamos con nuestra debilidad o con la de los demás, cada vez que nos parece imposible o absurdo seguir a Jesús, cada vez que las dificultades tratan de abatirnos, esta Palabra puede ser para nosotros un aliento, una bocanada de aire fresco, un estímulo para recomenzar. Bastará una pequeña, rápida “conversión” del camino para salir de la cerrazón de nuestro yo y abrirnos a Dios, para experimentar otra vida, la verdadera. Si después podemos compartir esta experiencia con alguna persona amiga, que haya hecho también del Evangelio el propio código de vida, veremos brotar o reflorecer a nuestro alrededor la comunidad cristiana. Porque la Palabra de Dios vivida y comunicada obra también este milagro: da origen a una comunidad visible, que se convierte en levadura y sal de la sociedad, testimoniando a Cristo en cada rincón de la Tierra. Chiara Lubich