Movimiento de los Focolares

Julio 2011

“Velen y oren, para no caer en la tentación; que el espíritu está pronto pero la carne es débil”.

Estas palabras – leídas a la luz de las circunstancias en las que fueron pronunciadas – más que como una recomendación dirigida por Jesús a los discípulos, hay que verlas como un reflejo de su estado de ánimo, o sea, del modo como Él se prepara a la prueba. Frente a la Pasión inminente, Él reza, con todas las fuerzas de su espíritu, lucha contra el miedo y el horror de la muerte, se abandona en el amor del Padre para ser fiel hasta el fondo a su voluntad y ayuda a sus apóstoles a que hagan lo mismo. Jesús aquí se nos presenta como el modelo para quien debe afrontar la prueba y, al mismo tiempo, como el hermano que se pone a nuestro lado en ese difícil momento.

“Velen y oren, para no caer en la tentación; que el espíritu está pronto pero la carne es débil”.

La exhortación a la vigilancia se repite a menudo en los labios de Jesús. Vigilar, para Él, quiere decir no dejarse vencer nunca por el sueño espiritual, estar siempre dispuestos a ir al encuentro de la voluntad de Dios, saber captar sus signos en la vida de cada día, sobre todo, saber leer las dificultades y los sufrimientos a la luz del amor de Dios. Y la vigilancia es inseparable de la oración, porque la oración es indispensable para vencer la prueba. La fragilidad connatural al hombre (“la debilidad de la carne”) puede ser superada mediante la fuerza que viene del Espíritu.

“Velen y oren, para no caer en la tentación; que el espíritu está pronto pero la carne es débil”.

¿Cómo vivir entonces la Palabra de este mes? También nosotros debemos poner en programa el encuentro con la prueba: pruebas pequeñas o grandes que encontramos cada día. Pruebas normales, pruebas clásicas con las que, quien es cristiano, no puede dejar de enfrentarse un día u otro. Ahora, la primera condición para superar la prueba, toda prueba – nos advierte Jesús – es la vigilancia. Se trata de saber discernir, de darnos cuenta de que son pruebas permitidas por Dios, no para que nos desanimemos, sino para que, superándolas, maduremos espiritualmente. Y contemporáneamente debemos rezar. Es necesaria la oración porque son dos las tentaciones a las que estamos mayormente expuestos en estos momentos: por un lado, la presunción de lograr superar las pruebas solos; por el otro, el sentimiento opuesto, es decir, el temor de no lograrlo, como si la prueba fuera superior a nuestras fuerzas. Jesús, en cambio, nos asegura que el Padre celestial no nos dejará faltar la fuerza del Espíritu Santo, si estamos vigilantes y se lo pedimos con fe. Chiara Lubich Palabra de vida, abril 1990, publicada en Città Nuova, 1990/6, p. 9.

Junio 2011

Nos encontramos en la segunda parte de la Carta de San Pablo a los Romanos, en la que el apóstol nos describe la acción del cristiano como expresión de la nueva vida, del verdadero amor, de la verdadera alegría, de la verdadera libertad, que Cristo nos ha donado; es la vida cristiana como nuevo modo de afrontar, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, las diferentes tareas y problemas frente a las cuales podemos hallarnos. En este párrafo, estrechamente ligado al precedente, el apóstol enuncia el objetivo y la actitud de fondo que deberían caracterizar cada uno de nuestros comportamientos: hacer de nuestra vida una alabanza a Dios, un acto de amor desplegado en el tiempo, en la constante búsqueda de su voluntad, de lo que más le agrada. “No se acomoden a la mentalidad de este siglo, antes bien, transfórmense con la renovación de su mente, para poder discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.” Es evidente que, para cumplir la voluntad de Dios es necesario, antes que nada, conocerla. Pero, el apóstol nos hace comprender que esto no es fácil. No es posible conocer bien la voluntad de Dios sin una luz particular, que nos ayude a discernir en las diferentes situaciones lo que Dios quiere de nosotros, evitando las ilusiones y los errores en los que podríamos caer fácilmente. Se trata de ese don del Espíritu Santo, que se llama “discernimiento” y que es indispensable para construir en nosotros una auténtica mentalidad cristiana. “No se acomoden a la mentalidad de este siglo, antes bien, transfórmense con la renovación de su mente, para poder discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Pero ¿cómo adquirir y desarrollar en nosotros este don tan importante? Sin duda se requiere, de nuestra parte, un buen conocimiento de la doctrina cristiana. Pero no basta. Como nos sugiere el apóstol, es sobre todo una cuestión de vida; es una cuestión de generosidad, de empuje en el vivir la palabra de Jesús, dejando a un lado los temores, las incertidumbres y los cálculos mediocres. Es una cuestión de disponibilidad y de prontitud a cumplir la voluntad de Dios. Éste es el camino para tener la luz del Espíritu Santo y construir en nosotros la nueva mentalidad que aquí se nos pide. “No se acomoden a la mentalidad de este siglo, antes bien, transfórmense con la renovación de su mente, para poder discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. ¿Cómo viviremos, entonces, la Palabra de vida de este mes? Tratando de merecer, también nosotros, esa luz que es necesaria para cumplir bien la voluntad de Dios. Nos propondremos, entonces, conocer cada vez mejor su voluntad así como se nos expresa por medio de su Palabra, de las enseñanzas de la Iglesia, de los deberes de nuestro estado, etc. Pero, sobre todo, apuntaremos a la vida, ya que, como apenas hemos visto, es de la vida, es del amor de donde brota la verdadera luz. Jesús se manifiesta a quien lo ama, poniendo en práctica sus mandamientos (cf. Jn. 14,21). Así lograremos cumplir la voluntad de Dios como el don más bello que podemos ofrecerle. Y esto le será agradable, no solamente por el amor que podrá expresarle, sino también por la luz y por los frutos de renovación cristiana que suscitará a nuestro alrededor. Chiara Lubich

Mayo 2011

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia».

Jesús nos enseña también otro modo de amar al Señor. Para Jesús, amar significó hacer la voluntad de su Padre, poniendo a su disposición inteligencia, corazón, energías, la misma vida: se entregó completamente al proyecto que el Padre tenía para Él. El Evangelio nos lo muestra orientado siempre y totalmente al Padre (cf. Jn 1, 18), siempre en el Padre, anhelando siempre decir sólo lo que había oído a su Padre, llevar a cabo sólo lo que el Padre le había dicho que hiciera. A nosotros nos pide lo mismo: amar significa hacer la voluntad del Amado sin medias tintas, con todo nuestro ser: «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia». Porque el amor no es sólo un sentimiento: «¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?» (Lc 6, 46), les pregunta Jesús a quienes aman sólo con palabras.

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia».

¿Cómo vivir este mandamiento de Jesús? Manteniendo, desde luego, una relación filial y de amistad con Dios, pero sobre todo haciendo lo que Él quiere. Nuestra actitud con Dios será, como la de Jesús, estar siempre orientados hacia el Padre, atentos a Él, obedeciendo, para llevar a cabo su obra, sólo ésa y nada más.

En esto se nos pide la mayor radicalidad, porque a Dios hay que dárselo todo: todo el corazón, toda el alma, toda la inteligencia. Y esto significa hacer bien, por completo, esa acción que Él nos pide.

Para vivir su voluntad y conformarse a ella, a menudo será necesario quemar la nuestra y sacrificar todo lo que tenemos en el corazón o en la mente que no se refiera al presente. Puede ser una idea, un sentimiento, un pensamiento, un deseo, un recuerdo, una cosa, una persona…

Y así estaremos plenamente en lo que se nos pide en el momento presente. Hablar, llamar por teléfono, escuchar, ayudar, estudiar, rezar, comer, dormir, vivir su voluntad sin divagar; realizar acciones completas, limpias, perfectas, con todo el corazón, el alma, la inteligencia; tener como único móvil de cada acción el amor para poder decir en cada momento del día: «Sí, Dios mío, en este momento, en esta acción te he amado con todo mi corazón, con todo mi ser». Sólo así podemos decir que amamos a Dios, que correspondemos a su amor para con nosotros.

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu inteligencia».

Para vivir esta Palabra de vida será útil analizarnos de vez en cuando para ver si Dios está en el primer lugar de nuestra alma.

Y entonces, como conclusión, ¿qué debemos hacer este mes? Elegir nuevamente a Dios como único ideal, como el todo de nuestra vida, volverlo a poner en el primer lugar y vivir con perfección su voluntad en el momento presente. Debemos poder decirle con sinceridad: «Mi Dios y mi todo», «Te amo», «Soy toda tuya», «¡Eres Dios, eres mi Dios, nuestro Dios de amor infinito!».


[1] Palabra de vida, octubre 2002, publicada en Ciudad Nueva, nº 392, pág. 24.

Abril 2011

Pero al final, Jesús se vuelve a rendir a su voluntad:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Jesús sabe que su pasión no es un acontecimiento fortuito ni una simple decisión de los hombres, sino un designio de Dios. Será procesado y rechazado por los hombres, pero el «cáliz» viene de las manos de Dios. Jesús nos enseña que el Padre tiene un designio de amor para cada uno de nosotros, nos ama con un amor personal y, si creemos en ese amor y correspondemos con el nuestro –ésa es la condición–, hace que todo coopere al bien. A Jesús nada le sucedió por casualidad, ni siquiera la pasión y la muerte. Y luego vino la Resurrección, cuya fiesta solemne celebramos este mes. El ejemplo de Jesús resucitado debe iluminar nuestra vida. Todo lo que se presenta, lo que sucede, lo que nos rodea y también todo lo que nos hace sufrir lo debemos saber leer como voluntad de Dios, que nos ama, o como una permisión suya, que de todos modos nos ama. Entonces, todo tendrá sentido en la vida, todo será extremadamente útil, incluso lo que de momento nos parece incomprensible y absurdo o lo que nos puede sumir en una angustia mortal, como a Jesús. Bastará con que, junto con Él, sepamos repetir con un acto de total confianza en el Padre:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Su voluntad es que vivamos, que le demos gracias con alegría por los dones de la vida, aunque, ciertamente, a veces no es como nos la imaginamos: un objetivo ante el que resignarse, especialmente cuando nos topamos con el dolor, ni una serie de actos monótonos diseminados por nuestra existencia. La voluntad de Dios es su voz, que continuamente nos habla y nos invita; es su modo de expresarnos su amor para darnos la plenitud de su Vida. Podríamos imaginárnosla como el sol, cuyos rayos representan la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros. Cada uno camina por un rayo, distinto del rayo de quien está al lado, pero en cualquier caso un rayo del sol, es decir, la voluntad de Dios. De modo que todos hacemos una sola voluntad, la de Dios, pero para cada uno es diferente. Cuanto más se acercan los rayos al sol, más se acercan entre sí. También nosotros, cuanto más nos acercamos a Dios –haciendo cada vez más perfectamente la divina voluntad–, más nos acercamos entre nosotros… hasta que todos seamos uno. Si vivimos así, todo puede cambiar en nuestra vida. Más que estar con quien nos gusta y amarlos sólo a ellos, podemos relacionarnos con todos los que la voluntad de Dios pone a nuestro lado. En vez de preferir lo que más nos gusta, podemos entregarnos a lo que la voluntad de Dios nos sugiere, y preferirlo. El estar completamente proyectados en la divina voluntad de ese momento («lo que quieres tú») nos llevará como consecuencia a desapegarnos de todas las cosas y de nuestro yo («no lo que yo quiero»), un desapego que no buscamos adrede, pues buscamos sólo a Dios, pero que de hecho encontramos. Entonces la alegría será plena. Basta con sumergirse en el momento que pasa y hacer en ese momento la voluntad de Dios, repitiendo:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

  El momento pasado ya no existe; el futuro todavía no está en nuestro poder. Es como un viajero que va en tren: para llegar a su destino no camina hacia adelante y atrás en el tren, sino que se queda sentado en su sitio. Así es como tenemos que estar: firmes en el presente. El tren del tiempo camina por sí solo. A Dios sólo lo podemos amar en el presente que se nos da pronunciando nuestro «sí» a su voluntad de un modo fuerte, radical, decidido y activo. Amemos, pues, ofreciendo una sonrisa, llevando a cabo un trabajo, conduciendo el coche, preparando la comida, organizando una actividad o amemos a la persona que sufre a nuestro lado. Y no deben atemorizarnos las pruebas ni el dolor si en ellos sabemos reconocer, como Jesús, la voluntad de Dios, es decir, su amor por cada uno de nosotros. Es más, podremos rezar diciendo: «Señor, haz que no tema nada, ¡porque todo lo que suceda no será más que tu voluntad! Señor, que no desee nada, pues no hay nada más deseable que tu voluntad. »¿Qué es lo que importa en la vida? Tu voluntad es lo que importa. »Que no me desaliente por nada, porque en todo está tu voluntad. Que no me enardezca por nada, porque todo es voluntad tuya». Chiara Lubich


Palabra de vida, abril 2003, publicada en Ciudad Nueva, nº 397, pág. 24.

Marzo 2011

Pero, para que el designio de Dios se cumpla plenamente Dios pide mi consentimiento, y el tuyo, como lo pidió a María. Sólo así se realiza la palabra que ha pronunciado sobre mí, sobre ti. Entonces, también nosotros, como María, estamos llamados a decir: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Ciertamente, su voluntad no siempre nos resulta clara. Como María, también nosotros debemos pedir luz para comprender lo que Dios quiere. Es necesario escuchar bien su voz dentro de nosotros, con plena sinceridad, haciéndonos aconsejar, si es necesario por quien pueda ayudarnos. Pero una vez comprendida su voluntad queremos enseguida decirle: sí. En efecto, si  hemos comprendido que su voluntad es lo más grande y lo más bello que pueda haber en nuestra vida, no nos resignaremos a “deber” hacer la voluntad de Dios, sino que estaremos contentos de “poder” hacer la voluntad de Dios, de poder seguir su proyecto, en modo que se realice lo que Él ha pensado para nosotros. Es lo mejor que podemos hacer, lo más inteligente. Las palabras de María – “He aquí la sierva del Señor ” – son por lo tanto nuestra respuesta de amor al amor de Dios. Éstas nos mantienen siempre orientados a Él, en actitud de escucha, de obediencia, con el único deseo de cumplir su voluntad para ser como Él nos quiere. A veces, sin embargo, puede parecernos absurdo lo que Él nos pide. Nos parecería mejor hacer de manera distinta, querríamos ser nosotros quienes tomáramos las riendas de nuestra vida. Incluso nos vendría el deseo de darle consejos a  Dios, de decirle nosotros qué hacer y qué no hacer. Pero si creo que Dios es amor y me fío de Él, sé que cuanto predispone en mi vida y en la vida de los que están a mi lado es para mi bien, para el bien de ellos. Entonces me entrego a Él, me abandono con plena confianza a su voluntad y la quiero con todo mi ser, hasta ser uno con ella, sabiendo que acoger su voluntad es acogerlo a Él, abrazarLo, nutrirse de Él. Debemos creer que nada sucede por casualidad. Ningún acontecimiento gozoso, indiferente o doloroso, ningún encuentro, ninguna situación familiar, del trabajo, de la escuela, ninguna condición de salud física o moral deja de tener sentido. Por el contrario, cada cosa – acontecimientos, situaciones, personas – es portadora de un mensaje de parte de Dios, cada cosa contribuye al cumplimiento del designio de Dios, que descubriremos poco a poco, día tras día, haciendo como María, la voluntad de Dios. “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra”. ¿Cómo vivir entonces esta Palabra? Nuestro sí a la Palabra de Dios significa concretamente hacer bien, completamente, en cada momento, esa acción que la voluntad de Dios nos pide. Estar totalmente ahí, eliminando cualquier otra cosa, perdiendo pensamientos, deseos, recuerdos, acciones que se refieran a otra cosa. Frente a cada voluntad de Dios dolorosa, gozosa, indiferente, podemos repetir: “que se cumpla en mí lo que has dicho”, o también, como nos ha enseñado Jesús en el “Padre nuestro”: “hágase tu voluntad”. Digámoslo antes de cualquiera de nuestras acciones: “que se cumpla”, “hágase”. Y cumpliremos, momento tras momento, tesela tras tesela, el maravilloso, único e irrepetible mosaico de nuestra vida, que el Señor ha pensado desde siempre para cada uno de nosotros. Chiara Lubich


Palabra de vida, diciembre 2002, publicada en versión integral Città Nuova, 2002/22, p.7.

Febrero 2011

Porque nuestra relación con el Padre, en efecto, no es puramente jurídica, como sería la de los hijos adoptivos, sino sustancial, ya que cambia nuestra naturaleza como por un nuevo nacimiento. Toda nuestra vida es animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el propio Espíritu de Dios. Por eso no se acabaría nunca de cantar, con Pablo, el milagro de muerte y resurrección que realiza en nosotros la gracia del Bautismo. Esta Palabra nos dice algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, en la cual el Espíritu de Jesús introduce un dinamismo, una tensión que Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su constitutiva fragilidad y su egoísmo permanentemente en lucha con la ley del amor, es más, con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones. Aquellos que son guiados por el Espíritu, en efecto, deben afrontar cada día “el buen combate de la fe”4, para poder rechazar todas las inclinaciones al mal y vivir de acuerdo a la fe profesada por el Bautismo. ¿Cómo hacerlo? Sabemos que, para que el Espíritu Santo actúe, se necesita nuestra correspondencia y san Pablo, al escribir esta Palabra, pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que es precisamente la negación del propio yo, la lucha contra el egoísmo en sus distintas formas. Es este morir a nosotros mismos lo que, sin embargo, produce vida, de manera que cada corte, cada poda, cada no a nuestro egoísmo es origen de luz nueva, de paz, de amor, de libertad interior: es puerta abierta al Espíritu. Al dejar más libre al Espíritu Santo que está en nuestros corazones, él puede ofrecernos con abundancia sus dones, puede guiarnos por el camino de la vida. ¿Cómo vivir, entonces, esta Palabra? Antes que nada tenemos que ser cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en nuestro interior un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta lo suficiente. Poseemos una riqueza extraordinaria, pero que por lo general queda inutilizada. Además, para poder escuchar y seguir esa voz tenemos que decirle que no a todo lo que va contra la voluntad de Dios y decirle que sí a todo lo que él quiere: no a las tentaciones, cortando enseguida con las consiguientes insinuaciones; sí a las tareas que Dios nos ha confiado, sí al amor a todo prójimo, sí a las pruebas y a las dificultades que se nos presentan. Al hacerlo, el Espíritu Santo nos guía y le otorga a nuestra vida cristiana el sabor, el vigor, la incidencia y la luminosidad que la caracterizan cuando es auténtica. De esa manera, también quien está a nuestro lado advertirá que no somos sólo hijos de una familia humana, sino hijos de Dios. Chiara Lubich Palabra de Vida publicada por primera vez en junio de 2000.