Ene 31, 2011 | Palabra de vida, Sin categorizar
«El grupo de los creyentes estaba totalmente compenetrado en un mismo sentir y pensar y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos los disfrutaban en común».
Esta Palabra de vida nos presenta uno de esos cuadros literarios (véase también Hch 2, 42; 5, 12-16) en los que el autor de los Hechos de los Apóstoles nos da a conocer a grandes rasgos la primera comunidad cristiana de Jerusalén. Ésta se caracterizaba por su lozanía, su dinamismo espiritual., por la oración, por el testimonio y, sobre todo, por su gran unidad, rasgo que Jesús quería que fuese signo inconfundible y fuente de fecundidad de su Iglesia. El Espíritu Santo, que en el bautismo se les da a todos los que acogen la Palabra de Jesús, al ser espíritu de amor y de unidad, hacía de todos los creyentes uno, con el Resucitado y entre ellos, y los llevaba a superar todas las diferencias de raza, cultura y clase social.
«El grupo de los creyentes estaba totalmente compenetrado en un mismo sentir y pensar y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos los disfrutaban en común».
Pero veamos con más detalle los aspectos de esa unidad. Ante todo, el Espíritu Santo obraba entre los creyentes la unidad de sus corazones y de sus mentes y, en la dinámica de la comunión fraterna, los ayudaba a superar los sentimientos que la hacían difícil. En realidad, el mayor obstáculo para la unidad es nuestro individualismo, es el apego a nuestras ideas, puntos de vista y gustos personales. Las barreras con las que nos aislamos y excluimos al que es distinto de nosotros se construyen con el egoísmo.
«El grupo de los creyentes estaba totalmente compenetrado en un mismo sentir y pensar y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos los disfrutaban en común».
Y la unidad obrada por el Espíritu Santo se reflejaba necesariamente en la vida de los creyentes. Su unidad de pensamiento y de corazón se encarnaba y se manifestaba en una solidaridad concreta, en el compartir sus bienes con los hermanos y hermanas necesitados. Y precisamente porque su unidad era auténtica, no toleraba que en la comunidad unos viviesen en la abundancia mientras que a otros les faltaba lo necesario. «El grupo de los creyentes estaba totalmente compenetrado en un mismo sentir y pensar y ninguno consideraba de su exclusiva propiedad los bienes que poseía, sino que todos los disfrutaban en común». La Palabra de vida de este mes subraya la comunión y la unidad, tan encarecida por Jesús. Para realizarla, Él nos dio su Espíritu. ¿Cómo viviremos, pues, esta Palabra de vida? Escuchando la voz del Espíritu Santo, trataremos de crecer en esa comunión en todos los ámbitos. Ante todo, en el espiritual, superando los brotes de división que llevamos dentro de nosotros. Por ejemplo, sería un contrasentido querer estar unidos a Jesús y al mismo tiempo estar divididos entre nosotros comportándonos de un modo individualista, yendo cada uno por su cuenta, juzgándonos e incluso excluyéndonos. Por lo tanto, es necesario que nos convirtamos de nuevo a Dios, que nos quiere unidos. Además, esta Palabra nos ayudará a comprender cada vez mejor la contradicción que existe entre la fe cristiana y el uso egoísta de los bienes materiales. Nos ayudará a solidarizarnos realmente con los que están necesitados, aun dentro de nuestras posibilidades. Como nos encontramos en el mes en que se celebra la semana de oración por la unidad de los cristianos, esta Palabra nos impulsará a rezar y a reforzar nuestros vínculos de unidad y de comunión con nuestros hermanos y hermanas que pertenecen a otras Iglesias, con los que tenemos en común una única fe y un único espíritu de Cristo que recibimos en el bautismo. Chiara Lubich
Nov 30, 2010 | Palabra de vida, Sin categorizar
La pregunta de María, ante el anuncio del Ángel: "¿Cómo es posible esto?" tuvo como respuesta: "Nada es imposible para Dios" y, como garantía de ello, le viene presentado el ejemplo de Isabel, que en su ancianidad había concebido un hijo. María creyó y se convirtió en la Madre del Señor.
Dios es omnipotente: este apelativo suyo se encuentra frecuentemente en la Sagrada Escritura y es usado cuando se quiere expresar la potencia de Dios en el bendecir, en el juzgar, en el dirigir el curso de los acontecimientos, en el realizar sus designios.
Hay un solo límite a la omnipotencia de Dios: la libertad humana, que puede oponerse a la volontad Suya haciendo al hombre impotente, mientras que estaría llamado a compartir la misma fuerza de Dios.
"Nada es imposible para Dios"
[…] Es una Palabra que nos abre a una confianza ilimitada en el amor de Dios-Padre, porque, si Dios existe y su ser es Amor, la confianza completa en Él no es sino la lógica consecuencia.
Todas las gracias están en su poder: temporales y espirituales, posibles e imposibles. Y Él le da a quien le pide y también a quien no le pide, porque, como dice el Evangelio, Él, el Padre, "hace surgir su sol sobre los malos y los buenos" y a todos nos pide que actuemos como Él, con el mismo amor universal, sostenido por la fe en que:
"Nada es imposible para Dios"
¿Como vivir entonces esta Palabra en la vida de cada día?
Todos nosotros debemos afrontar de vez en cuando situaciones difíciles, dolorosas, tanto en nuestra vida personal, como en las relaciones con los demás. Y experimentamos a veces toda nuestra impotencia porque advertimos en nosotros apegos a cosas y a personas que nos hacen esclavos de ataduras de las que querríamos liberarnos. Nos encontramos a menudo frente a los muros de la indiferencia y del egoísmo y sentimos que se nos caen los brazos frente a acontecimientos que parecen sobrepasarnos.
Pues bien, en estos momentos, la Palabra de vida nos puede ser de ayuda. Jesús nos deja hacer la experiencia de nuestra incapacidad, no para desanimarnos, sino para ayudarnos a comprender mejor que "nada es imposible para Dios"; para prepararnos a experimentar la extraordinaria potencia de su gracia, que se manifiesta precisamente cuando vemos que con nuestras pobres fuerzas no podemos salir victoriosos.
"Nada es imposible para Dios"
Repitiéndonos esto en los momentos más críticos, nos vendrá, de la Palabra de Dios, esa energía que ella encierra en sí, haciéndonos partícipes, en algún modo, de la misma omnipotencia de Dios. Pero con una condición, que vivamos su voluntad, tratando de irradiar a nuestro alrededor ese amor que está depositado en nuestros corazones. Así estaremos al unísono con el Amor omnipotente de Dios por sus criaturas, para el cual todo es posible, que coopera a realizar sus planes sobre cada una de las personas y sobre la Humanidad.
Pero hay un momento especial para poder vivir esta Palabra y para poder experimentar toda su eficacia: el momento de la oración.
Jesús dijo que cualquier cosa pidiéramos al Padre en su nombre Él nos la concedería. Probemos entonces a pedirle lo que más tengamos dentro del corazón, con la certeza, de la fe, de que nada es imposible para Él: desde la solución de casos desesperados, a la paz en el mundo; desde la curación de las enfermedades graves, a la recomposición de conflictos familiares y sociales.
Si, además, somos más los que pedimos la misma cosa, en pleno acuerdo por el amor recíproco, entonces es Jesús en persona en medio de nosotros quien reza al Padre y, según su promesa, obtendremos.
Con tal fe en la omnipotencia de Dios y en su Amor, también nosotras pedimos un día para N. que aquel tumor, visto en una radiografia, "desapareciera", como si hubiese sido un error o un fantasma. Y así fue.
Esta confianza ilimitada que nos hace sentir en los brazos de un Padre al cual todo le es posible, debe acompañar siempre los acontecimientos de nuestra vida. No quiere decir que obtendremos siempre lo que pidamos. Su omnipotencia es la de un Padre y la usa siempre y solamente para el bien de sus hijos, sea que ellos lo sepan o no. Lo importante es vivir cultivando la certeza de que para Dios nada es imposible y esto hará que experimentemos una paz jamás probada.
Chiara Lubich
Oct 31, 2010 | Palabra de vida, Sin categorizar
La predicación de Jesús se inicia con el sermón de la montaña. En una colina frente al lago Tiberíades en las inmediaciones de Cafarnaún, sentado, como solían hacer los maestros, Jesús anuncia a la muchedumbre cómo es el hombre de las bienaventuranzas. En varias ocasiones había resonado ya en el Antiguo Testamento la palabra “bienaventurado”, es decir, la exaltación de aquel que observaba de los modos más variados la Palabra del Señor.
Las bienaventuranzas de Jesús evocan en parte las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez oían que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir al monte del Señor, como cantaba el salmo , sino que incluso podían ver a Dios. ¿Cuál era, pues, esa pureza tan elevada para merecer tanto? Jesús lo explicaría más de una vez en el curso de su predicación. Por eso, tratemos de seguirlo para beber de la fuente de la pureza auténtica.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Ante todo, según Jesús, hay un método de purificación por excelencia: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado» . No son los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, como está presente de otro modo en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, si la dejamos actuar, nos libera del pecado y, por consiguiente, nos hace puros de corazón.
Por tanto, la pureza es fruto de vivir la Palabra, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos en los que necesariamente caemos si no se tenemos el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Éstos pueden referirse a las cosas, a las criaturas y a nosotros mismos, pero si nuestro corazón mira sólo a Dios, todo el resto cae por su propio peso.
Para tener éxito en esta empresa, puede ser útil repetirle durante el día a Jesús, a Dios, esa invocación del salmo que dice: «Eres tú, Señor, mi único bien» . Procuremos repetirlo a menudo, y sobre todo cuando uno u otro apego quiera arrastrar a nuestro corazón hacia esas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la visión del bien y quitarnos la libertad.
¿Nos sentimos impulsados a mirar determinados carteles publicitarios, a ver ciertos programas de televisión? No, digámosle: «Eres tú, Señor, mi único bien», y éste será el primer paso que nos lleve a salir de nosotros mismos y a volver a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos ganado en pureza.
¿Notamos a veces que una persona o una actividad se interponen como un obstáculo entre Dios y nosotros y empañan nuestra relación con Él? Es el momento de repetirle: «Eres tú, Señor, mi único bien». Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y a recobrar la libertad interior.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Vivir la Palabra nos hace libres y puros, porque es amor. El amor purifica con su fuego divino nuestras intenciones y todo nuestro interior, porque según la Biblia, el “corazón” es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un tipo de amor que Jesús nos exige y que nos permite vivir esta bienaventuranza. Es el amor recíproco, el amor que tiene quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Éste crea una corriente, un intercambio, un entorno cuya nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, gracias a la presencia de Dios, el único que puede crear en nosotros un corazón puro . Viviendo el amor mutuo, la Palabra actúa y produce sus efectos de purificación y de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir durante mucho tiempo las instigaciones del mundo, mientras que en el amor mutuo encuentra el ambiente sano capaz de proteger su pureza y toda su existencia cristiana auténtica.
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
Y ése es el fruto de la pureza, que hay que reconquistar siempre: se puede “ver” a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, oír su voz en el corazón, captar su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es saborear por anticipado la presencia de Dios que empieza ya en esta vida «caminando en la fe y no en la visión» hasta que lo «veamos cara a cara» por toda la eternidad.
Chiara Lubich
Sep 30, 2010 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta Palabra se encuentra ya en el Antiguo Testamento(2). Para responder a una pregunta, Jesús se injerta en la gran tradición profética y rabínica que estaba en búsqueda del principio unificador de la Torah, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. El Rabino Hillel, contemporáneo suyo, había dicho: “No le hagas a tu prójimo lo que te resulta odioso ésta es toda la ley. El resto es interpretación”(3).
Para los maestros del hebraísmo, el amor al prójimo deriva del amor a Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, por lo cual no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo y es “un gran principio general de la ley”(4).
Jesús insiste en este principio y agrega que el mandamiento de amar al prójimo es similar al primero y el más grande mandamiento, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Afirmando una relación de semejanza entre los dos mandamientos Jesús los une definitivamente y así hará toda la tradición cristiana, como dirá lapidariamente el apóstol Juan. “Quien no ama a su hermano que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve?”(5).
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
Prójimo – lo dice claramente todo el Evangelio – es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, al cual se debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abraza a toda la humanidad y se concreta en aquel-que-está-cerca.
Pero, ¿quién puede darnos un corazón tan grande, quién puede suscitar en nosotros una benevolencia tal como para hacernos sentir cercanos – prójimos – también de aquellos que son más extraños a nosotros, como para hacernos superar el amor propio y reconocernos en los demás? Es un don de Dios, es más, es el mismo amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado.”(6).
No es por lo tanto un amor común, una simple amistad o pura filantropía, sino ese amor que fue derramado desde el bautismo en nuestros corazones: ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Trinidad beata, de la cual nosotros podemos participar.
Entonces, el amor lo es todo, pero para poder vivirlo bien es necesario conocer sus cualidades que emergen del Evangelio y de la Escritura en general y que nos parece que se pueden resumir en algunos aspectos fundamentales.
Lo primero es que Jesús, que murió por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor va dirigido a todos. No como el amor que vivimos nosotros tantas veces, simplemente humano, que tiene un radio restringido: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero que Jesús quiere no admite discriminaciones: no distingue tanto la persona simpática de la antipática, no existe para él el lindo, el feo, el grande o el pequeño; para este amor no hay diferencia entre el compatriota y el extranjero, el de mi Iglesia o de otra, de mi religión o de otra. Este amor ama a todos. Y así tenemos que hacer nosotros: amar a todos.
El amor verdadero, además, es el primero en amar, no espera ser amado, como en general es propio del amor humano, que ama a quien nos ama. No, el amor verdadero toma la iniciativa, como hizo el Padre cuando, siendo nosotros todavía pecadores, por lo tanto no amantes, mandó al Hijo para salvarnos.
Entonces: amar a todos y ser el primero en amar.
Aún más: el amor verdadero ve a Jesús en cada prójimo: “A mí me lo hiciste”(7) nos dirá Jesús en el juicio final. Y eso vale para el bien que hagamos y también para el mal, lamentablemente.
El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo; le hace el bien, reza por él.
Jesús también quiere que el amor que Él trajo a la tierra se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad.
Todas estas cualidades del amor nos hacen comprender y vivir mejor la palabra de vida de este mes.
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
Sí, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo. Y esto debe ser tomado al pie de la letra: hace falta justamente ver en el otro a sí mismo, y hacer al otro lo que uno se haría a sí mismo. El amor verdadero sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, llevar los pesos del otro, sabe, como dice Pablo, hacerse uno con la persona amada. Por lo tanto es un amor que no sólo sentimiento, o bellas palabras, sino hechos concretos.
Quien tiene otro credo religioso busca también hacer esto por la así llamada “regla de oro”, que encontramos en todas las religiones. La misma quiere que hagamos a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Gandhi la explica de modo muy simple y eficaz: “No puedo hacerte daño sin herirme a mí mismo”(8).
Este mes, por lo tanto, tiene que ser una ocasión para volver a centrarnos en el amor al prójimo, que tiene muchos rostros: desde el vecino de casa, a la compañera de escuela, desde el amigo hasta la pariente más cercana. Pero también tiene el rostro de esa humanidad angustiada que la TV nos presenta desde lugares de guerra y de catástrofes naturales. Una vez eran desconocidos y lejanos miles de millas. Ahora también ellos se han vuelto nuestros prójimos.
Cada vez el amor nos sugerirá qué hacer, y dilatará poco a poco nuestro corazón según la medida del corazón de Jesús.
Chiara Lubich
Publicación mensual del Movimiento de los Focolares
1.Este texto fue publicado en octubre de 1999.
2.Lev. 19, 18.
3.Talmud de Babilonia Shabbat, 31a.
4.Rabino Akiba, cit. en Sifra, comentario rabínico a Lev. 19,18. (nuestra traducción).
5.1 Jn., 4, 20.
6.Rom. 5, 5.
7.Cf. Mt. 25, 40.
8.Cf. Wilhelm Muhs, Palabras del corazón, Bs. As.
Ago 31, 2010 | Palabra de vida, Sin categorizar
Jesús le responde a Pedro con estas palabras después de que éste, tras haber oído cosas maravillosas de la boca de Jesús, le preguntara: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?». Y Jesús: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete».
Bajo la influencia de la predicación del Maestro, Pedro, bueno y generoso como era, probablemente había pensado atenerse a esta nueva pauta haciendo algo excepcional: llegando a perdonar hasta siete veces. […]
Pero, al responder «hasta setenta veces siete», Jesús dice que para él el perdón tiene que ser ilimitado: es necesario perdonar siempre.
«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».
Esta Palabra nos recuerda el canto bíblico de Lámec, un descendiente de Adán: «Caín será vengado siete veces, Lámec setenta y siete» . Es así como empieza a extenderse el odio en las relaciones entre los hombres del mundo: crece como un río desbordado.
A ese extenderse del mal, Jesús opone un perdón sin límites, incondicionado, capaz de romper la cadena de la violencia.
El perdón es la única solución para frenar el desorden y abrir a la humanidad un futuro que no sea la autodestrucción.
«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».
Perdonar. Perdonar siempre. El perdón no es olvido, que muchas veces significa no querer mirar la realidad de frente. El perdón no es debilidad, es decir, pasar por alto una ofensa por miedo al que la ha cometido si es más fuerte. El perdón no consiste en decir que no tiene importancia lo que es grave o que es bueno lo que es malo.
El perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de lucidez, por lo tanto de libertad, que consiste en acoger a los hermanos como son no obstante el mal que nos han hecho, como Dios nos acoge a nosotros, pecadores, no obstante nuestros defectos. El perdón consiste en no responder a la ofensa con la ofensa, sino en hacer lo que dice S. Pablo: «No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien» .
El perdón consiste en darle la oportunidad a quien te ha hecho un agravio de que pueda tener una relación nueva contigo; la oportunidad de que ambos podáis retomar la vida, tener un porvenir en el que el mal no tenga la última palabra.
«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».
¿Cómo se hará entonces para vivir esta Palabra?
Pedro le había peguntado a Jesús: “¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?”.
Y Jesús, entonces, al responder, tenía en la mira sobre todo las relaciones entre cristianos, entre miembros de la misma comunidad.
Y por lo tanto, antes que nada, que hace falta comportarse así con los otros hermanos y hermanas en la fe: en familia, en el trabajo, en la escuela o en la comunidad de la que se forma parte.
Sabemos que a menudo se quiere compensar con un acto, con una palabra correspondiente, la ofensa sufrida.
Se sabe que por diversidad de caracteres, o por nerviosismo, o por otras causas, las faltas de amor son frecuentes entre personas que viven juntas. Y bien, hace falta recordar que solamente una actitud de perdón, siempre renovada, puede mantener la paz y la unidad entre hermanos.
Estará siempre la tendencia a pensar en los defectos de las hermanas y de los hermanos, a acordarse de su pasado, a quererlos diferentes de cómo son… hace falta el hábito de verlos con un ojo nuevo, y nuevos ellos mismos, aceptándolos siempre, enseguida y hasta el fondo, aunque no se arrepientan.
Ánimo. Comenzamos una vida así, que nos asegura una paz jamás probada y mucha alegría desconocida.
Chiara Lubich
Publicación mensual del Movimiento de los Focolares
1. Este texto fue publicado en septiembre de 1999.
2. Gn. 4, 24.
3. Rom. 12, 21.
Jul 31, 2010 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta Palabra forma parte de un acontecimiento sencillo y altísimo al mismo tiempo: es el encuentro entre dos mujeres embarazadas, dos madres, cuya simbiosis espiritual y física con sus hijos es total. Ellas son su boca, sus sentimientos. Cuando habla María, el niño de Isabel da un salto de alegría en su vientre. Cuando habla Isabel, pareciera que el Precursor le ha puesto las palabras en los labios. Pero mientras que las primeras palabras de su himno de alabanza a María están dirigidas personalmente a la Madre del Señor, las últimas están dichas en tercera persona: "Feliz la que ha creído". Así, su "afirmación” adquiere carácter de verdad universal: la bienaventuranza vale para todos los creyentes, concierne a todos los que acogen la Palabra de Dios y la ponen en práctica y encuentran en María el modelo ideal" .
"¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”
Es la primera bienaventuranza del Evangelio que se refiere a María, pero también a todos los que quieren seguirla e imitarla.
En María hay un estrecho vínculo entre fe y maternidad, fruto de la escucha de la Palabra. Lucas aquí nos sugiere algo que se refiere también a nosotros al citar más adelante en su Evangelio las palabras de Jesús: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica" .
Anticipando casi estas palabras, Isabel, movida por el Espíritu Santo, nos anuncia que cada discípulo puede llegar a ser "madre" del Señor. La condición es que crea en la palabra de Dios y que la viva.
"¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"
María, después de Jesús, es quien mejor y más perfectamente ha sabido decir "sí" a Dios; y es ésta, sobre todo, su santidad y su grandeza. Y si Jesús es el Verbo, la Palabra encarnada, María, por su fe en la Palabra, es la Palabra vivida, siendo criatura como nosotros, igual a nosotros.
El papel de María como madre de Dios es excelso y grandioso. Pero Dios no llama sólo a la Virgen a generar a Cristo, ya que cada cristiano tiene una tarea semejante: encarnar a Cristo hasta repetir como San Pablo, "Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí" .
¿Cómo viviremos esta Palabra?
Imitando la actitud de María hacia la Palabra de Dios, es decir, teniendo una total disponibilidad. Creer por lo tanto, como María, que todas las promesas contenidas en la Palabra de Jesús se cumplirán, y afrontar, como María, si es necesario, el riesgo del absurdo que a veces su Palabra comporta.
A quien cree en la Palabra le suceden cosas grandes y pequeñas, pero siempre maravillosas. Se podrían llenar libros con hechos que dan prueba de ello.
¿Quién puede olvidar cuando, en plena guerra, creyendo en las palabras de Jesús "pidan y se les dará" pedimos todo aquello de lo que carecían tantos pobres de la ciudad y vimos llegar sacos de harina, cajas de leche, de mermelada, leña, vestidos?
También hoy suceden las mismas cosas. "Den y se les dará" y las bodegas de las instituciones de caridad, que se vacían regularmente, siempre están llenas.
Pero lo que más impresiona es cómo las palabras de Jesús son verdaderas siempre y en todo lugar. Y la ayuda de Dios llega puntual incluso en circunstancias imposibles, y en los lugares más aislados de la Tierra, como sucedió hace poco tiempo a una madre que vive en condiciones de extrema pobreza. Un día ella sintió el impulso de dar sus últimas monedas a una persona todavía más pobre porque creía en aquél "den y se les dará" del Evangelio; y sintió una gran paz en el alma. Poco después llegó su niña más pequeña y le mostró un regalo que acababa de recibir de un pariente anciano que, por casualidad, había pasado por allí: en sus manitas tenía el dinero multiplicado.
Una "pequeña" experiencia como ésta nos impulsa a creer en el Evangelio; y cada uno de nosotros puede probar esa alegría, esa bienaventuranza que viene del ver realizadas las promesas de Jesús.
Cuando, en la vida de todos los días, en la Lectura de las Sagradas Escrituras, nos encontremos con la Palabra de Dios, abramos nuestro corazón a la escucha, con la fe de que lo que Jesús nos pide y nos promete se cumplirá. No tardaremos en descubrir, como María y como aquella madre, que Él mantiene sus promesas.
Chiara Lubich – Palabra de vida, agosto 1999, publicada en Città Nuova, 1999/14, p. 33