Movimiento de los Focolares

Julio 2010

En esta brevísima parábola, Jesús sacude fuertemente la imaginación de quienes lo escuchan. Todos sabían el valor de las perlas que, junto al oro, en ese entonces eran lo más precioso que se conocía. Por otro lado, las Escrituras hablaban de la sabiduría, es decir, del conocimiento de Dios como algo que no puede compararse "ni siquiera con una joya invaluable" .
Pero en la parábola se pone de relieve el acontecimiento excepcional, sorprendente e inesperado que representa para aquel comerciante el haber descubierto, quizás en un bazar, una perla que sólo a sus ojos expertos tenía un valor inestimable y de la cual, por lo tanto, podría obtener un beneficio enorme. Es por eso que, después de haber hecho sus cálculos, decide que vale la pena vender todo para comprar la perla. ¿Quién no habría hecho lo mismo?
He aquí entonces el profundo significado de la parábola: el encuentro con Jesús, es decir, con el Reino de Dios entre nosotros – ¡he aquí la perla! –, es una ocasión única que hay que tomar al vuelo, comprometiendo hasta el fondo todas las propias energías y cuanto poseemos.

"El reino de Dios se parece a un comerciante que compra perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra".

No es la primera vez que los discípulos se sienten frente a una exigencia radical, es decir frente a ese todo que es necesario dejar para seguir a Jesús: los bienes más preciosos, como son los afectos familiares, la seguridad económica, las garantías para el futuro.
Pero esta no es una petición  injustificada ni absurda.
Por un "todo" que se pierde hay un "todo" que se gana, inestimablemente más precioso. Cada vez que Jesús pide algo, promete también dar mucho, mucho más, en una medida desbordante.
Así, con esta parábola nos asegura que tendremos entre las manos un tesoro que nos hará ricos para siempre.
Y, si nos puede parecer equivocado dejar lo cierto por lo incierto, un bien seguro por un bien sólo prometido, pensemos en aquel mercader: él sabe que esa perla es preciosa y espera confiado la ganancia que obtendrá al venderla.
Así, quien quiere seguir a Jesús sabe, ve, con los ojos de la fe, qué inmensa ganancia será compartir con Él la herencia del Reino por haber dejado todo, al menos espiritualmente.
A todos los hombres Dios les ofrece en la vida una oportunidad semejante para aprovecharla.

"El reino de Dios se parece a un comerciante que compra perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra".
 
Es una invitación concreta a poner a un lado todos aquellos ídolos que pueden ocupar el puesto de Dios en el corazón: la carrera, el matrimonio, el estudio, una bonita casa, la profesión, el deporte, la diversión, etc.
Es una invitación a poner a Dios en el primer lugar, en el centro de cada uno de nuestros pensamientos, de cada uno de nuestros afectos, porque todo en la vida debe converger hacia Él y todo debe venirnos de Él.
Haciendo así, buscando el Reino, según la promesa evangélica, el resto se nos dará por añadidura . Posponiendo todo por el Reino de Dios, recibiremos el céntuplo en casas, hermanos, hermanas, padres y madres , porque el Evangelio tiene una clara dimensión humana: Jesús es Hombre-Dios y junto al alimento espiritual nos asegura el pan, la casa, el vestido, la familia.
Quizá debemos aprender de los “pequeños” a fiarnos más de la Providencia del Padre, que no le hace faltar nada a quien da, por amor, lo que da.
En la República del Congo un grupo de muchachos fabrican por varios meses tarjetas artísticas con la cáscara del plátano, que después venden en Alemania. En un primer momento se dejaban todo lo recaudado (algunos mantenían con ello a toda la familia), pero luego decidieron poner en común el 50% y ahora 35 jóvenes desempleados reciben una ayuda monetaria.
Y Dios no se deja vencer en generosidad: dos de estos muchachos han dado tal testimonio en el negocio al que se dedican, que varios comerciantes han ido en busca de personal a ese negocio. Así, 11 de ellos han encontrado un trabajo fijo.

Chiara Lubich

Junio 2010 – Paradoja Cristiana

En esta palabra se ponen de relieve dos vidas diferentes: la terrenal, que se construye en este mundo; y la sobrenatural, dada por Dios a través de Jesús, vida que no termina con la muerte y que nadie nos puede quitar.
Frente a la existencia se pueden tomar dos actitudes. Una es apegarse a la vida terrenal, considerándola como el único bien; y entonces nos inclinaríamos a pensar en nosotros mismos, en nuestras cosas, en lo creado, nos encerraríamos en nuestro caparazón, afirmando solamente el propio yo, y encontraríamos como conclusión, al final, inevitablemente, sólo la muerte. Otra es creer que hemos recibido de Dios una existencia mucho más profunda y auténtica; y así tendríamos el valor de vivir de forma tal de merecer este don, hasta el punto de sacrificar nuestra vida terrenal por la otra.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

Cuando Jesús dijo estas palabras, pensaba en el martirio. Nosotros, como todo cristiano, para seguir al Maestro y permanecer fieles al Evangelio, tenemos que estar dispuestos a perder nuestra vida, muriendo –si fuera necesario– también de forma violenta; y con la gracia de Dios nos sería dada la vida verdadera. Jesús fue el primero que “perdió su vida” y la recuperó glorificada. Él nos advirtió que no tenemos que temer a “los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (1).
Hoy nos dice:

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

Si lees atentamente el Evangelio, notarás que Jesús vuelve sobre esta idea nada menos que siete veces, lo cual demuestra su importancia y la consideración que le otorgaba.
Pero para Jesús la exhortación a perder la propia vida no es sólo una invitación al martirio. Se trata de una ley fundamental de la vida cristiana.
Tenemos que estar dispuestos a renunciar a ser nosotros mismos el ideal de la vida, renunciar a nuestra independencia egoísta. Si queremos ser verdaderos cristianos tiene que ser Cristo el centro de nuestra existencia. ¿Y qué quiere Èl de nosotros? El amor por los demás. Si asumimos esta propuesta, nos habremos perdido y habremos encontrado la vida.
Esta idea de no vivir para uno mismo no significa, como podría pensarse, una actitud de renuncia o de pasividad. El compromiso del cristiano es siempre grande y su sentido de responsabilidad, total.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

Desde este momento podemos experimentar que la donación, el amor vivido, hace crecer en nosotros la vida. Cuando hayamos dedicado nuestra jornada al servicio de los demás, cuando hayamos sabido transformar el trabajo cotidiano, acaso monótono y duro, en un gesto de amor, probaremos la alegría de sentirnos más realizados.
Después de esta breve existencia, si seguimos los mandatos de Jesús, centrados todos en el amor, encontraremos la existencia eterna. Recordemos el juicio de Jesús en el último día. Él dirá a los que están a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre… porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron…” (2).
Para hacernos partícipes de esa existencia que no pasa, tendrá en cuenta únicamente si hemos amado al prójimo; y considerará si lo hemos tratado como si fuera Él.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

¿Cómo vivir esta Palabra? ¿Cómo perder nuestra vida para encontrarla? Preparándonos para el grande y decisivo examen.
Miremos a nuestro alrededor y colmemos la jornada con actos de amor. Cristo se nos presenta en nuestros hijos, en la esposa, en el marido, en los compañeros de trabajo, de partido, de recreación… Hagamos el bien a todos. Y no olvidemos a aquellos de los que tomamos noticia por los diarios, a través de amigos o en la televisión… Hagamos algo por todos, de acuerdo con nuestras posibilidades. Y cuando nos parezcan agotadas, aún podremos rezar por ellos. Lo que cuenta es el amor.

Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares. Este texto fue publicado en junio de 1999.

1. Evangelio de Mateo 20, 28.
2. Cf. Mateo, 25, 34 y siguientes.

 

Palabra de vida de Mayo 2010

En el último discurso de Jesús, el amor es el punto central: el amor del Padre al Hijo, el amor a Jesús, que consiste en observar sus mandamientos.
A los que escuchaban a Jesús no les costaba reconocer en sus palabras un eco de los libros sapienciales: El amor es la observancia de sus leyes  y fácilmente la contemplan –la Sabiduría– los que la aman . Y sobre todo, el manifestarse a quien lo ama encuentra su paralelo en el Antiguo Testamento, en el libro de la Sabiduría (Sb 1, 2), donde se dice que el Señor se manifiesta a los que creen en Él.
Pues bien, el sentido de esta Palabra que proponemos es: el que ama al Hijo es amado por el Padre y también es amado por el Hijo, el cual se le manifiesta.

«El que me ama será amado por mi Padre, y también yo lo amaré y me manifestaré a él».

Pero para que Jesús se manifieste hay que amar.
No se concibe un cristiano que no posea ese dinamismo, esa carga de amor en el corazón. Un reloj no funciona, no da la hora –y se puede decir que ni siquiera es un reloj– si no anda. De la misma manera, un cristiano que no esté siempre dispuesto a amar, no merece el nombre de cristiano.

Y es porque todos los mandamientos de Jesús se resumen en uno solo: amar a Dios y al prójimo, y en el prójimo ver y amar a Jesús.
El amor no es mero sentimentalismo, sino que se traduce en vida concreta, en servicio a los hermanos, especialmente a los que tenemos al lado, empezando por las cosas pequeñas, por los servicios más humildes.
Dice Carlos de Foucauld: Cuando uno ama a alguien, está realmente en él, está en él con el amor, vive en él con el amor, ya no vive en sí mismo, está «despojado» de sí, está «fuera» de sí .

Este amor abre camino en nosotros a su luz, la luz de Jesús, tal como Él prometió: A quien me ama… me manifestaré . El amor es fuente de luz. Amando comprendemos más a Dios, que es amor.
Y esto hace que amemos aún más y que la relación con nuestros prójimos sea más profunda.

Esa luz, ese conocimiento amoroso de Dios es, por lo tanto, el sello, la prueba del amor verdadero. Y lo podemos experimentar de distintos modos, porque en cada uno de nosotros la luz adquiere un color, una tonalidad propia. Pero tiene características comunes: nos ilumina sobre la voluntad de Dios, nos da paz, serenidad y una comprensión siempre nueva de la Palabra de Dios. Es una luz cálida que nos estimula a caminar por la senda de la vida de una manera cada vez más segura y ligera.

Cuando las sombras de la existencia nos hagan incierto el camino, o incluso cuando nos paralice la oscuridad, esta Palabra del Evangelio nos recordará que al amar se enciende la luz y que un gesto concreto de amor, por pequeño que sea (una oración, una sonrisa, una palabra), es suficiente para ofrecernos un destello que nos permita seguir adelante.

Cuando vamos en bicicleta por la noche, al pararnos nos quedamos a oscuras, pero si nos ponemos a pedalear de nuevo, la dinamo dará la corriente necesaria para ver el camino. Así sucede en la vida: basta con volver a poner en marcha el amor, el verdadero, el que da sin esperar nada, para encender de nuevo en nosotros la fe y la esperanza.

Chiara Lubich                                                                                            

                                        

Palabra de vida de abril 2010

Jesús pronunció estas palabras con ocasión de la muerte de Lázaro de Betania, a quien Él resucitó después de cuatro días.
Lázaro tenía dos hermanas: Marta y María.
Marta, apenas supo que llegaba Jesús, corrió a su encuentro y le dijo: "¡Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto!". Jesús le respondió: "Tu hermano resucitará". Marta replicó: "Sé que resucitará en el último día". Y Jesús le respondió: " Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás".

"Yo soy la resurrección y la vida"

Jesús quiere hacernos comprender quién es Él para el hombre. Jesús posee el bien más precioso que se pueda desear: la Vida, esa vida que no muere.
Si has leido el Evangelio de San Juan, habrás encontrado que Jesús ha dicho también: “Como el Padre tiene la Vida en sí mismo, así ha concedido al Hijo tener la Vida en sí mismo” .  
Y puesto que Jesús tiene la Vida, la puede comunicar.

"Yo soy la resurrección y la vida"

También Marta cree en la resurrección final: "Sé que resucitará en el último día".   
Pero Jesús, con su maravillosa afirmación: "Yo soy la resurrección y la vida", le hace comprender que no debe esperar al futuro para la resurrección de los muertos. Ahora ya, en el presente, Él es para todos los creyentes, esa Vida divina, inefable, eterna, que no morirá jamás.  
Si Jesús está en ellos, si está en ti, no morirás. Esta Vida en el creyente es de la misma naturaleza de Jesús resucitado y por lo tanto, bien diferente de la condición humana en la que se encuentra.  
Y esta extraordinaria Vida, que ya existe también en ti, se manifestará plenamente en el último día, cuando participes, con todo tu ser, a la resurrección futura.

"Yo soy la resurrección y la vida"

   
Ciertamente, Jesús con estas palabras no niega que exista la muerte física. Pero esa no implicará la pérdida de la Vida verdadera. La muerte seguirá siendo para ti, como para todos, una experiencia única, fortísima y quizá temida. Pero no significará el sinsentido de una existencia, no será más el absurdo, el fracaso de la vida, tu final. La muerte, para ti, no será realmente una muerte.

"Yo soy la resurrección y la vida"

¿Y cuándo ha nacido en ti esta Vida que no muere?
  
En el Bautismo. Allí, a pesar de tu condición de persona que ha de morir, has recibido de Cristo la Vida immortal. En el Bautismo, de hecho, has recibido al Espíritu Santo que es Aquél que ha resucitado a Jesús.  
La condición para recibir este sacramento es tu fe, que la has declarado a través de tus padrinos. De hecho, Jesús, en el episodio de la resurrección de  Lázaro, hablando a Marta,  precisa: "Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá" (…) ¿"Tú crees esto?" .  
"Cree", éste es un hecho muy serio, muy importante: no implica sólo aceptar las verdades anunciadas por Jesús, sino adherir a ellas con todo el ser.
Para tener esta vida debes, por tanto, dar tu sí a Cristo. Ello significa adhesión a sus palabras, a sus mandamientos: vivirlos. Jesús lo afirma: "Si uno observa mi palabra, no verá nunca la muerte" . Y las enseñanzas de Jesús están resumidas en el amor.
¡No puedes, entonces, dejar de ser feliz: en ti está la Vida!

"Yo soy la resurrección y la vida"

En este periodo en el que nos preparamos a la celebración de la Pascua, ayudémosnos a hacer este viraje, que hay que renovar siempre, hacia la muerte de nuestro yo para que Cristo, el Resucitado, viva desde ahora en nosotros.

Chiara Lubich

 

Marzo 2010

¡Cuántas veces en la vida sientes la necesidad de que alguien te eche una mano y al mismo tiempo sabes que ninguna persona puede resolver tu situación!
Es entonces cuando te diriges inadvertidamente a Alguien que sabe hacer posibles las cosas imposibles. Este Alguien tiene un nombre: Jesús
Escucha lo que te dice:

«Os aseguro que si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, le diríais a este monte: ¡quítate de ahí y ponte allí! Y el monte cambiaría de lugar; nada os resultaría imposible»  (Mt 17,20)

Es evidente que la expresión «mover montañas» no se tiene que tomar al pie de la letra. Jesús no prometió a sus discípulos un poder de hacer milagros espectaculares para asombrar a la multitud. Y, de hecho, si vas a buscar en toda la historia de la Iglesia, no encontrarás a un santo –que yo sepa– que haya cambiado montañas de lugar con la fe. «Mover montañas» es una hipérbole, es decir, una manera intencionadamente exagerada de decir las cosas para inculcar en la mente de sus discípulos la idea de que para la fe no hay nada imposible.
Así, cada milagro que Jesús realizó, directamente o a través de los suyos, lo hizo siempre en función del reino de Dios o del evangelio o de la salvación de los hombres. Cambiar una montaña de lugar no serviría para ese fin.
La comparación con el «grano de mostaza» es para indicar que Jesús no te pide una fe más o menos grande, sino una fe auténtica; y la característica de la fe auténtica es apoyarte únicamente en Dios y no en tus capacidades.
Si te asalta la duda o vacilas en la fe, significa que tu confianza en Dios todavía no es plena: tienes una fe débil y poco eficaz, que aún se apoya en tus fuerzas y en la lógica humana.
En cambio, quien se fía enteramente de Dios deja que Él mismo actúe y… para Dios no hay nada imposible.
La fe que Jesús quiere de sus discípulos es precisamente esa actitud de plena confianza que permite que Dios mismo manifieste su potencia.
Y esa fe, que por eso mueve montañas, no está reservada a algunas personas excepcionales. Es posible y un deber para todos los creyentes.

«Os aseguro que si tuvierais fe, aunque sólo fuera como un grano de mostaza, le diríais a este monte: ¡quítate de ahí y ponte allí! Y el monte cambiaría de lugar; nada os resultaría imposible».

Se cree que Jesús dijo estas palabras a sus discípulos cuando iba a enviarlos a predicar.
Es fácil desanimarse o asustarse cuando se sabe que se es una pequeña grey poco preparada, sin cualidades especiales, ante innumerables multitudes a las que es necesario llevarles la verdad del Evangelio.
Es fácil venirse abajo ante gente que tiene intereses bien distintos de los del reino de Dios. Parece una tarea imposible.
Es entonces cuando Jesús asegura a los suyos que con la fe «moverán las montañas» de la indiferencia y del desinterés del mundo.
Si tienen fe nada les será imposible.
Esta frase también puede aplicarse a todas las demás circunstancias de la vida con tal de que contribuyan al avance del evangelio y a la salvación de las personas.
A veces, ante dificultades insuperables, puede surgir la tentación de no dirigirse ni siquiera a Dios. La lógica humana sugiere: ¡Se acabó; total, no sirve de nada!
Es entonces cuando Jesús nos exhorta a no desanimarnos y a dirigirnos a Dios con confianza. De un modo u otro, Él responderá.
Es lo que le sucedió a Lella.
Habían pasado algunos meses desde que empezó llena de esperanza su nuevo trabajo en Bélgica, en la zona flamenca. Pero, ahora una sensación de abatimiento y de soledad la atormentaba.
Parecía que entre ella y las chicas con las que trabajaba y vivía, se hubiera levantado una barrera insuperable.
Se sentía aislada, como una extranjera entre aquella gente a la que sólo quería servir con amor.
Todo como consecuencia de tener que hablar un idioma que no era ni el suyo ni el de quien la escuchaba. Le habían dicho que en Bélgica todos hablaban francés y lo había aprendido, pero al tomar contacto directo con ese pueblo, se dio cuenta de que los flamencos estudian francés solamente en el colegio y que en general lo hablan de mala gana.

Había tratado muchas veces de mover esa montaña de marginación que la alejaba de las otras, pero sin resultado. ¿Qué podía hacer por ellas?
Veía ante sí el rostro de su compañera Godeliève lleno de tristeza. Esa noche se había ido a su habitación sin probar bocado.
Lella había intentado seguirla, pero se detuvo ante la puerta de su habitación por timidez y titubeando. Habría querido llamar… pero ¿qué palabras usar para explicarse? Se quedó allí algunos segundos y luego se rindió una vez más.
A la mañana siguiente entró en una iglesia; se puso al final, en los últimos bancos, con el rostro entre las manos para que nadie notara sus lágrimas. Aquel era el único lugar donde no hacía falta hablar otro idioma, donde ni siquiera era necesario explicarse, porque había Alguien que comprendía más allá de las palabras. Fue la seguridad de ser comprendida lo que le dio valor y con el alma angustiada le dijo a Jesús: «¿Por qué no puedo compartir con las otras chicas sus cruces y decirles esas palabras que tú mismo me hiciste comprender cuando te conocí: que todo dolor es amor?».
Estaba delante del sagrario, esperando casi una respuesta de Aquel que en su vida le había iluminado toda oscuridad.
Bajó la vista y en el evangelio de aquel día leyó: «Ánimo –tened fe– yo he vencido al mundo» . Aquellas palabras fueron como un bálsamo para el alma de Lella, y sintió una gran paz.
Nada más volver a casa para el desayuno se encontró con Annj, la chica que se encargaba del orden de la casa. La saludó y la siguió hasta la cocina; luego, sin hablar, empezó a ayudarla a preparar el desayuno.
La primera en bajar de las habitaciones fue Godeliève, que iba a la cocina a buscar el café. Andaba deprisa para no ver a nadie, pero se detuvo allí. La paz de Lella le llegó al alma mucho más que cualquier palabra.
Aquella tarde, en el camino de regreso a casa, Godeliève alcanzó a Lella con su bicicleta y esforzándose por hablar de manera comprensible para ella, le susurró: «No hace falta que digas nada. Hoy tu vida me ha dicho: “¡ama tú también!”».
La montaña se había movido.

Chiara Lubich

febrero 2010

Jesús se presenta como aquel que realiza las promesas divinas y las expectativas de un pueblo cuya historia está totalmente marcada por la alianza, que nunca se ha revocado, con su Dios.
La idea de la puerta se parece y se entiende mejor con otra imagen que Jesús usa también: «Yo soy el camino, nadie puede llegar hasta el Padre si no es por mí» (2). Por lo tanto, Él es realmente un camino y una puerta abierta al Padre, a Dios mismo.

«Yo soy la puerta verdadera. Todo el que entre en el aprisco por esta puerta, estará a salvo; entrará y saldrá libremente y siempre encontrará su pasto».

Concretamente, ¿qué significa esta Palabra en nuestra vida?
Son muchas las implicaciones que se derivan de otros pasos del Evangelio que tienen relación con el párrafo de S. Juan, pero entre todas escojamos la de la “puerta estrecha” a través de la que hay que esforzarse por entrar (3) para entrar en la vida.
¿Por qué esta opción? Porque nos parece que es la que más nos acerca a la verdad que Jesús dice sobre sí mismo y que más nos ilumina sobre cómo vivirla.
¿Cuándo se convierte Él en puerta abierta de par en par, completamente abierta a la Trinidad? Cuando parece que la puerta del Cielo se le cierra, Él se convierte en puerta del Cielo para todos nosotros.
Jesús abandonado (4) es la puerta a través de la cual tiene lugar el intercambio perfecto entre Dios y la humanidad. Habiéndose hecho nada, une a los hijos con el Padre. Jesús abandonado es ese vacío (el hueco de la puerta) por el que el hombre entra en contacto con Dios y Dios con el hombre.
Él es la puerta estrecha y al mismo tiempo la puerta abierta de par en par, y podemos hacer experiencia de esto.

«Yo soy la puerta verdadera. Todo el que entre en el aprisco por esta puerta, estará a salvo; entrará y saldrá libremente y siempre encontrará su pasto».

En su abandono, Jesús se convirtió para nosotros en acceso al Padre.
Su parte está hecha. Pero para beneficiarse de tanta gracia cada uno de nosotros también tiene que hacer su pequeña parte, que consiste en acercarse a esa puerta y pasar al otro lado. ¿Cómo?
Cuando nos sorprende la desilusión o estamos heridos por un trauma o por una desgracia imprevista o por una enfermedad absurda, siempre podemos recordar el dolor que Jesús ha personificado en todas estas pruebas y en otras mil más.
Sí, Él está presente en todo lo que sabe a dolor. Cada uno de nuestros dolores tiene uno de sus nombres.
Probemos, pues, a reconocer a Jesús en todas las angustias, las estrecheces de la vida, en todas las oscuridades, en nuestras tragedias personales y de los demás, en los sufrimientos de la humanidad que nos rodea. Son Él, porque Él las ha hecho suyas. Será suficiente decirle con fe: «Eres Tú, Señor, mi único bien» (5). Bastará con hacer algo concreto para aliviar “sus” sufrimientos en los pobres y en los infelices para ir más allá de la puerta, y encontrar en el otro lado una alegría que nunca hemos experimentado, una nueva plenitud de vida.              
   
Chiara Lubich

1)    Palabra de vida de abril de 1999, publicada en Ciudad Nueva, nº 353, abril de 1999. 2) Cf. Jn 14, 6. 3) Cf. Mt 7, 13. 4) Cf. Mc 15, 34 y Mt 27, 46. 5) Cf. Sal 16(15), 2.