Jun 27, 2018 | Palabra de vida, Sin categorizar
En su segunda carta a la comunidad de Corinto, el apóstol Pablo se mide con unos cuantos que ponen en cuestión la legitimidad de su actividad apostólica. Pero no se defiende enumerando sus méritos y sus logros; al contrario, pone de manifiesto la obra que Dios ha cumplido en él y a través de él. Pablo alude a una experiencia mística suya de profunda relación con Dios (cf. 2 Co 11, 1-7), pero para compartir acto seguido su sufrimiento por una «espina» que lo atormenta. No explica de qué se trata exactamente, pero se entiende que es una dificultad grande que podría limitarlo en su tarea de evangelizador. Por ello, confiesa haberle pedido a Dios que lo libere de ese impedimento. Pero la respuesta que recibe del mismo Dios es perturbadora. «Mi gracia te basta, que mi fuerza se realiza en la flaqueza». Todos experimentamos continuamente las debilidades físicas, psicológicas y espirituales nuestras y de los demás, y vemos a nuestro alrededor una humanidad a menudo afligida y extraviada. Nos sentimos débiles e incapaces de resolver esas dificultades, incluso de hacerles frente, y como mucho nos limitamos a no hacer mal a nadie. in embargo, esta experiencia de Pablo nos abre un horizonte nuevo: reconociendo y aceptando nuestra debilidad, podemos abandonarnos plenamente en brazos del Padre, que nos ama tal como somos y quiere ayudarnos en nuestro camino. Y de hecho, más adelante en esta carta, afirma: «cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). A propósito de esto, Chiara Lubich escribió: «[…] ante tal afirmación, nuestra razón se rebela, pues hay una contradicción flagrante o simplemente una audaz paradoja. En realidad esta expresa una de las verdades más altas de la fe cristiana. Jesús nos la explica con su vida y sobre todo con su muerte. ¿Cuándo cumplió la obra que el Padre le había encomendado? ¿Cuándo redimió a la humanidad? ¿Cuándo venció al pecado? Cuando murió en la cruz, reducido a nada, después de gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús fue más fuerte precisamente cuando era más débil. Jesús habría podido dar origen al nuevo pueblo de Dios solo con su predicación, o con más milagros, o con algún signo extraordinario. Pero no. No, porque la Iglesia es obra de Dios, y es en el dolor –y solo en el dolor– donde florecen las obras de Dios. Así pues, en nuestra debilidad, en la experiencia de nuestra fragilidad se esconde una ocasión única: la de experimentar la fuerza de Cristo muerto y resucitado […]». (1) «Mi gracia te basta, que mi fuerza se realiza en la flaqueza». Es la paradoja del Evangelio: a los mansos se les promete en herencia la tierra (cf. Mt 5, 5); María exalta en el Magnificat (cf. Lc 1, 46-55) el poder del Señor, que puede expresarse totalmente y definitivamente –en la historia personal y en la historia de la humanidad– precisamente en el espacio de la pequeñez y de la total confianza en la acción de Dios. Comentando esta experiencia de Pablo, Chiara sugería además: «[…] la opción que los cristianos debemos hacer es de signo absolutamente contrario a la que se hace normalmente. En esto vamos en verdad a contracorriente. En general, el ideal de vida del mundo consiste en el éxito, el poder, el prestigio… Pablo, al contrario, nos dice que hay que gloriarse en la flaqueza […] Fiémonos de Dios. Él actuará sobre nuestra debilidad, sobre nuestra nada. Y cuando Él actúa, podemos estar seguros de que realiza obras que valen, que irradian un bien duradero y responden a las necesidades auténticas de los individuos y de la colectividad». Letizia Magri 1 Cf. C. Lubich, «La fuerza de la debilidad», Ciudad Nueva 169 (7/1982), p. 26.
May 27, 2018 | Palabra de vida, Sin categorizar
El Evangelio de Mateo inicia el relato de la predicación de Jesús con el sorprendente anuncio de las bienaventuranzas. En ellas, Jesús proclama «bienaventurados», es decir, plenamente felices y realizados, a todos los que a los ojos del mundo son considerados perdedores o desventurados: los humildes, los afligidos, los mansos, los que tienen hambre y sed de la justicia, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz. A ellos Dios les hace grandes promesas: serán saciados y consolados por Él mismo, serán herederos de la tierra y de su Reino. Es, pues, una revolución cultural en toda regla, que trastoca nuestra visión, a menudo cerrada y miope, para la cual estas categorías son una parte marginal e insignificante de la lucha por el poder y el éxito. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». Según la visión bíblica, la paz es fruto de la salvación que Dios realiza; o sea, es ante todo un don de Dios. Es una característica de Dios mismo, que ama a la humanidad y a toda la creación con corazón de Padre y tiene sobre todos un proyecto de concordia y armonía. Por eso, quien se prodiga por la paz demuestra cierta «semejanza» con Él, como un hijo. Escribe Chiara Lubich: «Puede ser portador de paz quien la posee en sí mismo. Es necesario ser portador de paz ante todo en nuestro comportamiento de cada instante, viviendo de acuerdo con Dios y su voluntad. […] “…serán llamados hijos de Dios”: recibir un nombre significa convertirse en lo que ese nombre expresa. Pablo llamaba a Dios “el Dios de la paz” y saludaba a los cristianos diciéndoles: “El Dios de la paz esté con todos vosotros”. Los que trabajan por la paz manifiestan su parentesco con Dios, actúan como hijos de Dios, dan testimonio de Dios, quien […] ha imprimido en la sociedad humana el orden, que da como fruto la paz» . Vivir en paz no es simplemente la ausencia de conflicto; tampoco es una vida sosegada, contemporizando con los valores para buscar la aceptación de los demás siempre y como sea; más bien es un estilo de vida exquisitamente evangélico que requiere la valentía de hacer opciones a contracorriente. «Trabajar por la paz» es sobre todo crear ocasiones de reconciliación en la vida de uno mismo y de los demás, en todos los niveles: ante todo con Dios, y luego con quienes tenemos cerca, en la familia, en el trabajo, en clase, en la parroquia y en las asociaciones, en las relaciones sociales e internacionales. O sea, es un modo decisivo de amar al prójimo, una gran obra de misericordia que sanea todas las relaciones. Eso es precisamente lo que Jorge, un adolescente de Venezuela, decidió hacer en el colegio: «Un día, al final de las clases, vi que mis compañeros se estaban organizando para una manifestación de protesta durante la cual tenían la intención de usar la violencia, incendiando coches y tirando piedras. Inmediatamente pensé que ese comportamiento no cuadraba con mi estilo de vida. Así que les propuse escribir una carta a la dirección del colegio: así podríamos pedir de otro modo lo mismo que ellos pensaban conseguir con la violencia. Entre unos cuantos la redactamos y se la entregamos al director». «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». En este tiempo se revela especialmente urgente promover el diálogo y el encuentro entre personas y grupos diversos por historia, tradiciones culturales o puntos de vista, y así mostrar aprecio y acoger la variedad y riqueza que supone. Como dijo recientemente el papa Francisco: «La paz se construye en el coro de las diferencias […] Y a partir de esas diferencias uno aprende del otro, como hermanos… Uno es nuestro Padre, nosotros somos hermanos. Querámonos como hermanos. Y si discutimos entre nosotros, que sea como hermanos que enseguida se reconcilian, que siempre vuelven a ser hermanos» . También podremos esforzarnos por conocer los brotes de paz y fraternidad que ya hacen nuestras ciudades más abiertas y humanas. Preocupémonos de ellos y hagamos que crezcan; así contribuiremos a curar las fracturas y los conflictos que las invaden. Letizia Magri
Abr 26, 2018 | Palabra de vida, Sin categorizar
El apóstol Pablo escribe a los cristianos de la región de Galacia, que habían recibido de él el anuncio del Evangelio, pero ahora les recrimina que no han comprendido el sentido de la libertad cristiana. Para el pueblo de Israel, la libertad es un don de Dios: Él lo sacó de la esclavitud en Egipto, lo condujo hacia una nueva tierra y estipuló con él un pacto de fidelidad recíproca. Del mismo modo, Pablo afirma con fuerza que la libertad cristiana es un don de Jesús, pues Él nos da la posibilidad de convertirnos, en Él y como Él, en hijos de Dios, que es Amor. También nosotros, imitando al Padre como Jesús nos enseñó y mostró con su vida , podemos aprender la misma actitud de misericordia para con todos, poniéndonos al servicio de los demás. Para Pablo, este aparente sinsentido de la «libertad de servir» se resuelve por el don del Espíritu que Jesús hizo a la humanidad con su muerte en la cruz. En efecto, el Espíritu es el que nos da la fuerza de salir de la prisión de nuestro egoísmo –con su lastre de división, injusticia, traición y violencia– y nos guía hacia la verdadera libertad. «En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí». La libertad cristiana, además de ser un regalo, es también un compromiso. En primer lugar, el compromiso de acoger al Espíritu en nuestro corazón, haciéndole sitio y reconociendo su voz en nosotros. Escribía Chiara Lubich: «[…] Ante todo debemos ser cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros; llevamos en lo más íntimo un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta de ello suficientemente. […] Además, a fin de poder oír y seguir su voz, hemos de decir no […] a las tentaciones, atajando de raíz sus insinuaciones; sí a las tareas que Dios nos ha encomendado; sí al amor a todos los prójimos; sí a las pruebas y a las dificultades que nos salen al paso… Si lo hacemos, el Espíritu Santo nos guiará y dará a nuestra vida cristiana ese sabor, ese vigor, esa garra, esa luminosidad que no puede tener si no es auténtica. De ese modo, también quienes están cerca se darán cuenta de que no solo somos hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios» . Pues el Espíritu nos llama a apartar nuestro yo del centro de nuestras preocupaciones, para acoger, escuchar y compartir los bienes materiales y espirituales, perdonar o preocuparnos de de todo tipo de personas en las distintas situaciones que vivimos cada día. Y esta actitud nos permite experimentar el fruto característico del Espíritu: el progreso de nuestra humanidad hacia la verdadera libertad, pues pone de manifiesto y hace que florezcan en nosotros capacidades y recursos que quedarían para siempre sepultadas y desconocidas si vivimos replegados en nosotros mismos. Cada acción nuestra es, pues, una ocasión inexcusable para decir no a la esclavitud del egoísmo y sí a la libertad del amor. «En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí». Quien acoge de corazón la acción del Espíritu contribuye además a construir relaciones humanas positivas por medio de todas sus actividades cotidianas, tanto familiares como sociales. Carlo Colombino es empresario, marido y padre, y tiene una empresa en el norte de Italia . Una cuarta parte de sus sesenta empleados no son italianos, y algunos de ellos arrastran experiencias dramáticas. Al periodista que lo entrevista, le cuenta: «También el puesto de trabajo puede y debe favorecer la integración. Me dedico a actividades de extracción, de reciclado de material de construcción, y tengo responsabilidades con el entorno, con el territorio donde vivo. Hace unos años la crisis golpeó duramente: ¿salvamos la empresa, o a las personas? Trasladamos a varias personas, hablamos con ellas, buscamos la solución menos dolorosa, pero fue dramático, como para no dormir por las noches. Este trabajo podía hacerlo mejor o peor, y procuré hacerlo lo mejor posible. Aposté por el contagio positivo de ideas. Una empresa que solo piensa en la facturación, en los números, tiene un futuro de cortas miras: en el centro de toda actividad está el ser humano. Soy creyente y estoy convencido de que una síntesis entre empresa y solidaridad no es una utopía» . Activemos, pues, con valentía nuestra llamada personal a la libertad en el lugar donde vivimos y trabajamos. Así permitiremos que el Espíritu alcance y renueve también la vida de muchas otras personas a nuestro alrededor, impulsando la historia hacia horizontes de «alegría, paz, paciencia, afabilidad…». Letizia Magri
Mar 27, 2018 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta frase de Jesús forma parte de un largo diálogo con el gentío que vio el signo de la multiplicación de los panes y que lo sigue, aunque solo sea para seguir recibiendo de Él alguna ayuda material. Jesús, a partir de su necesidad inmediata, poco a poco va llevando el discurso hacia su misión: ha sido enviado por el Padre para dar a los hombres la verdadera vida, la eterna, es decir, la misma vida de Dios, que es Amor. Él se acerca a todos los que se le cruzan por los caminos de Palestina sin eludir las peticiones de comida, de agua, de curación ni de perdón; es más, comparte cualquier necesidad y devuelve la esperanza a cada uno. Por eso puede pedir luego un paso más, puede invitar a quienes lo escuchan a acoger la vida que nos ofrece, a entrar en relación con Él, a darle confianza, a tener fe en Él. Comentando precisamente esta frase del Evangelio, Chiara Lubich escribió: «Jesús aquí responde a la aspiración más profunda del hombre. El hombre ha sido creado para la vida; la busca con todas sus fuerzas. Pero su gran error es buscarla en las criaturas o en las cosas creadas, las cuales, siendo limitadas y pasajeras, no pueden dar una verdadera respuesta a la aspiración del hombre. … Solo Jesús puede saciar el hambre del ser humano. Solo Él puede darnos la vida que no muere, porque Él es la Vida» «En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna». La fe cristiana es ante todo fruto de un encuentro personal con Dios, con Jesús, que no desea otra cosa que hacernos partícipes de su misma vida. La fe en Jesús es seguir su ejemplo y no vivir replegados en nosotros mismos, en nuestros miedos, en nuestros programas limitados, sino más bien dirigir nuestra atención a las necesidades de los demás: necesidades concretas a causa de la pobreza, la enfermedad o la marginación, pero sobre todo la necesidad de escucha, de comunión y de acogida. De este modo podremos comunicar a los demás, con nuestra vida, el mismo amor que hemos recibido como don de Dios. Y para fortalecer nuestro camino, Él nos ha dejado también el gran don de la Eucaristía, signo de un amor que se da a sí mismo para dar vida al otro. «En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna». Cuántas veces al día damos confianza a las personas que nos rodean: al profesor que enseña a nuestros hijos, al taxista que nos lleva a nuestro destino, al médico que debe tratarnos… No se puede vivir sin confianza, y esta se consolida con trato, la amistad, la relación que se afianza con el tiempo. Entonces, ¿cómo vivir la Palabra de vida de este mes? Siguiendo con su comentario, Chiara Lubich nos invita a reavivar nuestra elección y adhesión total a Jesús: «… Y ya sabemos cuál es el camino para llegar allí: …poner en práctica con especial ahínco esas palabras suyas que nos recuerdan las distintas circunstancias de la vida. Por ejemplo: ¿nos encontramos con un prójimo? «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22, 39). ¿Tenemos un sufrimiento? «Quien quiera venir en pos de mí… tome su cruz» (cf. Mt 16, 24), etc. Entonces las palabras de Jesús se iluminarán y Jesús entrará en nosotros con su verdad, su fuerza y su amor. Nuestra vida será cada vez más un vivir con Él, un hacer todo junto con Él. Y ni siquiera la muerte física que nos espera podrá asustarnos, porque con Jesús ya ha dado inicio en nosotros la vida verdadera, la vida que no muere» Letizia Magri
Feb 26, 2018 | Palabra de vida, Sin categorizar
El rey y profeta David, autor de este salmo, está agobiado por la angustia y la pobreza y se siente en peligro frente a sus enemigos. Querría encontrar un camino para salir de esta situación dolorosa, pero siente su impotencia. Entonces eleva sus ojos hacia el Dios de Israel, que desde siempre ha protegido a su pueblo, y lo invoca con esperanza para que acuda en su ayuda. La Palabra de vida de este mes subraya en particular su petición de conocer los caminos y las sendas del Señor, como luz para nuestras propias decisiones, sobre todo en los momentos difíciles. «Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas». También a nosotros nos sucede que tenemos que tomar decisiones en la vida que afectan a la conciencia y a toda nuestra persona; a veces tenemos muchos posibles caminos ante nosotros y no estamos seguros de cuál es el mejor; otras veces nos parece que no hay ninguno… Buscar un camino por el que avanzar es profundamente humano, y a veces necesitamos pedirle ayuda a alguien a quien consideramos amigo. La fe cristiana nos lleva a entrar en la amistad con Dios: Él es el Padre que nos conoce íntimamente y que gusta de acompañarnos en nuestro camino. Todos los días Él nos invita a cada uno de nosotros a emprender libremente una aventura teniendo como brújula el amor desinteresado por Él y por todos sus hijos. Los caminos y sendas son también ocasiones de conocer a otros viajeros, de descubrir nuevas metas que compartir. El cristiano nunca es una persona aislada, sino que forma parte de un pueblo en camino hacia el designio de Dios Padre sobre la humanidad, que Jesús nos reveló con sus palabras y con toda su vida: la fraternidad universal, la civilización de la unidad. «Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas». Y los caminos del Señor son audaces, a veces parecen llevarnos al límite de nuestras posibilidades, como puentes colgantes entre paredes de roca. Estos caminos desafían hábitos egoístas, prejuicios, la falsa humildad, y nos abren horizontes de diálogo, encuentro y compromiso por el bien común. Sobre todo nos reclaman un amor siempre nuevo, arraigado en la roca del amor y de la fidelidad de Dios para con nosotros y capaz de llegar hasta el perdón. Es la condición irrenunciable para entablar relaciones de justicia y de paz entre personas y entre pueblos. También el testimonio de un gesto de amor sencillo pero auténtico puede iluminar el camino en el corazón de los demás. En Nigeria, durante un encuentro en el que jóvenes y adultos podían compartir sus experiencias de amor evangélico, una niña, Maya, contó: «Ayer, mientras estábamos jugando, un niño me empujó y me caí. Me dijo “perdón” y le perdoné». Estas palabras abrieron el corazón de un hombre cuyo padre había sido asesinado por Boko Haram: «Miré a Maya. Si ella, que es una niña, puede perdonar, significa que también yo puedo hacer lo mismo». «Muéstrame tus caminos, Yahvé, enséñame tus sendas» Si queremos encomendarnos a un guía de confianza en nuestro camino, recordemos que el propio Jesús dijo de sí mismo: «Yo soy el camino…» (Jn 14, 6). Dirigiéndose a los jóvenes en Santiago de Compostela en la Jornada Mundial de la Juventud de 1989, Chiara Lubich los animó con estas palabras: «[…] Al definirse a sí mismo como “el Camino”, quiso decir que debemos caminar como Él caminó […]. Se puede decir que el camino que recorrió Jesús tiene un nombre: amor […] El amor que Jesús vivió y llevó es un amor especial y único. […] Es el mismo amor que arde en Dios. […] Pero ¿a quién amar? Ciertamente, amar a Dios es nuestro primer deber. Y luego: amar a cada prójimo. […] »De la mañana a la noche, cada relación con los demás hay que vivirla con este amor. En casa, en la universidad, en el trabajo, en los campos de deporte, en vacaciones, en la iglesia o por la calle, debemos aprovechar las distintas ocasiones para amar a los demás como a nosotros mismos, viendo a Jesús en ellos, sin descuidar a nadie; es más, siendo los primeros en amar a todos. […] Entrar lo más profundamente posible en el ánimo del otro; comprender de verdad sus problemas, sus exigencias, sus tropiezos y también sus alegrías, para poder compartir con ellos todo. […] Hacerse, en cierto modo, el otro. Como Jesús, el cual, siendo Dios, por amor se hizo hombre como nosotros. Así el prójimo se siente comprendido y aliviado, porque hay alguien que lleva con él sus pesos, sus penas, y comparte sus pequeñas alegrías. »“Vivir el otro”, “vivir los otros”: este es un gran ideal, es superlativo […]». Letizia Magri
Ene 28, 2018 | Palabra de vida, Sin categorizar
El apóstol Juan escribe el Libro del Apocalipsis para consolar y animar a los cristianos de su tiempo ante las persecuciones que se habían difundido en aquella época. Este libro, lleno de imágenes simbólicas, revela la visión de Dios sobre la historia y su cumplimiento final: su victoria definitiva sobre todo poder del mal. Este libro es la celebración de una meta, de un fin pleno y glorioso que Dios destina a la humanidad. Es la promesa de la liberación de todo sufrimiento: Dios mismo «enjugará toda lágrima […], y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21, 4). «Al que tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente»[1]. Esta perspectiva tiene sus brotes en el presente para quienes ya hayan comenzado a vivir buscando sinceramente a Dios y su Palabra, que nos manifiesta sus proyectos; para quien siente arder en él la sed de verdad, de justicia y de fraternidad. Sentir sed, estar en búsqueda es para Dios una característica positiva, un buen inicio, y Él nos promete incluso la fuente de la vida. El agua que Dios promete se ofrece gratuitamente. De modo que no solo se ofrece a quien espera ser grato a los ojos de Él con su esfuerzo, sino a cualquiera que sienta el peso de su debilidad y se abandone a su amor con la seguridad de ser sanado y de encontrar así la vida plena, la felicidad. Preguntémonos pues: ¿de qué tenemos sed? Y ¿a qué fuentes vamos a apagarla? «Al que tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente». Quizá tengamos sed de que nos acepten, de tener un lugar en la sociedad, de realizar nuestros proyectos… Aspiraciones legítimas pero que pueden empujarnos a los pozos contaminados del egoísmo, de la cerrazón en nuestros intereses personales e incluso al abuso sobre los más débiles. Las poblaciones que sufren la escasez de pozos con agua pura conocen bien las consecuencias desastrosas de la carencia de este recurso indispensable para garantizar vida y salud. Y sin embargo, excavando más adentro en nuestro corazón, encontraremos otra sed que el mismo Dios ha puesto ahí: vivir la vida como un don recibido y que hay que dar. Acudamos, pues, a la fuente pura del Evangelio, liberándonos de esos detritus que tal vez la recubran, y dejémonos transformar también nosotros en fuentes de amor generoso, acogedor y gratuito para los demás, sin pararnos ante las inevitables dificultades del camino. «Al que tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente». Además, cuando ponemos en práctica entre cristianos el mandamiento del amor recíproco, permitimos a Dios intervenir de un modo muy especial, como escribe Chiara Lubich: «Cada instante en que tratamos de vivir el Evangelio es una gota de esa agua viva que bebemos. Cada gesto de amor por nuestro prójimo es un sorbo de esa agua. Sí, porque esa agua tan viva y preciosa tiene esta particularidad: brota en nuestro corazón cada vez que lo abrimos al amor por todos. Es una fuente –la de Dios– que da agua en la medida en que su veta profunda sirve para calmar la sed de los demás con pequeños o grandes actos de amor. […] Y si seguimos dando, esta fuente de paz y de vida dará agua cada vez más abundante, sin secarse nunca. Y hay otro secreto más que Jesús nos reveló, una especie de pozo sin fondo al que acudir. Cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, Él está en medio de ellos. Y entonces nos sentimos libres, llenos de luz, y torrentes de agua viva brotan de nuestro seno. Es la promesa de Jesús, que se hace realidad porque de Él mismo, presente en medio de nosotros, mana agua que quita la sed para la eternidad»[2].
LETIZIA MAGRI
[1] En el mes de febrero proponemos esta Palabra de Dios que un grupo de hermanos y hermanas de distintas Iglesias ha elegido en Alemania para vivir a lo largo de todo el año. [2] Cf. C. Lubich, «Ser gotas de agua viva», en Ciudad Nueva 385 (3/2002), p. 24.