Movimiento de los Focolares

julio de 2008

¿Has experimentado alguna vez una sed de infinito? ¿Has sentido alguna vez en tu corazón el deseo ardiente de abrazar la inmensidad? ¿O tal vez has advertido en algún momento, en lo más íntimo de ti, la insatisfacción por todo lo que haces y por lo que eres?
Si es así, te gustará encontrar una fórmula que te dé la plenitud que anhelas: algo que no te deje sinsabores por los días que se van medio vacíos…
Hay una frase del Evangelio que nos deja pensando y que, apenas la comprendemos un poco, nos hace exultar de alegría. En ella está concentrado todo cuanto debemos hacer en la vida. Resume todas las leyes impresas por Dios en el fondo del corazón de cada hombre. Escúchala: Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas.
Esa frase se llama “la regla de oro”. La trajo Jesús, pero ya era conocida universalmente. El Antiguo Testamento la poseía, y es patrimonio de todas las grandes religiones mundiales. Eso denota la importancia que tiene para Dios: hasta qué punto Él quiere que todos los hombres la conviertan en norma de su vida. Cuando se lee es bonita y suena como un eslogan. Escúchala de nuevo:

“Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos”

Amemos así a cualquier prójimo –hombre o mujer– que encontremos durante el día.
Imaginémonos que estamos en su situación y tratémoslo como quisiéramos ser tratados nosotros en su lugar. La voz de Dios que habita dentro de nosotros nos sugerirá la expresión de amor adecuada para cualquier circunstancia.
¿Tiene hambre? Pensemos: soy yo quien lo tiene. Y démosle de comer. ¿Sufre injusticias? ¡Soy yo quien las sufre! ¿Está en la oscuridad o en la duda? Soy yo quien lo está. Digámosle palabras de consuelo y compartamos sus sufrimientos, y no nos quedemos tranquilos hasta que no esté iluminado y aliviado. Nosotros quisiéramos ser tratados así. ¿Es un discapacitado? Quiero amarlo hasta el punto de sentir en mi cuerpo y en mi corazón su limitación física, y el amor me sugerirá el modo exacto de actuar para que se sienta igual que los demás, es más, con una gracia mayor, porque los cristianos sabemos cuánto vale el dolor.
Y así con todos, sin discriminación alguna entre el simpático y el antipático, entre el joven y el anciano, entre el amigo y el enemigo, entre el compatriota y el extranjero, entre el lindo y el feo… El Evangelio quiere decir a todos.
Me parece oír un murmullo general… Comprendo… Quizá mis palabras parezcan simples, pero ¡qué transformación exigen! ¡Qué lejanas están de nuestro modo habitual de pensar y de actuar! Pero, ¡ánimo! Intentémoslo. Un día empleado de este modo vale una vida. Y por la noche ya no nos reconoceremos a nosotros mismos. Una alegría desconocida nos invadirá. Una fuerza nos investirá. Dios estará con nosotros, porque está con quienes aman. Los días se irán sucediendo con plenitud.
Quizás a veces aflojemos, estemos tentados de desanimarnos, de claudicar. Y desearíamos volver a la vida de antes… ¡Pero no! ¡Ánimo! Dios nos da la gracia.
Volvamos a empezar siempre. Si perseveramos, veremos cambiar lentamente el mundo a nuestro alrededor. Comprenderemos que el Evangelio contiene la vida más fascinante, enciende la luz en el mundo, da sabor a nuestra existencia, contiene el principio para resolver todos los problemas.
Y no estaremos tranquilos hasta que no comuniquemos nuestra extraordinaria experiencia a otros: a los amigos que puedan comprendernos, a los familiares, a todo aquél a quien nos sintamos impulsados a dársela.
Renacerá la esperanza.

“Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos”

Chiara Lubich

Texto publicado en La doctrina espiritual, Buenos Aires, 2006, p. 162.

 

junio 2008

Es suficiente con amar

Cuando se ama se querría estar siempre con la persona amada. Dios también tiene ese deseo, porque es Amor. Nos creó para que pudiéramos encontrarlo. No seremos plenamente felices hasta que no alcancemos una íntima unión con él, el único que puede saciar nuestro corazón. Bajó del cielo para estar con nosotros e introducirnos en su comunión.
Juan, en su carta, habla de “permanecer” el uno en el otro, Dios en nosotros y nosotros en él, recordando la exigencia más profunda que Jesús manifestó en la última cena: “Permanezcan en mí y yo en ustedes”. Así había dicho el Maestro, explicando con la alegoría de la vid y de los sarmientos lo fuerte que es el vínculo que nos une a él. (1)
¿Cómo podemos alcanzar la unión con Dios? Juan no demuestra perplejidad: basta con observar sus mandamientos:

“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”

¿Son muchos los mandamientos que hay que observar para llegar a esta unidad? No, desde el momento en que Jesús los condensó en un solo mandato. “Este es mi mandamiento – recuerda Juan antes de anunciar la Palabra de vida que elegimos para este mes–: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos mandó.” (2)
Que creamos en Jesús y nos amemos como él nos amó: he aquí el único precepto. Si la existencia humana encuentra su cumplimiento cuando Dios habita entre nosotros, hay un solo modo para llegar a ser nosotros mismos: amar. Juan está tan convencido que sigue repitiéndolo durante toda su carta: “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (3); “si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros…” (4).
Con respecto a esto, la tradición cuenta que cuando era ya anciano y le preguntaban sobre las enseñanzas del Señor, repetía siempre las palabras del mandamiento nuevo. Si le preguntaban por qué Juan no hablaba de otras cosas, respondía: “¡Porque es el mandamiento del Señor! Si se lo practica, es suficiente.”
Del mismo modo sucede con cada Palabra de Vida: conduce irremediablemente a amar. No podría ser de otra forma, porque Dios es Amor y su Palabra contiene al amor, lo expresa y, si se la vive, transforma todo en amor.

“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”

La Palabra de este mes nos invita a que creamos en Jesús, a que adhiramos con todo nuestro ser a su Persona y a su enseñanza. A que creamos que él es el amor de Dios – como nos enseña Juan en esta carta – y que por amor dio la vida por nosotros . Que creamos en él aun cuando parezca lejano, cuando no lo sintamos, cuando se presenten dificultades o llegue el dolor…
Si nos fortalecemos con esta fe, sabremos vivir siguiendo su ejemplo y, obedeciendo a su mandamiento, sabremos amarnos como él nos amó. Amar aún cuando el otro no nos parezca amable, cuando tengamos la impresión de que nuestro amor es inadecuado, inútil; cuando no es correspondido. De esta forma haremos revivir nuestros vínculos, cada vez más sinceros, más profundos, y nuestra unidad permitirá que Dios habite entre nosotros.

“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”

“Durante los primeros años de matrimonio, mi marido y yo estábamos enamorados y era muy fácil la relación entre nosotros. Este último tiempo él está muy cansado y estresado. En Japón el trabajo pesa en las espaldas de un hombre como si fuera un yugo.
Una noche, al regresar del trabajo, se sentó a la mesa a cenar. Intenté sentarme junto a él, pero me gritó que me fuera: ‘¡No tienes derecho a comer, porque no trabajas!’. Me pasé la noche llorando, rumiando la idea de irme de casa, de separarme. Al día siguiente me asaltaban mil pensamientos: ‘Me equivoqué casándome con él, no puedo más vivir a su lado’.
Esa tarde hablé con algunas amigas con quienes comparto mi vida cristiana. Me escucharon con amor y de la comunión con ellas reencontré la fuerza y la valentía necesarias para seguir. Una vez más, le preparé la cena mi marido. A medida que se acercaba la hora de que volviera a casa, mi temor aumentaba: ¿cómo reaccionará hoy? Pero una voz adentro me decía: ‘Acoge este dolor, no aflojes. Sigue amando’. Abrió la puerta y vi que me había traído una torta: ‘Perdóname – me dijo – por lo que pasó ayer”.

Chiara Lubich

1 Cf. Jn. 15, 1-5
2 1 Jn. 3, 23
3 Ibid. 4, 16
4 Ibid. 4. 12

 

Mayo 2008

“Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” También hoy, como en los tiempos de Pablo, Jesús resucitado, el Señor, sigue actuando en la historia, y en particular en la comunidad cristiana a través del Espíritu Santo. Él nos permite comprender el Evangelio en toda su novedad, y lo escribe en nuestros corazones para que sea nuestra ley de vida. No somos guiados por leyes impuestas desde afuera, no somos esclavos sometidos a disposiciones de las que no estamos convencidos y que no compartimos. El cristiano es movido por un principio de vida interior, que el Espíritu ha depositado en él con el bautismo, por su voz, que repite las palabras de Jesús haciéndolas comprender en toda su belleza, expresión de vida y de gozo: las vuelve actuales, enseña cómo vivirlas y al mismo tiempo infunde la fuerza para ponerlas en práctica. Es el mismo Señor el que, gracias al Espíritu Santo, viene a vivir y a actuar en nosotros, haciéndonos Evangelio vivo. Ser guiados por el Señor, por su Espíritu, por su Palabra: ¡ésta es la verdadera libertad! Coincide con la realización más profunda de nuestro yo.

“Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad”

 Todos sabemos que, para que el Espíritu Santo actúe, se requiere plena disponibilidad para escucharlo –dispuestos a cambiar nuestra mentalidad, si fuera necesario– y luego adherir plenamente a su voz. Es fácil dejarse esclavizar por las presiones que ejercen las costumbres y convenciones sociales, que pueden inducir a opciones equivocadas. Para vivir la Palabra de Vida de este mes es necesario aprender a decir un no decidido a lo negativo que aflora de nuestro corazón cada vez que nos sentimos tentados a acomodarnos a formas de actuar que no son conformes al Evangelio. Y, a su vez, aprender a decir un sí convencido a Dios cada vez que él nos llama a vivir en la verdad y en el amor. Descubriremos, entonces, el vínculo que existe entre la cruz y el Espíritu, como entre causa y efecto. Cada corte, cada poda, cada no a nuestro egoísmo es fuente de luz nueva, de paz, de gozo, de amor, de libertad interior, de realización de uno mismo; es una puerta abierta al Espíritu. En este tiempo de Pentecostés él nos podrá brindar con mayor abundancia sus dones; podrá guiarnos; seremos reconocidos como verdaderos hijos de Dios. Estaremos cada vez más libres del mal, cada vez más libres para amar.

“Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” Esa es la libertad que encontró un funcionario de las Naciones Unidas durante la última misión que tuvo a cargo en los países balcánicos. Le habían encomendado un trabajo gratificante, aunque muy comprometido. Una de las mayores dificultades para él eran los largos períodos lejos de su familia. Además, cuando volvía a casa le resultaba muy difícil dejar atrás la carga de su trabajo y dedicarse a su esposa e hijos. Inesperadamente, lo trasfirieron a otra ciudad de esa misma región, donde era impensable llevar consigo a su familia porque, a pesar de los acuerdos de paz recién firmados, las hostilidades continuaban. ¿Qué hacer? ¿Qué era más valioso, la carrera o la familia? Conversó largamente con su esposa, quien comparte su compromiso de vida cristiana. Pidieron luz al Espíritu Santo y juntos buscaron la voluntad de Dios. Al fin, la decisión: dejar ese trabajo tan codiciado. Decisión realmente insólita en ese ambiente profesional. “La fuerza para esa elección – cuenta él mismo – fue fruto del amor recíproco con mi esposa, quien nunca me hizo pesar los inconvenientes que le ocasionaba. Por mi parte, al buscar el bien de mi familia, más allá de las seguridades económicas, encontré la libertad interior”. Chiara Lubich

abril 2008

“… hasta que sea infundido en nosotros un espíritu desde lo alto. Entonces el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque”. Con estas palabras comienza el texto del cual se extrajo la Palabra de Vida de este mes. El profeta Isaías, en la segunda mitad del siglo VIII antes de Cristo, anuncia un futuro de esperanza para la humanidad, casi una nueva creación, un nuevo “vergel”, habitado por el derecho y la justicia, capaces de generar paz y seguridad.

Esta nueva era de paz (shalom) será obra del Espíritu divino, una fuerza vital capaz de renovar la creación, y consecuencia del respeto del pacto entre Dios y su pueblo y entre los integrantes del mismo pueblo, en el que la comunión con Dios y la comunidad de los hombres serán inseparables.
Las palabras de Isaías evocan la necesidad de un compromiso serio y responsable de seguir las normas comunes de la convivencia civil que impiden el individualismo egoísta y la ciega arbitrariedad, favorecen la coexistencia armoniosa y la laboriosidad orientada al bien común.

“La obra de la justicia será la paz, y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad para siempre” (Is, 32,17)

¿Será posible vivir y practicar el derecho de manera justa? Sí, si se reconocen a todas las personas como a otros tantos hermanos y hermanas y se ve a la humanidad como una familia, en el espíritu de la fraternidad universal.
Ahora bien, ¿cómo verla así sin la presencia de una Padre para todos? Podría decirse que El ya ha inscripto la fraternidad universal en el ADN de cada persona. En efecto, el primer deseo de un padre es que los hijos se traten como hermanos y hermanas, y quieran el bien el uno del otro, se amen. Por eso el “Hijo” por excelencia del Padre, el Hermano de todo hombre, vino y nos dejó como norma de vida social el amor recíproco. Es expresión de amor respetar las reglas de la convivencia, cumplir con el deber. El amor es la norma última de cualquier acción; es lo que anima a la verdadera justicia y procura la paz. Las naciones necesitan leyes cada vez más adecuadas a las necesidades de la vida social e internacional, pero sobre todo tienen necesidad de hombres y mujeres que ordenen la caridad en su interior. Ese orden es justicia, y sólo en ese orden las leyes tienen valor.

“La obra de la justicia será la paz, y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad para siempre” (Is, 32,17)

¿Cómo vivir, entonces, la Palabra de Vida de este mes? Poniendo más empeño en los deberes profesionales, en la ética, en la honestidad, en la legalidad. Reconociendo en los demás a personas de la misma familia que esperan de nosotros atención, respeto, cercanía solidaria.
Si tu vida, tus relaciones con el prójimo, se fundamentan en la mutua y continua caridad (que precede a todas las cosas), como la expresión más plena de tu amor a Dios, entonces tu justicia verdaderamente agradará a Dios.
Un guarda municipal del Sur de Italia que eligió compartir la situación de las personas más cadenciadas de la ciudad, tomó la decisión de ir a vivir con su familia a uno de los barrios formados recientemente: calles de tierra, sin iluminación pública, sin agua corriente ni cloacas; sin servicios civiles ni transporte público.

“Fuimos tratando de crear con cada familia y habitante del barrio – cuenta – una relación de conocimiento y de diálogo, tratando de restablecer el tejido roto entre los ciudadanos y la administración pública. Poco a poco, los casi tres mil habitantes se fueron convirtiendo en sujetos activos en la relación con las instituciones pública, por medio de un comité creado con ese objetivo.
Se llegó a obtener de la administración regional la adjudicación pública de una suma considerable para el saneamiento del barrio, que se ha convertido en un barrio-piloto y ha dado vida a actividades formativas para los representantes de todos los comités de barrio de la ciudad”.

Chiara Lubich

marzo 2008

Esta es una maravillosa palabra de Jesús que, en cierto sentido, todo cristiano puede repetir para sí mismo y que, si la pone en práctica, está en condiciones de llevarlo muy lejos en el Santo Viaje de la vida.
Jesús, sentado junto al pozo de Jacob, en Samaría, está concluyendo su diálogo con la samaritana. Los discípulos, que vuelven de la ciudad cercana, donde fueron a comprar provisiones, se asombran de que el Maestro esté hablando con una mujer, pero ninguno le pregunta por qué lo hace y, cuando la samaritana se va, lo invitan a comer. Jesús intuye sus pensamientos y les explica el motivo de aquella conversación, respondiéndoles: “Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen”.
Los discípulos no comprenden: piensan en el alimento material y se preguntan entre ellos si, durante su ausencia, alguien le ha traído de comer al Maestro. Entonces Jesús les dice abiertamente esta frase:

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Todos los días tenemos necesidad de alimento para mantenernos con vida. Jesús no lo niega. Y aquí habla precisamente de su necesidad natural, pero lo hace para afirmar la existencia y la exigencia de otro alimento, de un alimento más importante, del cual él no puede prescindir.
Jesús bajó del Cielo para hacer la voluntad de aquel que lo envió a llevar  a cabo su obra. No tiene ideas o proyectos suyos más que los del Padre. Las palabras que pronuncia, las obras que realiza, son las del Padre. No hace su  propia voluntad sino la de aquel que lo ha enviado. Esa es la vida de Jesús. Realizarla es lo que sacia su hambre. Al hacer su voluntad, se alimenta.
La adhesión plena a la voluntad del Padre es lo que caracteriza su vida, hasta la muerte de cruz, donde verdaderamente habrá llevado a cabo en plenitud la obra que el Padre le había confiado.

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Jesús considera la voluntad del Padre como su alimento, porque al actuarla, “asimilarla”, “comerla”, al identificarse con ella, recibe de ella la Vida.
Pero ¿cuál es la voluntad del Padre, esa obra suya que Jesús tiene que llevar a cabo? Es procurarle al hombre la salvación, darle la Vida que no muere.
Pues bien, un momento antes, con su conversación y su amor, Jesús le acababa de comunicar a la samaritana un germen de esa Vida. En efecto, los discípulos podrán ver muy pronto cómo esa Vida brota y se extiende, porque la samaritana comunicará la riqueza descubierta y recibida a otros samaritanos: “Vengan a ver a un hombre que… ¿No será el Mesías?”1.
Jesús, hablándole a la samaritana, revela el plan de Dios, que es Padre: que todos los hombres reciban el don de su vida. Esa es la obra que a Jesús le apremia llevar a cabo, para confiarla luego a sus discípulos, a la Iglesia.

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

¿Podemos nosotros vivir esta Palabra tan típica de Jesús, que refleja de modo tan particular su ser, su misión, su celo? Por cierto: será necesario que vivamos también nosotros nuestro ser hijos del Padre por la vida que Cristo nos ha comunicado, y alimentar así nuestra vida con su voluntad.
Lo podemos hacer llevando a cabo lo que él quiere de nosotros a cada momento de manera perfecta, como si no tuviéramos otra cosa que hacer. En efecto, Dios no quiere más que eso.
Alimentémonos, entonces, de lo que Dios nos pide en cada instante y experimentaremos que esta manera de actuar nos sacia: nos da paz, alegría, felicidad, nos da un anticipo –y no es exagerado decirlo– de la felicidad eterna.
Así contribuiremos también nosotros, con Jesús, a que se realice día a día la obra del Padre. Será la mejor manera de vivir la Pascua.

Chiara Lubich

1) Evangelio de Juan 4, 29.

Febrero 2008

Jesús, rodeado por la multitud, sube a la montaña y proclama su célebre discurso. Sus primeras palabras, “Felices los que tienen alma de pobres, los pacientes…”, muestran enseguida la novedad del mensaje que ha venido a traer.

Son palabras de luz, de esperanza que Jesús trasmite a sus discípulos para que sean iluminados y su vida adquiera sabor y significado. Transformados por este gran mensaje, son invitados a trasmitir a su vez a otros las enseñanzas recibidas y convertidas en vida.

“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”

Nuestra sociedad necesita, hoy más que nunca, conocer las palabras del Evangelio y dejarse transformar por ellas. Jesús tiene que poder repetir nuevamente: nos se irriten con sus hermanos; perdonen y se les perdonará; digan la verdad a tal punto que no tengan necesidad de hacer juramentos; amen a sus enemigos; reconozcan que tienen un solo Padre y que son todos hermanos y hermanas; todo lo que quieran que los demás hagan por ustedes, háganlo ustedes por ellos. Éste es el sentido de algunas de las muchas palabras del “Sermón de la Montaña” que, si se las viviese, bastarían para cambiar el mundo.

Jesús nos invita a anunciar su Evangelio. Sin embargo, antes de “enseñar” sus palabras, nos pide “observarlas”. Para ser creíbles debemos convertirnos en “expertos” del Evangelio, un “Evangelio vivo”. Sólo entonces podremos ser testimonios con la vida y enseñarlo con la palabra.

“El que cumpla y enseñe (estos mandamientos), será considerado grande en el Reino de los Cielos”

¿Cuál es la mejor manera de vivir esta Palabra? Hacer que Jesús mismo sea quien nos enseñe, atrayéndolo a nosotros y entre nosotros con nuestro amor recíproco. Él será quien nos sugiera las palabras para acercarnos a los demás, quien nos indique el camino, quien nos abra resquicios para entrar en el corazón de los hermanos, para dar testimonio de él en cualquier lugar que estemos, aún en los ambientes más difíciles y en las situaciones más intrincadas. Veremos que el mundo, esa pequeña parte de mundo donde vivimos, se transforma, se convierte a la concordia, a la comprensión, a la paz.

Lo importante es tener viva su presencia entre nosotros con nuestro amor recíproco, ser dóciles para escuchar de su voz, la voz de la conciencia, que, si sabemos hacer callar a las demás, siempre nos habla.

Él nos enseñará cómo observar con alegría y creatividad incluso los preceptos “mínimos”, para cincelar así con perfección nuestra vida de unidad. Que se pueda repetir de nosotros, como un día se decía de los primeros cristianos: “Mira cómo se aman, y están dispuestos a morir el uno por el otro” (1). De cómo nuestras relaciones son renovadas por el amor se podrá ver que el Evangelio es capaz de generar una sociedad nueva.

No podemos guardar sólo para nosotros el don recibido. “¡Ay de mí, si no predicara el Evangelio!”, estamos llamados a repetir con San Pablo (2). Si nos dejamos guiar por la voz interior, descubriremos nuevas posibilidades de comunicar, hablando, escribiendo, dialogando. Que el Evangelio vuelva a brillar a través de nuestras personas, en nuestras casas, en nuestras ciudades, en nuestros países. Florecerá también en nosotros una nueva vida; en nuestros corazones crecerá la alegría; resplandecerá mejor el Resucitado… y él nos considerará “grandes en su Reino”.

La vida de Ginetta Calliari es una muestra excelente de esto. Habiendo llegado a Brasil en 1959, con el primer grupo de los Focolares, quedó impactada al encontrarse bruscamente con las graves desigualdades de ese país. Entonces puso todo su empeño en el amor recíproco, viviendo las palabras de Jesús: “Él nos abrirá el camino”, decía. Con el paso del tiempo, junto a ella se desarrolló y consolidó una comunidad que hoy alcanza a centenares de miles de personas de toda condición y edad, entre habitantes de las favelas y miembros de clases acomodadas, que se ponen al servicio de los más pobres. Es así como se han podido concretar obras sociales que le han cambiado la cara a favelas en distintas ciudades. Un  pequeño “pueblo” unido que sigue mostrando que el Evangelio es verdadero. Esa es la dote que Ginetta se llevó consigo cuando partió para el Cielo.

Chiara Lubich

1) Tertuliano, Apologeticum, 39, 7; 2) Cf. 1 Cor. 9, 16.