Movimiento de los Focolares

Enero 2008

La “Semana de oración por la unidad de los cristianos” celebra este año su centenario. “El Octavario de oración por la unidad de los cristianos” tuvo lugar por primera vez en 1908. Sesenta años más tarde, en 1968, la Semana de oración por la unidad de los cristianos fue preparada conjuntamente por la Comisión Fe y Constitución (Consejo Ecuménico de Iglesias) y el Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos (Iglesia católica). Es así como cada año es de práctica común encontrarse juntos, cristianos católicos y de distintas Iglesias, para preparar un libreto con las sugerencias para la celebración de la Semana de oración.

La Palabra elegida este año por un amplio grupo ecuménico de Estados Unidos, ha sido tomada de la primera carta de san Pablo a los cristianos de Tesalónica, en Grecia. Se trataba de una comunidad pequeña, joven, y Pablo sentía la necesidad de que la unidad entre sus miembros fuera cada vez más sólida. Por eso los invitaba a “vivir en paz unos con otros” y a ser pacientes con todos, a no devolver mal por mal, sino a hacer el bien unos a otros y a todos, y también a “orar sin cesar”, como subrayando que la vida de unidad en la comunidad cristiana es posible únicamente a través de una vida de oración. Jesús mismo oró al Padre por la unidad de los suyos: “que todos sean una sola cosa”1.

“Oren sin cesar”

¿Por qué “orar sin cesar”? Porque la oración hace a la esencia de la persona en cuanto ser humano. Hemos sido creados a imagen de Dios, como un “tú” de Dios, en condiciones de estar en relación de comunión con él. La relación de amistad, el coloquio espontáneo, simple y verdadero con él –que es la oración– es por eso constitutivo de nuestro ser, hace posible que lleguemos a ser personas auténticas, en la plena dignidad de hijos e hijas de Dios.

Creados como un “tú” de Dios, podemos vivir en constante relación con él, con el corazón colmado de amor por el Espíritu Santo y la confianza que se le tiene al propio Padre: esa confianza que lleva a hablarle a menudo, a tenerlo al tanto de todas nuestras cosas, nuestras preocupaciones, nuestros proyectos; esa relación confidencial que hace que uno espere con impaciencia el momento dedicado a la oración – reservado en la jornada de otros compromisos de trabajo, de familia–, para ponernos en contacto profundo con Aquel por el que sabemos que somos amados.

Es necesario “orar sin cesar” no sólo por nuestras necesidades, sino también para contribuir a la edificación del Cuerpo de Cristo y a la plena y visible comunión en la Iglesia de Cristo. Este es un misterio que de alguna manera podemos intuir pensando en los vasos comunicantes: cuando se introduce agua nueva en uno de ellos, el nivel del líquido se eleva en todos. Lo mismo sucede cuando uno ora. La oración es una elevación del alma a Dios para adorarlo y agradecerle. De la misma manera, cuando uno se eleva, se elevan también los demás.

“Oren sin cesar”

¿Cómo hacer para “orar sin cesar”, especialmente cuando nos encontramos en la vorágine de la vida cotidiana? “Orar sin cesar” no significa multiplicar los actos de oración, sino orientar el alma y la vida a Dios, vivir cumpliendo su voluntad: estudiar, trabajar, sufrir, descansar y, también, morir por él. Hasta el punto de no poder vivir cada día sin estar en sintonía con él. Nuestra actividad se transforma entonces en acción sagrada y toda la jornada se convierte en oración.

Algo que nos puede ayudar es ofrecer a Dios cada acción acompañándola con un: “Por ti, Jesús”; o bien, en las dificultades: “¿Qué es lo que importa? Amarte importa”. Así lo transformaremos todo en un acto de amor. Y entonces la oración será continua, porque será continuo el amor.

Chiara Lubich

1) Evangelio según San Juan 17,21

Diciembre de 2007

Con estas palabras concluye una amplia sección de la Carta a los Romanos, en la cual San Pablo nos presenta la vida cristiana como una vida de amor a nuestros hermanos y hermanas. Éste es, en efecto, el nuevo culto espiritual que el cristiano está llamado a ofrecer a Dios bajo la guía del Espíritu Santo1, el cual se anticipa a suscitarlo en nuestros corazones.

Resumiendo el contenido de esta sección, el apóstol afirma que el amor al prójimo nos hace realizar plena y perfectamente la voluntad de Dios contenida en la Ley (es decir, en los Mandamientos). El amor a nuestros hermanos y hermanas es el modo más hermoso, más auténtico, de demostrar nuestro amor a Dios.

“El amor es la plenitud de la ley”

Pero ¿en qué consiste concretamente esa plenitud y perfección? Se lo comprende al leer los versículos precedentes, en los cuales el apóstol nos describe las distintas expresiones y los efectos de este amor.

Por lo pronto, el verdadero amor al prójimo no hace ningún mal. Además, nos hace vivir todos los Mandamientos de Dios, sin excluir ninguno, dado que su primer objetivo es el de hacernos evitar todas las formas de mal, hacia nosotros mismos y hacia nuestros hermanos y hermanas, en las que podríamos caer.

Además de no hacer mal a nadie, este amor nos impulsa también a realizar todo el bien que nuestro prójimo necesita.
Esta Palabra nos impulsa a un amor solidario y sensible a las necesidades, expectativas, derechos legítimos de nuestros hermanos y hermanas; a un amor respetuoso de la dignidad humana y cristiana; a un amor puro, comprensivo, capaz de compartir, abierto a todos, como nos ha enseñado Jesús.
Este amor no es posible si no se está dispuesto a salir del individualismo y de nuestra autosuficiencia. Por eso es un amor que nos ayuda a superar todas esas tendencias egoístas (soberbia, avaricia, lujuria, ambición, vanidad, etc.), que llevamos dentro de nosotros y que constituyen nuestro principal obstáculo.

“El amor es la plenitud de la ley”

¿Cómo vivir, entonces, la Palabra de Vida en este mes de Navidad? Teniendo presentes las distintas exigencias del amor al prójimo que ella menciona: en primer lugar, evitaremos así hacer el mal al prójimo en todas sus formas. Prestaremos atención constante a los mandamientos de Dios referidos a nuestra vocación, a nuestra actividad profesional, al ambiente en el cual vivimos. La primera condición para actuar el amor cristiano es la de no ir nunca contra los Mandamientos de Dios.

Por otra parte, prestaremos atención a lo que constituye el alma, el motivo, el objetivo de todos los Mandamientos. Cada uno de ellos nos quiere llevar, como hemos visto, a un amor cada vez más atento, cada vez más delicado y respetuoso, cada vez más concreto.
Al mismo tiempo, desarrollaremos en nosotros el espíritu de desapego de nosotros mismos, de superación de nuestros egoísmos, consecuentes con la práctica del amor cristiano. Así realizaremos “plenamente” la voluntad de Dios; le demostraremos nuestro amor del modo que a El más le agrada.

“El amor es la plenitud de la ley”

Ésta fue la experiencia de un abogado que se desempeña en el Ministerio de Trabajo. “Un día –cuenta– le presento al propietario de una empresa la denuncia de que los obreros no habían cobrado de acuerdo a las normas vigentes. Después de catorce días de búsqueda incesante, encuentro los documentos que atestiguan la irregularidad. Le pido a Jesús la fuerza para ser fiel a sus palabras –que exigen atenerme a la verdad– y ser, al mismo tiempo, instrumento de su amor. Ante las pruebas, el empresario se defiende diciendo que ciertas leyes le parecen injustas. Le hago notar que nuestros errores no pueden ser justificados por la incoherencia de los demás. Durante la conversación que entablamos me doy cuenta de que tiene las mismas exigencias de justicia e igualdad que yo, pero que se ha dejado llevar por su entorno. Al fin me dice: ‘Usted habría podido humillarme y maltratarme, pero no lo hizo. Por eso me siento en el deber moral de comenzar de nuevo’. Como tiene un compromiso que atender de inmediato, no le queda tiempo para la redacción del acta de infracción. Entonces toma una hoja, la firma en blanco  y me la entrega, como prueba de que está dispuesto a cambiar ya mismo”.

Chiara Lubich

 

Palabra de Vida Noviembre de 2007

Un aporte a la humanidad

Los cuarenta años de camino por el desierto fueron, para el pueblo de Israel, un tiempo de prueba y de gracia. Dios purificó su corazón y les mostró su amor inmenso.
Ahora que está por entrar en la Tierra Prometida, Moisés evoca la experiencia vivida. En particular recuerda el gran don que recibieron juntos, la ley de Dios, sintetizada en los Diez Mandamientos, e invita a todos a ponerla en práctica.
Mientras expone esas enseñanzas, Moisés se maravilla por la forma en que Dios se hizo cercano a su pueblo, se ocupó de él, le dio normas de vida tan sabias, y exclama:

“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?”

De diversas maneras y en distintos tiempos, Dios ha inscripto su ley en el corazón de cada persona y ha hablado a todos los pueblos. Todos los hombres pueden alegrarse por el amor que Dios ha mostrado hacia cada uno de ellos. Pero no siempre es fácil comprender su designio sobre la humanidad. Por eso Dios eligió a un pueblo pequeño, el de Israel, para hacer conocer más claramente su plan. Finalmente envió a su Hijo, Jesús, quien reveló plenamente el rostro de Dios manifestándolo como Amor y condensando su ley en el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
La grandeza de un pueblo y de cada hombre se expresa en la adhesión a la ley de Dios con el  “sí” personal. Adhesión que no es una superestructura artificial, ni mucho menos una alienación; no es tampoco resignarse a una mejor o peor suerte, ni se trata de soportar una fatalidad, casi como quien dice: así está establecido, así tiene que ser, es inevitable.
No: la adhesión a la ley de Dios es lo mejor que puede pensarse para el hombre. Implica colaborar para que emerja el gran plan que Dios tiene sobre él y sobre la humanidad entera: hacer de ella una sola familia, unida por el amor, y llevarla a vivir su misma vida divina. Por eso, nosotros también podemos exclamar, como Moisés:

“¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justos como esta ley…?”.

¿Cómo vivir, durante el mes esta Palabra de Vida? Yendo al corazón de la ley divina que Jesús ha sintetizado en el único precepto del amor. Por otra parte, si pasamos revista a los Diez Mandamientos dados por Dios en el Antiguo Testamento, comprobamos que, al amar de verdad a Dios y al prójimo, los observamos todos y a la perfección.
¿Acaso no es verdad que quien ama a Dios no puede admitir otros dioses en su corazón? ¿Qué quien ama a Dios pronuncia su nombre con respeto sagrado y no lo usa en vano? ¿Qué quien ama es feliz de poder dedicar por lo menos un día de la semana a Aquél que más ama? ¿Acaso no es cierto que quien ama a cada prójimo no puede no amar a los propios padres? ¿No es evidente que quien ama a los demás no se pone en situación de robarles, ni de matarlos, ni de aprovecharse de ellos para sus placeres egoístas, ni testimonia en falso contra ellos?
¿Acaso no es también cierto que su corazón, ya pleno y satisfecho, no siente el deseo de los bienes y de las criaturas de los otros? Efectivamente, quien ama no comete pecado, observa toda la ley de Dios.
Lo he comprobado más de una vez, durante mis viajes, en contacto con pueblos y etnias distintas. Recuerdo sobre todo la fuerte impresión que me dejó el pueblo Bangwa en Fontem, Camerún, cuando en el 2000 adhirió de una manera nueva a la invitación a amar.
Preguntémonos cada tanto, durante el día, si nuestras acciones están compenetradas en el amor. Si es así, nuestra vida no será vana, sino un aporte a la realización del plan de Dios sobre la humanidad.

Por Chiara Lubich

Octubre de 2007 – La importancia del otro

Es necesario hablar, a todos, siempre.
Muchas veces la Palabra de Vida nos invita a vivir, a ser el amor. Pero también es necesario trasmitir la Palabra, anunciarla, comunicarla, hasta involucrar a los demás en una vida de donación, de fraternidad.
Las últimas palabras de Jesús fueron: “Vayan por todo el mundo, anuncien la buena noticia1”.
Esa era la pasión que impulsaba a Pablo a viajar por el mundo entonces conocido y a dirigirse a personas de culturas y creencias diferentes: “Si anuncio el Evangelio, no lo hago para vanagloriarme; al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!2
Haciéndose eco de las palabras de Jesús y confirmado por su propia experiencia, Pablo recomienda también a su fiel discípulo, Timoteo, y a cada uno de nosotros:

“Proclama la Palabra…”

Para que el hablar resulte eficaz es necesario que antes –cuando es posible– se construya una relación con las personas a las que nos dirigimos.
Incluso cuando no se pueda hablar con palabras, se lo puede hacer con el corazón. A veces la palabra sólo puede expresarse en un silencio respetuoso, a través de una sonrisa, o bien interesándonos por el mundo del otro, por lo que le preocupa, por sus problemas, dirigiéndonos al otro por su nombre, de manera que advierta que él o ella es importante para nosotros. Y efectivamente lo es: el otro no nos resulta nunca indiferente.
Esas palabras sordas, cuando son oportunas, no pueden dejar de abrir una brecha en los corazones y muchas veces el otro se interesa por nosotros y nos pregunta. Ahora bien, ése es el momento del anuncio. No hay que dejarlo pasar, hay que hablar claramente, aunque quizás con pocas palabras, pero hablar y comunicar el porqué de nuestra vida cristiana.

“Proclama la Palabra…”

¿Cómo vivir esta Palabra de Vida y decir, aunque sea sólo con nuestro paso, el Evangelio? ¿Cómo darlo a todos? Amando a cada uno, sin distinción. Si somos cristianos auténticos, que viven lo que el Evangelio enseña, nuestras palabras no sonarán vacías.
El anuncio será aún más luminoso si sabemos dar testimonio del corazón del Evangelio, de la unidad entre nosotros, conscientes de que “en esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”3.
Este es el hábito de los cristianos comunes que pueden transmitir varones y mujeres, casados o no, adultos y niños, enfermos y sanos, para dar testimonio siempre y en todas partes, con la propia vida, de Aquél en quien creen, de Aquél a quien quieren amar.

por Chiara Lubich

1) Cf Evangelio de Marcos 16, 15; Evangelio de Mateo 28, 19-20;
2) Primera carta de Pablo a los corintios 9, 16;
3) Evangelio de Juan 13. 35.

 

Septiembre 2007

“Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad”

¿Cómo hacer para vivir todas estas virtudes en la vida cotidiana?
Es posible que parezca difícil ponerlas en práctica una por una. ¿Por qué, entonces, no vivir el presente con la radicalidad del amor? Si uno vive el presente en la voluntad de Dios, Dios vive en él, y si Dios está en él, en él está la caridad.
Quien vive el presente es, de acuerdo a las circunstancias, paciente, perseverante, manso, pobre de todo, puro, misericordioso, porque tiene el amor en su expresión más alta y genuina; ama de verdad a Dios con todo el corazón, toda el alma, todas las fuerzas; es iluminado interiormente, es guiado por el Espíritu Santo y por consiguiente no juzga, no piensa mal, ama al prójimo como a sí mismo. Tiene la fuerza de la locura evangélica de “poner la otra mejilla”, de “caminar dos kilómetros…” (1) con el que te pide que lo acompañes uno.


“Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad” 

Esta exhortación está dirigida a Timoteo, fiel colaborador de Pablo, su compañero de viaje y amigo, confidente al punto de ser casi como un hijo. “Hombre de Dios – le dice el apóstol, después de haber denunciado orgullo, envidias, peleas, apego al dinero – huye de todo esto”, y lo invita a tender a una vida donde resplandezcan las virtudes humanas y cristianas.
En estas palabras resuena el eco del compromiso, asumido en el momento del bautismo, de renunciar al mal (“huye”) y de adherir al bien (“practica”). Del Espíritu Santo provienen, en efecto, la transformación radical y la capacidad y la fuerza de poner en práctica la exhortación de Pablo:

“Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad” 

La experiencia vivida con el primer grupo de jóvenes que en Trento, en 1944, dio vida al focolar, nos permite intuir cómo puede vivirse la Palabra de Vida, sobre todo la caridad, la paciencia, la mansedumbre.
No era fácil, sobre todo en los primeros tiempos, vivir la radicalidad del amor. Incluso entre ellas, en sus relaciones, se podía ir acumulando el polvo del ambiente, y la unidad podía decaer. Era lo que sucedía, por ejemplo, cuando se daban cuenta de los defectos, de las imperfecciones de la otra y se la juzgaba, por lo que se enfriaba la corriente de amor recíproco.
Para reaccionar ante esta situación, un día se les ocurrió hacer un pacto entre ellas, que llamaron “pacto de misericordia”.
Decidieron que cada mañana verían nuevo al prójimo con el cual se encontraban –en el focolar, en la escuela, en el trabajo, etc.– , totalmente nuevo, no recordando para nada sus defectos, sino cubriendo todo con el amor. Se trataba de acercarse a todos con esa amnistía completa en su corazón, con ese perdón universal.
Era un compromiso fuerte, tomado por todas de común acuerdo, que las ayudaba a ser siempre las primeras en amar, a imitación de Dios misericordioso, el que perdona y olvida.

Chiara Lubich

1) Cf Evangelio según San Mateo 5, 41.

Agosto 2007

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.”

La vida de los cristianos a los cuales está dirigida esta Carta a los Hebreos sabe de pruebas y sufrimientos. A veces rozan el desaliento: ¿por qué no elegir un camino más fácil, por qué no claudicar?

En cambio, el autor del escrito invita a proseguir por el camino emprendido. Es difícil, cuesta, pero vivir el Evangelio conduce a la plenitud de la vida. Es más: anima a los cristianos a correr y a permanecer firmes aún bajo el peso de los padecimientos.

Como un atleta, también cada uno de los que decidimos seguir a Jesús necesitamos perseverancia para llegar a la meta, es decir: esa resistencia, esa capacidad de mantenernos en marcha que proviene de la convicción de que Dios está con nosotros, y de la decisión firme de querer llegar hasta el final.

Pero, sobre todo, se nos invita a mantener la mirada bien fija en Jesús, que nos ha precedido y nos guía. El, en efecto, especialmente cuando en la cruz se siente abandonado por el Padre, es el modelo del coraje, de la perseverancia, de la resistencia: supo permanecer firme en la prueba y volvió a confiarse en las manos de ese Dios por el cual se sentía abandonado.

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.”

Chiara Lubich habla con frecuencia del Jesús que afronta con coraje, sin claudicar, la prueba más grande: es el modelo de nuestra carrera y de cómo superar las pruebas. Cada uno de nuestros dolores o pruebas de la vida ya ha sido asumido como propio por Jesús en su abandono en la cruz.

Dejemos que sea ella misma la que nos indique cómo mantener la mirada fija en él. “¿Nos asalta el miedo? Acaso Jesús en la cruz, en su abandono, ¿no parece casi invadido por el miedo de que el Padre se haya olvidado de él?”

Cuando nos invade el desaliento, el desconsuelo, podemos mirar nuevamente a Jesús, que en ese momento “parece sumergido bajo la impresión de que en su pasión falta el aliento del Padre, como si estuviera perdiendo el valor de concluir su dolorosísima prueba (…). ¿Las circunstancias nos llevan a estar desorientados? Jesús, en aquel tremendo dolor, parece que ya no comprende nada de lo que le está sucediendo, puesto que grita ‘¿Por qué?’ (…) Y también, cuando nos sorprende la desilusión o nos sentimos heridos por un trauma, por una desgracia imprevista, por una enfermedad o por una situación absurda, podemos siempre recordar el dolor de Jesús abandonado que vivió personalmente todas estas pruebas y otras mil más”2.

En cualquier dificultad que tengamos, él está a nuestro lado, dispuesto a compartir con nosotros cada dolor.

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.” 

¿Cómo vivir esta Palabra? Fijando la mirada en Jesús y acostumbrándonos a “llamarlo por su nombre en las pruebas de nuestra vida. Entonces le diremos: Jesús abandonado-soledad, Jesús abandonado-duda, Jesús abandonado-herida, Jesús abandonado-prueba, Jesús abandonado-desolación…

Al llamarlo así, él se sentirá descubierto y reconocido detrás de cada dolor y nos responderá con más amor y, al abrazarlo, se convertirá para nosotros en nuestra paz, nuestro consuelo, la valentía, el equilibrio, la salud, la victoria. Será la explicación de todo y la solución de todo”3.

“Corramos resueltamente al combate que se nos presenta.
Fijemos la mirada en Jesús.” 

Eso fue lo que le sucedió a Luisa cuando, hace unos años, encontró el comentario de esta Palabra de Vida. Ella misma cuenta: “La terrible noticia me cayó sin previo aviso: mi hijo mayor, de 29 años, había sufrido un accidente en la ruta y estaba gravísimo. Corrí al hospital con el corazón en la boca. Mi hijo estaba allí, inmóvil, ausente. Estaba desesperada. En esos días de espera angustiosa entré por casualidad en la capilla del hospital y encontré la Palabra de Vida que me invitaba a fijar la mirada en Jesús abandonado. Me detuve a leerla atentamente. Sí, me dije, habla precisamente de mi prueba… La sala de reanimación, ya sin esperanza, dejó de ser un martirio: fue un vínculo con el amor de Dios. Y fui capaz, estrechando la mano de mi hijo, de rezar por él que me dejaba. Murió, pero nunca lo sentí tan vivo”.

por Fabio Ciardi y Gabriela Fallacara