Movimiento de los Focolares

Julio 2006

El amor de Dios incluye a todos, es universal. Abarca al universo entero y presta atención a la más pequeña de sus criaturas. Todo el poema (el Salmo), del cual se tomó esta Palabra de Vida es un himno a él, “grande en el amor”, inclinado sobre cada ser viviente, atraído por sus necesidades.
Cada criatura es retratada en un gesto de invocación: tiene necesidad de alimento y con ello de lo indispensable para su existencia, y Dios abre su mano con generosidad. Se ocupa de cada uno, sostiene al que es débil y corre peligro de caer1, conduce al extraviado otra vez al camino recto.

«El Señor está cerca de aquellos que lo invocan, de aquellos que lo invocan de verdad»

No es un Dios ausente, distante, indiferente ante el destino de la humanidad, como tampoco ante el destino de cada uno de nosotros. Lo comprobamos muchas veces. Pero también es cierto que en otros momentos probamos la lejanía y nos sentimos solos, inseguros, confundidos ante situaciones que parecen desbordarnos.
Aparecen entonces la rebelión o el sentimiento de antipatía hacia algún hermano o hermana. Puede que también nos pesen situaciones que se arrastran por años en la familia, en la comunidad de trabajo: pequeñas o grandes diferencias, celos, envidias, tiranías. O que nos sintamos sofocados por un mundo que puede parecernos endurecido por las pasiones, la competencia desmedida, un mundo carente de ideales, de justicia y de esperanza.
“¿Señor, dónde estás?”, parece gritar nuestro corazón. “¿Me amas de verdad? ¿Nos amas de verdad? Si es así, ¿por qué todo esto?”
Es entonces que la Palabra de Vida hace renacer una certeza: no estamos solos en nuestra aventura humana.

«El Señor está cerca de aquellos que lo invocan, de aquellos que lo invocan de verdad»

Es una invitación a reavivar la fe. Dios está y nos ama. Puedo y tengo que reafirmarlo en cada acción, frente a cada acontecimiento: Dios me ama. ¿Estoy con alguien?: tengo que creer que a través de esa persona Dios me quiere decir algo. ¿Me ocupo de una tarea?: en ese momento sigo teniendo fe en su amor. ¿Sobreviene el dolor?: creo que Dios me ama. ¿Llega una alegría?: Dios me ama.

El está aquí conmigo, siempre, sabe todo de mí y comparte cada uno de mis pensamientos, cada alegría, cada deseo, sobrelleva conmigo cada preocupación, cada prueba de mi vida.
¿Cómo reavivar esta certeza? He aquí algunas sugerencias.
Lo dice él mismo: invocándolo. El Señor ya estaba en la barca de Pedro cuando estalló la tempestad, y sin embargo los discípulos se sentían solos e indefensos porque él dormía. Entonces lo llamaron: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”2, y él calmó el viento y las aguas.
Jesús mismo, en la cruz, dejó de sentir la cercanía del Padre. Lo invocó con su más angustiosa oración: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”3. Creyó así en su amor, se volvió a abandonar en El, y El lo resucitó de la muerte.
¿Cómo reavivar además la fe en su presencia?
Buscándolo en medio de nosotros. El ha prometido estar allí donde dos o más están unidos en su nombre4. Encontrémonos entonces en el amor recíproco del Evangelio con aquellos que viven la Palabra de Vida, compartamos las experiencias y probemos los frutos de esa presencia suya: alegría, paz, luz, coraje.
El permanecerá con cada uno de nosotros y seguiremos sintiendo que está cerca, y que obra en nuestra vida de cada día.

Chiara Lubich

1) Cf Sal 144, 14; 
2) Mt 8, 25; 
3) Mt 27, 46; 
4) Cf Mt 18, 20.

Junio 2006

“Han sido llamados para vivir en libertad” (Gal 5,13). Ese es el anuncio que Pablo de Tarso dirige a los cristianos de las distintas comunidades de Galacia. Un anuncio que reitera las palabras de Jesús cuando decía que nos habría hecho “realmente libres” (Jn 8,36; 3). ¿Libres de qué? Los cristianos de Galacia habían sido liberados de las prescripciones legales de la Ley mosaica, libertad extendida luego a todos los cristianos. Pero, más que eso, hemos sido liberados del pecado y de sus consecuencias: de nuestros temores, de la búsqueda desenfrenada de intereses, los condicionamientos culturales, las convenciones sociales… Somos libres, entonces, cuando observamos las normas de conducta social y religiosa del cristianismo, porque no las sentimos como obligaciones impuestas desde afuera. Para nosotros hay una ley nueva, la “ley de Cristo” (Gal 6 2;4), como la llama Pablo, que está inscripta en nuestro corazón y aflora desde lo íntimo de la persona renovada por el amor de Cristo: una “ley que nos hace libres” (Sant 2,12;5). Una ley que nos da, al mismo tiempo, la fuerza para ponerla en práctica. Somos libres porque nos guía el Espíritu Santo que vive en nosotros. Por eso, esta invitación.

«Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu (…). Si están animados por el Espíritu, ya no están sometidos a la Ley»

En este período de Pentecostés revivimos el acontecimiento del descenso del Espíritu sobre María y los discípulos reunidos en el Cenáculo. Con sus lenguas de fuego derrama en los corazones el amor de Dios (Rm 5,5,6). Esta es la ley nueva: el amor. El Espíritu Santo es el Amor de Dios que, al venir a nosotros, transforma nuestro corazón, infunde en él su mismo amor y enseña a actuar en el amor y por amor. El amor es el que nos mueve, el que nos sugiere cómo responder a las situaciones y a las opciones que debemos tomar. Es el amor el que nos enseña a distinguir: esto está bien, lo hago; esto está mal, no lo hago. Es el amor el que nos impulsa a actuar en función del bien del otro. No somos guiados desde afuera, sino por ese principio de vida nueva que el Espíritu ha puesto dentro de nosotros. Fuerzas, corazón, mente, todas nuestras capacidades pueden “caminar según el Espíritu” porque las unifica el amor y las pone completamente a disposición del proyecto de Dios sobre nosotros y sobre la sociedad. Tenemos la libertad de amar»

«Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu (…). Si están animados por el Espíritu, ya no están sometidos a la Ley»

“Si están animados por…”. Siempre existe el peligro de que algo le impida al Espíritu Santo tomar plena posesión de nuestra mente, de nuestro corazón. Se puede ofrecer resistencia a su voz y a su guía al punto de “entristecerlo” (Ef 4,30;7), e incluso “extinguir” su presencia en nosotros (1TS 5,19;8). Muchas veces preferimos seguir nuestros deseos más que los suyos, nuestra voluntad más que la suya. ¿Cómo dejarnos guiar, entonces, por esa voz que habla en nuestro interior? ¿A dónde nos lleva? El mismo Pablo nos lo recuerda pocos versículos antes: toda la ley nueva de libertad se sintetiza en un solo precepto: el amor al prójimo. Pablo sugiere que ser libres significa hacerse esclavos del otro, ponerse al servicio los unos de los otros (Gal 5, 13-14). Esa voz dentro (el amor) nos impulsa a prestar atención a quien está a nuestro lado, a escuchar, a dar. Puede parecer extraño, pero al final cada Palabra de Vida nos lleva a amar. No es algo forzado, es la lógica evangélica. Sólo si estamos en el amor somos cristianos auténticos.

«Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu (…). Si están animados por el Espíritu, ya no están sometidos a la Ley»

Dejémosle al Espíritu la libertad de conducirnos por el camino del amor. Podemos pedírselo de esta manera: tú eres la luz, la dicha, la belleza. Tú arrebatas las almas, inflamas lo corazones y haces concebir pensamientos profundos y decisiones de santidad con compromisos individuales inesperados. Tú santificas. Pero sobre todo, Espíritu Santo, tú que eres tan discreto, aunque impetuoso y desbordante, y soplas como brisa leve que pocos saben escuchar y sentir, mira lo rudo de nuestra tosquedad y haznos más devotos. Que no pasemos ningún día sin invocarte, sin agradecerte, sin adorarte, sin amarte, sin vivir como discípulos asiduos tuyos. Esta es la gracia que te pedimos.

Chiara Lubich

 

Mayo 2006

Qué amplio es el corazón de Dios. Para él no existen las divisiones entre pueblos, naciones, lenguas o etnias: todos somos hijos suyos, con la misma dignidad. Para los primeros cristianos de Jerusalén era difícil comprender esa mentalidad abierta y universal; como todos provenían de un mismo pueblo consciente de ser el elegido, les costaba entablar una relación de fraternidad auténtica con miembros de otros pueblos. Por eso quedaron escandalizados al saber que Pedro, en Cesarea Marítima, había entrado en la casa de Cornelio, un oficial romano, un extranjero. ¡Nada de tener intereses comunes con extranjeros! Pero para Dios nadie es extranjero. “Él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Dios ama a todos, sin distinción. Es lo que Pedro afirmó ante el soldado romano, y superó así los prejuicios que lo mantenían separado de integrantes de otros pueblos:

«Dios no hace acepción de personas y, en cualquier nación, todo el que le teme y practica la justicia es agradable a él.»

Si Dios se comporta de esta manera, también nosotros, sus hijos, tenemos que comportarnos como él, romper todas las barreras, liberarnos de toda esclavitud. En efecto, muchas veces somos esclavos de las divisiones entre pobres y ricos, entre generaciones, entre blancos y negros, entre culturas o nacionalidades. Cuántos preconceptos respecto de los inmigrantes, de los extranjeros. Cuántos lugares comunes sobre los que son diferentes de nosotros. De allí nacen las inseguridades, el miedo de perder la propia identidad, las intolerancias… Puede haber barreras aún más sutiles, que se levantan entre nuestra familia y las familias vecinas, entre personas de nuestro grupo religioso y las de otra orientación, entre barrios de una misma ciudad, entre partidos, clubes… Surgen entonces suspicacias, rencores sordos y profundos, enemistades corrosivas. Con un Dios que no hace acepción de personas, ¿cómo no alimentar en el corazón la fraternidad universal? Hijos del mismo Padre, podemos reconocernos hermanos y hermanas de cada hombre y mujer que encontramos.

«Dios no hace acepción de personas y, en cualquier nación, todo el que le teme y practica la justicia es agradable a él».

Por lo tanto, si somos hermanos y hermanas, tenemos que amar a todos, comenzando por quien tenemos al lado, sin detenernos. Entonces nuestro amor no será platónico, abstracto, sino concreto, de servicio. Un amor capaz de ir al encuentro del otro, de iniciar un diálogo, de identificarse con sus situaciones desagradables, de asumir cargas, preocupaciones, hasta lograr que el otro se sienta comprendido y aceptado en su diversidad y pueda expresar libremente todas las riquezas que lleva en sí. Un amor que establece relaciones vivas con personas de las más diversas convicciones, basadas en la “regla de oro” –“haz a los demás lo que querrías que te hicieran a ti”–, presente en todos los libros sagrados y grabada en la conciencia de cada uno. Un amor que mueve los corazones hasta la comunión de los bienes, que ama a la patria del otro como propia, que construye estructuras nuevas con la esperanza de hacer que se detengan guerras, terrorismos, luchas, retrocedan el hambre y miles de otros males en el mundo.

«Dios no hace acepción de personas y, en cualquier nación, todo el que le teme y practica la justicia es agradable a él».

Esa es la experiencia que hizo una de mis primeras compañeras de Roma, Fiore, con Moira, una joven de Guatemala, la mayor de once hermanos, indígena católica descendiente de los maya kacjchichel. En ese país los indígenas son muy discriminados, lo que crea un fuerte complejo de inferioridad respecto de los mestizos y, sobre todo, de los blancos. Moira cuenta que, cuando conoció a Fiore, ésta “no hacía diferencias”, hablaba al corazón de la gente, y hacía caer cualquier barrera que pudiera haber: “nunca voy a olvidar lo contenta que se ponía cuando nos encontrábamos. Su amor por mí era un reflejo del amor de Dios. Mi cultura nativa y la educación familiar me habían inculcado comportamientos más bien cerrados y duros, que ponían distancia con quienes estaban a mi lado. Fiore fue como mi maestra, mi guía, mi modelo…, y me ayudó a salir de mí misma para ir confiadamente al encuentro de los demás. También me propuso reanudar mis estudios y me sostuvo y alentó cuando, por las dificultades de cultura y de método, sentía la tentación de abandonarlos. Así llegué a obtener el diploma de secretaria ejecutiva. Pero, sobre todo, me ayudó a tomar conciencia de mi dignidad humana, a superar esa sensación de inferioridad que, por ser indígena, llevaba en mí como una marca. Desde chica soñaba con luchar para rescatar a mi gente, pero con Fiore comprendí que tenía que comenzar por mí misma. Ser ‘nueva’ yo, si quería que naciera un ‘pueblo nuevo’.” Si se ama el Ideal de la unidad, con un Dios que no hace acepción de personas, es posible –como Moira – soñar cosas nuevas: “Con mi sí a Dios podría abrir una brecha para llevar este Ideal a toda mi gente, y puedo decir que, en parte, ya lo veo realizado en mi familia”.

Chiara Lubich

 

Comentario de Chiara Lubich de la Palabra de vida del mes de Abril 2006

Estas palabras de Jesús, más elocuentes que un tratado, desvelan el secreto de la vida. No hay alegría de Jesús sin dolor amado. No hay resurrección sin muerte. Jesús nos habla de sí mismo, explica el significado de su existencia. Faltan pocos días para su muerte. Será dolorosa, humillante. ¿Por qué morir, precisamente él que se ha proclamado la Vida? ¿Por qué sufrir, él que es inocente? ¿Por qué ser calumniado, abofeteado, burlado, clavado en una cruz, el final más denigrante? Y, sobre todo, ¿por qué él, que ha vivido en la unión constante con Dios, se habrá de sentir abandonado por su Padre? También a él la muerte le da miedo; pero tendrá un sentido: la resurrección. Había venido a reunir a los hijos dispersos de Dios (1), a romper toda barrera que separa a pueblos y personas, a hermanar a hombres divididos entre sí, a traer la paz y construir la unidad. Pero es necesario pagar un precio: para atraer a todos a sí tendrá que ser elevado de la tierra, en la cruz (2). Por eso esta parábola, la más hermosa de todo el Evangelio:

«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto».

Ese grano de trigo es él. En este tiempo de Pascua se nos muestra en lo alto de la cruz, su martirio y su gloria, en el signo del amor extremo. Allí ha dado todo: el perdón a los verdugos, el Paraíso al ladrón, a nosotros la madre y su cuerpo y su sangre, su vida, hasta gritar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En 1944 escribía: “¿Sabes que nos ha dado todo? ¿Qué más podía darnos un Dios que, por amor, parecía olvidarse de ser Dios?”. Así nos ha dado la posibilidad de volvernos hijos de Dios: ha generado un pueblo nuevo, una nueva creación.
El día de Pentecostés el grano de trigo caído en tierra y muerto ya florecía en espiga fecunda: tres mil personas, de distintos pueblos y naciones, se volvían “un solo corazón y una sola alma”, y luego cinco mil, y luego…

«Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto».

Esta Palabra da sentido también a nuestra vida, a nuestro sufrir, a nuestro morir, un día. La fraternidad universal por la cual queremos vivir, la paz, la unidad que queremos construir a nuestro alrededor, es un sueño vago, una quimera, si no estamos dispuestos a recorrer el mismo camino marcado por el Maestro. ¿Cómo hizo él para “dar mucho fruto”? Compartió todo lo nuestro. Se adosó nuestros sufrimientos. Con nosotros se hizo tiniebla, melancolía, cansancio, contrariedad… Probó la traición, la soledad, la orfandad… En una palabra, se hizo “uno con nosotros”, haciéndose cargo de todo lo que nos pesaba. También nosotros, entonces, enamorados de este Dios que se hace nuestro “prójimo”, tenemos un modo de decirle que estamos inmensamente agradecidos por su amor infinito: vivir como vivió él. Volvernos por nuestra parte “prójimos” de cuantos pasan a nuestro lado en la vida, queriendo estar dispuestos a “hacernos uno” con ellos, a asumir una falta de unidad, a compartir un dolor, a resolver un problema, con un amor concreto hecho servicio. Jesús abandonado se ha dado todo. En la espiritualidad que se centra en él, Jesús resucitado tiene que resplandecer plenamente y la alegría tiene que ser su testimonio.

Chiara Lubich

1) Cf Jn11, 51; 2) Cf Jn 12, 32.

 

«… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» (Mc 1, 35)

  ¡Qué día pleno había vivido Jesús ese sábado en la ciudad de Cafarnaún! Había hablado en la sinagoga y asombrado a todos con sus enseñanzas. Había liberado a un hombre poseído por un espíritu inmundo. Al salir de la sinagoga se había dirigido a casa de Simón y de Andrés, y allí había curado a la suegra de Simón. Al llegar la noche, después de la caída del sol, le habían llevado a todos los enfermos y endemoniados, y había curado a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsado muchos demonios. Después de un día y una noche tan intensas, a la mañana siguiente, cuando todavía estaba aclarando, Jesús se levantó y, al salir de la casa «… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» Era la nostalgia del Cielo. El había venido al mundo a revelarnos el amor de Dios, a abrirnos el camino del Cielo, a compartir en todo nuestra vida. Había recorrido los caminos de Palestina para enseñar a las multitudes, para curar toda clase de enfermedades y dolencias entre la gente, para formar a sus discípulos. Pero la linfa vital, que brotaba de su interior como agua de manantial, provenía de su relación constante con el Padre. Él y el Padre se conocen, se aman, están el uno en el otro, son una sola cosa. El Padre es el “Abba”, es decir, el papá al que puede dirigirse con expresiones de infinita confidencia y de amor ilimitado. «… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» Dado que el Hijo de Dios vino a la tierra por nosotros, no le bastó con estar él en esa condición privilegiada de oración. Al morir por nosotros, redimiéndonos, nos hizo hijos de Dios, hermanos suyos. Por eso, para nosotros también se hizo posible aquella divina invocación: “Abba, Padre”, con todo lo que ella comporta: certeza de su protección, seguridad, abandono a ciegas en su amor, consuelos divinos, fuerza, ardor; ardor que nace en el corazón de quien está seguro de ser amado… Una vez que hemos entrado en la “celda interior” de nuestra alma, podemos hablar con Él, adorarlo, expresarle nuestro amor, agradecerle, pedirle perdón, confiarle nuestras necesidades y las de toda la humanidad, como también nuestros sueños y deseos… ¿Hay algo que no podamos decir a una persona que es omnipotente, y que sabemos además que nos ama inmensamente? Y podemos hablar con el Verbo, con Jesús. Sobre todo podemos escucharlo, dejar que nos repita sus palabras: “Tranquilícense, soy yo; no teman”, “Yo estaré siempre con ustedes”; y sus invitaciones: “Ven y sígueme”, “Perdona setenta veces siete”, “Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos”. Puede tratarse de momentos prolongados, o bien de instantes breves y constantes a lo largo de todo el día, casi como una mirada de amor, un susurro: “Señor, tú eres mi único bien”, “Esto lo hago por ti”. No podemos prescindir de la oración. No podemos vivir sin respirar, y la oración es la respiración del alma, la expresión de nuestro amor a Dios. De este coloquio, de esta relación de comunión y amor, saldremos reconfortados, dispuestos a afrontar con nueva intensidad y confianza la vida de cada día. Reencontraremos también una relación más verdadera con los demás y con las cosas. «… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» Si no cerramos los postigos del alma con el recogimiento, tú, Señor, no puedes permanecer con nosotros, como tu amor a veces desearía. Pero cuando nos hemos desprendido de todo para recogernos en ti, ya no querríamos volver atrás, tan dulce es para el alma la unión contigo y tan pasajero todo el resto. Los que te aman sinceramente, muchas veces te sienten, Señor, en el silencio de su cuarto, en lo profundo de su corazón, y es una sensación que conmueve al alma como si cada vez tocara en lo vivo. Y te agradecen de tenerte tan cerca de ellos, de ser su Todo: el que da sentido al vivir y al morir. Te agradecen, pero a menudo no saben cómo hacerlo, ni decirlo: lo único que saben es que tú los amas y que no hay cosa más dulce, aquí en la Tierra, que pueda siquiera asemejársele. Lo que ellos sienten en el alma, cuando tú apareces, es el Cielo y “si el Cielo es así –dicen–, ¡oh, qué hermoso es!”. Te agradecen, Señor, por la vida entera, por haberlos traído hasta aquí. Y si afuera todavía hay sombras que podrían quitar brillo a su paraíso anticipado, cuando te manifiestas todo se vuelve remoto y lejano: no existe. Tú eres. Así es.   Chiara Lubich