May 31, 2005 | Palabra de vida, Sin categorizar
Al salir de Cafarnaún, Jesús vio sentado a su mesa a un recaudador de impuestos llamado Mateo. Este hombre ejercía un oficio que lo hacía odioso para la gente, y se lo asociaba a los usureros y explotadores que se enriquecían a costa de los demás. Los escribas y los fariseos los consideraban pecadores públicos, tanto que le achacaban a Jesús que fuera “amigo de publicanos y pecadores” y se sentara a comer con ellos1.
Por eso, contra toda convención social, Jesús llamó a Mateo a seguirlo y aceptó ir a comer a su casa, lo mismo que hará más adelante con Zaqueo, el jefe de los recaudadores de Jericó. Ante la exigencia de que explicara su comportamiento, Jesús dirá que él vino a curar a los enfermos, no a los sanos, y a llamar no a los justos, sino a los pecadores. Su invitación, también esta vez, estaba dirigida justamente a uno de ellos.
«Sígueme»
Jesús ya les había pedido esto a Andrés, Pedro, Santiago y Juan a orillas del lago. La misma invitación, con distintas palabras, la haría a Pablo camino de Damasco.
Pero Jesús no se detuvo entonces: a lo largo de los siglos ha seguido llamando a hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. Hoy también pasa por nuestra vida, nos encuentra en lugares distintos, lo expresa de diversas maneras, y nos hace sentir nuevamente su invitación a seguirlo.
Nos llama a estar con él porque quiere instaurar una relación personal, y al mismo tiempo nos invita a colaborar en el gran proyecto de una humanidad nueva.
Nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestras miserias, no le importan. El nos ama y nos elige tal cual somos. Su amor será el que nos transforme y nos dé la fuerza de responderle y el coraje de seguirlo, como hizo Mateo.
Tiene, además, un proyecto de vida, un llamado particular para cada uno. Se lo siente interiormente por una inspiración del Espíritu Santo, o a través de determinadas circunstancias, o por un consejo, una señal de que nos quiere… Aunque se manifieste de distintas maneras, resuena la misma palabra:
«Sígueme»
Recuerdo cuando yo misma advertí este llamado de Dios. Era una mañana muy fría de invierno en Trento. Mi mamá le había pedido a mi hermana menor que fuera a comprar la leche, a dos kilómetros de casa, pero hacía demasiado frío y ella no estaba de ánimo; mi otra hermana también se negó. Entonces me ofrecí: “Voy yo, mamá”, y tomé la botella. Salí de casa y, a mitad de camino, sucedió algo especial: sentí como si el cielo se abriera y Dios me invitara a seguirlo: “Date toda a mí”, percibí en mi interior.
Era un llamado explícito, al que quise responder enseguida. Lo hablé con mi confesor, quien me permitió darme a Dios para siempre. Era el 7 de diciembre de 1943. Nunca lograré explicar cabalmente lo que pasó ese día en mi corazón: había desposado a Dios. De él podía esperarlo todo.
«Sígueme»
Esta palabra no tiene que ver sólo con un momento determinante de elección de nuestra vida, Jesús nos la sigue diciendo cada día. “Sígueme”, parece sugerirnos ante los más simples deberes cotidianos; “Sígueme”, en esa prueba que has de abrazar, en esa tentación que has de vencer, en ese servicio que has de cumplir.
¿Cómo responderle concretamente?
Haciendo lo que Dios quiere de nosotros en el presente, que siempre lleva consigo una gracia particular. El empeño de este mes será, por lo tanto, darse a la voluntad de Dios con decisión, darse al hermano y a la hermana que hemos de amar, al trabajo, al estudio, a la oración, al descanso, a la actividad que tenemos que hacer.
Aprender a escuchar en lo profundo del corazón la voz de Dios, que habla también con la voz de la conciencia y que nos dirá lo que él quiere de nosotros en cada momento, dispuestos a sacrificar todo para realizarlo.
“Oh Dios, haz que te amemos no sólo cada día más, porque pueden ser demasiado pocos los días que nos restan; haz que te amemos en cada instante presente con todo el corazón, el alma y las fuerzas, en esa que es tu voluntad”.
Es el mejor sistema para seguir a Jesús.
Chiara Lubich
1) Cf Mt 11, 19; 9, 10-11.
May 1, 2005 | Palabra de vida, Sin categorizar
Era la tarde de Pascua, Jesús resucitado ya se le había aparecido a María de Magdala, y Pedro y Juan habían visto la tumba vacía. Sin embargo, los discípulos continuaban encerrados en su casa, llenos de miedo, hasta que el Resucitado se presentó en medio de ellos, a puertas cerradas, porque ninguna barrera podía separarlo de sus amigos.
Jesús se había ido; pero, cumpliendo con su promesa, ahora volvía para quedarse para siempre: “poniéndose en medio de ellos”; no una aparición momentánea, sino una presencia permanente. Desde entonces en adelante, los discípulos ya no estarían solos, y el temor deja paso a una alegría profunda: “se llenaron de alegría cuando vieron a Jesús” (1).
El Resucitado abre de par en par sus corazones y las puertas de la casa sobre el mundo entero, diciendo:
«Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»
Jesús había sido enviado por el Padre para reconciliar a todos con Dios y restablecer la unidad del género humano. Ahora les toca a sus discípulos continuar la edificación de la Iglesia. Así como Jesús había podido llevar a término el plan del Padre porque era una sola cosa con El, sus discípulos podrán continuar su altísima misión porque el Resucitado está en ellos. “Yo en ellos” (2), había pedido Jesús al Padre.
Del Padre a Jesús, de Jesús a los apóstoles, de los apóstoles a sus sucesores, el mandato continúa.
Pero también cada cristiano tiene que sentir resonar en su corazón estas palabras de Jesús. En efecto, “en la Iglesia hay diversidad de ministerio, pero unidad de misión” (3).
«Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»
Para cumplir este mandato del Señor tenemos que lograr que él viva en nosotros. ¿Cómo? Siendo miembros vivos de la Iglesia, identificándonos con la Palabra de Dios, y evangelizándonos en primer lugar a nosotros mismos.
Es uno de los deberes de lo que Juan Pablo II ha denominado “nueva evangelización”. “Alimentarnos de la Palabra –ha escrito– para ser ‘servidores de la Palabra’ en el compromiso de la evangelización: ésta es seguramente la prioridad para la Iglesia a comienzos del nuevo milenio” (4), porque “sólo un hombre transformado” por “la ley de amor de Cristo y la luz del Espíritu Santo, puede realizar una verdadera metánoia (conversión) de los corazones y de la mente de otros hombres, del ambiente, la nación o el mundo” (5).
Hoy ya no bastan las palabras. “El hombre actual escucha a los testigos, más que a los maestros –advertía ya Paulo VI–, y si escucha a los maestros es porque son testigos” (6). El anuncio del Evangelio será eficaz si se basa en el testimonio de vida, como el de los primeros cristianos que podían decir: “Les anunciamos lo que hemos visto y oído…” (7); será eficaz si se puede decir de nosotros, como se decía de ellos: “Mira cómo se aman, y están dispuestos a morir el uno por el otro” (8); será eficaz si el amor se hace concreto dando, respondiendo a quien pasa necesidades, si sabemos dar alimento, ropa, casa, a quien no tiene, amistad a quien se encuentra solo o desesperado, sostén a quien pasa por una prueba.
Viviendo así se habrá dado testimonio al mundo de la fascinación de Jesús y, volviéndonos otros Cristo, su obra continuará también por este aporte.
«Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»
Esta es también la experiencia de algunos de nuestros médicos y enfermeras cuando, en 1967, supieron de la situación del noble pueblo Bangwa, que en ese momento padecía un 90% de mortalidad infantil, debido a enfermedades que los llevaban a su extinción.
Al partir hacia este pueblo, sienten como primer deber el seguir amándose recíprocamente, para ser testimonio del Evangelio. Ofreciendo un servicio profesional, aman sin hacer distinciones, a uno por uno. Abren un dispensario, que muy pronto se convierte en un hospital. La mortalidad infantil se reduce al 2%. En plena selva, se construye una central hidroeléctrica, luego una escuela primaria y secundaria. Con el tiempo, y con la colaboración del pueblo, se abren doce caminos para la comunicación entre las aldeas.
El amor concreto arrastra: gran parte del pueblo comparte la nueva vida, aldeas antes enemigas se reconcilian; las controversias sobre los límites se resuelven armónicamente; reyes de distintos clanes establecen entre ellos un pacto de amor recíproco y viven en fraternidad, ofreciendo –en un intercambio de dones– un maravilloso testimonio, un ejemplo original y auténtico.
Chiara Lubich
1) Jn 20, 20;
2) Jn 17, 23;
3) Apostolicam Actuositatem, 2;
4) Nuovo millennio ineunte, n. 40;
5) A los peregrinos de la diócesis de Torun (Polonia), 19/2/1998;
6) Audiencia general, 2/10/1974;
7) Cf 1Jn 1,1;
8) Tertuliano, Apologético, 39, 7.
Mar 31, 2005 | Palabra de vida, Sin categorizar
Jesús solía hablar por medio de imágenes y parábolas. Era un modo simple y eficaz de enseñar las verdades más profundas que traía con él. La semejanza del pastor con su rebaño, en la cual se integra esta Palabra de Vida, les recordaba a sus oyentes escenas familiares de la vida cotidiana. Jesús habla de ladrones y asaltantes que, como lobos rapaces, hacen estragos con el rebaño. En cambio él se compara a un buen pastor, aquel a quien realmente le interesan sus ovejas, las guía y las defiende, hasta el punto de jugarse la vida, si fuera necesario.
Sólo que, más allá de las palabras, esto en Jesús se vuelve realidad: él realmente murió en la cruz “para que tuviéramos Vida” (1).
«Yo he venido para que tengan Vida…»
Vino porque el Padre lo envió a traernos su vida divina. En efecto, Dios ha amado tanto al mundo que le dio a su hijo, para que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna (2).
La vida que Jesús vino a traernos no es la simple vida terrenal, que hemos recibido de nuestros padres. En efecto, la vida que él nos dona es “vida eterna”, es decir, la participación en su vida de Hijo de Dios, el ingreso en la comunión íntima con Dios: es la misma vida de El. Jesús nos la puede comunicar porque él mismo es la Vida. “Yo soy la Vida” (3), ha dicho de sí mismo, y “de su plenitud todos nosotros hemos participado” (4).
Pero, pero sabemos, la vida de Dios es el amor.
Jesús, hijo de Dios que es amor, al venir a esta tierra, vivió por amor, y nos trajo el mismo amor que arde en él. Nos dona la misma llama de ese infinito incendio y nos quiere “vivos” de su vida.
“… y la tengan en abundancia”
Dado que Jesús no sólo posee la vida, sino que “es” la Vida, él la puede dar en abundancia, así como da también la plenitud del gozo (5).
El don de Dios siempre es sin medida, infinito y generoso como él. Por eso, Dios sale al encuentro de las aspiraciones más profundas del corazón humano, a su hambre de una vida plena y sin fin. Sólo él puede colmar el ansia de infinito. Su vida, en efecto, es “vida eterna”, un don no sólo para el futuro, sino para el presente. La vida de Dios en nosotros comienza ya desde ahora y no muere más.
¿Cómo no pensar en esos cristianos realizados que son los santos? Se muestran tan plenos de vida que la desbordan a su alrededor.
¿De dónde provenía esa mirada universal de San Francisco, capaz de acoger a los pobres, encontrarse con el Sultán, reconocer en toda criatura a sus hermanos y hermanas? ¿De dónde provenía ese amor laborioso de la Madre Teresa de Calcuta, que se hizo madre para todo niño abandonado, y hermana para cada persona sola que encontraba? Ellos poseían una vida extraordinaria, la que les había dado Jesús.
«Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia»
¿Cómo vivir esta Palabra?
Recibamos la vida que Jesús nos dona, y que ya vive en nosotros por el bautismo que hemos recibido y por nuestra fe. Vida que siempre puede crecer, en proporción a cuanto amemos. Es el amor el que hace vivir. Quien ama, dice San Juan, permanece en Dios6, participa de su misma vida. Sí, porque si el amor es la vida y el ser de Dios, el amor es también la vida y el ser del hombre. Como también es verdad que todas las veces que no amamos, es como si no viviéramos.
Un testimonio elocuente de ello ha sido la partida al Cielo de Renata Borlone, una focolarina de la cual en estos días se ha iniciado su causa de beatificación. Al haber aceptado con todo el corazón, como voluntad de Dios, la noticia de la muerte inminente, decía que quería dar testimonio de que “la muerte es vida”, es resurrección, y se hizo el propósito de demostrarlo, con la ayuda de Dios, hasta el final. Y lo logró, transformando así un acontecimiento luctuoso, en un tiempo de Pascua.
Chiara Lubich
1) I Jn 4, 9;
2) Cf Jn 3, 16;
3) Cf Jn 14, 16;
4) Jn 1, 16;
5) Cf Jn 17, 13;
6) I Jn 4, 16.
Feb 28, 2005 | Palabra de vida, Sin categorizar
No hay en nuestra vida una realidad más misteriosa que el dolor. Querríamos evitarlo pero, tarde o temprano, siempre llega. Desde un banal dolor de cabeza, que parece contaminar las acciones cotidianas más simples, hasta el disgusto por un hijo que toma por un camino equivocado; desde el fracaso en el trabajo, hasta el accidente de tránsito que nos arrebata un amigo o un familiar; desde la humillación por un examen no aprobado, hasta la angustia por las guerras, el terrorismo, las catástrofes ambientales…
Ante el dolor nos sentimos impotentes. Incluso quien está a nuestro lado y nos quiere, muchas veces es incapaz de ayudarnos a resolverlo; y sin embargo a veces nos basta con que alguien lo comparta con nosotros, quizás en silencio.
Esto es lo que hizo Jesús: vino a estar junto a cada hombre, a cada mujer, hasta compartir todo lo nuestro. Y más todavía: cargó con nuestro dolor a sus espaldas y se hizo dolor con nosotros, al punto de gritar:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado»
Eran las tres de la tarde cuando Jesús lanzó ese grito al cielo. Hacía tres largas horas que colgaba clavado de pies y manos en la cruz.
Había vivido su breve vida en un constante acto de entrega a todos: había curado enfermos y resucitado muertos, había multiplicado panes y perdonado pecados, había pronunciado palabras de sabiduría y de vida.
Luego, ya en la cruz, perdona a los verdugos, abre el Paraíso al ladrón, y finalmente nos entrega a nosotros su cuerpo y su sangre, después de que ya nos los había dado en la Eucaristía. Y por último grita:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado»
Sin embargo, Jesús no se deja vencer por el dolor. Como por una alquimia divina, lo transforma en amor, en vida. En efecto, precisamente cuando parece experimentar la lejanía infinita del Padre, con un esfuerzo inmenso e inimaginable cree en su amor y se vuelve a confiar totalmente a él: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”1.
Restablece la unidad entre el Cielo y la tierra, nos abre las puertas del Reino de los Cielos, nos convierte plenamente en hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
Este es el misterio de muerte y de vida que celebramos en estos días de Pascua de resurrección.
Es el mismo misterio que experimentó en plenitud María, la primera discípula de Jesús. También ella, al pie de la cruz, estaba llamada a “perder” lo más precioso que podía tener: a su Hijo Dios. Pero, en ese momento, justamente porque acepta el plan de Dios, se convierte en Madre de muchos hijos, Madre nuestra.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado»
Con su dolor infinito, precio de nuestra redención, Jesús se solidariza totalmente con nosotros, carga con nuestro cansancio, con nuestras ilusiones, nuestras incertidumbres, nuestros fracasos, y nos enseña a vivir.
Si él ha asumido todos los dolores, las divisiones, los traumas de la humanidad, tengo que pensar que donde veo un sufrimiento, en mí o en mis hermanos o hermanas, lo veo a él. Todo dolor físico, moral, espiritual me recuerda a él, es una presencia suya, un rostro suyo.
Puedo decir: “En este dolor te amo a tí, Jesús abandonado. Eres tú, que haciendo tuyo mi dolor, vienes a visitarme. ¡Por eso te abrazo!”.
Si luego nos ponemos enseguida a amar, a responder a su gracia, a querer lo que Dios quiere de nosotros en el momento siguiente, a vivir nuestra vida por él, probamos que, por lo general, el dolor desaparece. Y esto sucede porque el amor atrae los dones del Espíritu: alegría, luz, paz. Resplandece entonces, en nosotros, el Resucitado.
Chiara Lubich
Feb 1, 2005 | Palabra de vida, Sin categorizar
En Cuaresma, la Iglesia nos recuerda que nuestra vida es un camino hacia la Pascua, en la que Jesús, con su muerte y resurrección, nos introduce en la vida verdadera, el encuentro con Dios. Un camino no exento de dificultades y de pruebas, comparable a una travesía por el desierto.
Fue precisamente en el desierto, cuando estaba marchando hacia la tierra prometida, que el pueblo de Israel abandonó por un momento a su Dios y adoró a un becerro de oro.
Jesús también recorre el mismo camino por el desierto y es tentado por Satanás para que adore el éxito y el poder. Pero él corta de raíz con cualquier lisonja del mal y se dirige con decisión al único bien:
«Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»
Al igual que al pueblo judío y a Jesús, a nosotros tampoco nos faltan tentaciones cotidianas que pretenden desviarnos hacia recorridos más fáciles. Nos invitan a buscar nuestra felicidad y a depositar seguridad en la eficiencia, en la belleza, en la diversión, en la posesión, en el poder…, todas realidades que, de por sí, serían positivas, pero que pueden ser absolutizadas y que a menudo son propuestas por la sociedad como auténticos ídolos.
Pero cuando no se reconoce y no se adora a Dios, es inevitable que comiencen a insinuarse otros “dioses”, y es así como aparece el culto a la astrología, la magia…
Jesús nos recuerda que la plenitud de nuestro ser no consiste en la búsqueda de estas cosas que pasan, sino en ponernos delante de Dios, del cual proviene todo, y en reconocerlo como lo que él es verdaderamente: el creador, el señor de la historia, nuestro todo: ¡Dios!
Si allá en el Cielo, hacia donde nos encaminamos, lo alabaremos incesantemente, ¿por qué no anticiparnos, y alabarlo ya desde ahora? Qué sed sentimos a veces, nosotros también, de adorar, de alabarlo en el fondo de nuestro corazón, vivo en el silencio de los tabernáculos y en la festiva asamblea de la Eucaristía.
«Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»
Pero, ¿qué significa “adorar” a Dios?
Es una actitud que sólo se puede tener con él. Adorar significa decirle a Dios: “Tú eres todo”, es decir: “Eres el que es”, y yo tengo el privilegio inmenso de la vida para reconocerlo.
Adorar significa también agregar: “Yo soy nada”. Y no decirlo sólo de la boca para afuera. Para adorar a Dios tenemos que anularnos a nosotros mismos y hacer que él triunfe en nosotros y en el mundo. Esto implica una atención constante puesta en derribar esos ídolos falsos que sentimos la tentación de construirnos en la vida.
Pero el camino más seguro para alcanzar la proclamación existencial de la “nada” de nosotros y del “todo” de Dios, es completamente positiva. Para anular nuestro modo de pensar, basta con pensar en Dios y tener sus pensamientos, que nos han sido revelados en el Evangelio. Para anular nuestra voluntad basta con cumplir su voluntad del momento presente. Para anular nuestros afectos desordenados, basta con tener en el corazón el amor a Dios y amar a nuestros prójimos compartiendo sus preocupaciones, sus penas, sus problemas y sus alegrías.
Si somos “amor” siempre, sin darnos cuenta seremos “nada” para nosotros mismos. Por eso, para vivir nuestra “nada”, afirmemos con la vida la superioridad de Dios, su ser todo, abriéndonos a la verdadera adoración.
«Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»
Cuando, hace ya muchos años, descubrimos que adorar a Dios significaba proclamar el “todo” de él y la “nada” de nosotros, compusimos una canción que decía: “Si en el cielo se apagan las estrellas/ si cada día muere/ si en el mar la ola se anula y no retorna/ es por tu gloria. / Porque a tí la creación te canta: / Todos eres./ Y cada día se dice a sí mismo: / Nada soy”.
La consecuencia de nuestro anularnos por amor era que nuestra “nada” se colmaba del “todo”, Dios, que entraba en nuestro corazón.
Chiara Lubich
Dic 31, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
En el año 50, Pablo llegó a Corinto, esa gran ciudad de Grecia, famosa por su importante puerto comercial y animada por sus múltiples corrientes de pensamiento. Durante dieciocho meses, el apóstol anunció el Evangelio y puso las bases de una floreciente comunidad cristiana. Otros continuaron luego la obra de evangelización. Sin embargo los nuevos cristianos corrían el riesgo de apegarse a las personas que traían el mensaje de Cristo, más que a Cristo mismo. Nacían así facciones: “yo soy de Pablo”, decían algunos; y otros, refiriéndose siempre a su apóstol preferido: “yo soy de Apolo”, o bien: “yo soy de Pedro”.
Ante esta división que turbaba a la comunidad, Pablo compara a la Iglesia con un edificio, por ejemplo con un templo. Afirma con fuerza que los constructores pueden ser muchos, pero sólo uno es el fundamento, la piedra viva: Cristo Jesús.
En particular en este mes, durante la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, las Iglesias y las comunidades eclesiales recuerdan juntas que Cristo es el único fundamento, y que sólo adhiriendo a él y viviendo su único Evangelio, pueden encontrar la unidad plena y visible entre ellos.
«El fundamento es Jesucristo»
Poner el fundamento de nuestra vida en Cristo significa ser una sola cosa con él, pensar como él piensa, querer lo que él quiere, vivir como él ha vivido.
¿Pero cómo poner las bases, las raíces en él? ¿Cómo volvernos una sola cosa con él?
Poniendo en práctica el Evangelio. Jesús es el Verbo, es decir, la Palabra de Dios que se ha encarnado. Y si él es la Palabra que ha asumido la naturaleza humana, nosotros seremos verdaderos cristianos si somos hombres y mujeres que informan toda su vida de la Palabra de Dios.
Si nosotros vivimos sus palabras, mejor dicho, si sus palabras nos viven, hasta hacer de nosotros “Palabras vivas”, somos uno con él, nos unimos estrechamente a él; ya no vive el yo o el nosotros, sino la Palabra en todos. Podemos pensar que viviendo así contribuiremos a que la unidad entre todos los cristianos se vuelva una realidad.
Así como, para vivir, el cuerpo debe respirar, de la misma manera, para vivir, el alma necesita vivir la Palabra de Dios.
Uno de los primeros frutos es el nacimiento de Jesús en nosotros y entre nosotros. Esto provoca un cambio de mentalidad: hace penetrar en los corazones de todos, sean ellos europeos o asiáticos, australianos, americanos o africanos, los mismos sentimientos de Cristo frente a las circunstancias, a cada persona, y a la sociedad.
Esa es la experiencia de uno de mis primeros compañeros, Julio Marchesi, ingeniero de una gran industria, y luego director de otra importante empresa en Roma. Las vicisitudes vividas en el trabajo y en otros ámbitos sociales, lo habían llevado a la desalentadora constatación de que en todas partes, lo que motivaba a las personas, eran los fines egoístas y que, por lo tanto, no podía haber felicidad en este mundo.
Sin embargo, cuando un día conoció personas que vivían la Palabra de Vida, le pareció que todo cambiaba a su alrededor. Al ponerse él también a vivir el Evangelio, comenzó a advertir una íntima sensación de plenitud y de alegría. Escribía: “Experimentaba la universalidad de las Palabras de Vida, que desencadenaban en mí una verdadera revolución, cambiaban todas las relaciones con Dios y con el prójimo, todos me parecían hermanos y hermanas, tenía la impresión de haberlos conocido desde siempre. También probé el amor de Dios por mí: bastaba pedirlo. En fin, ¡la Palabra de Vida me hizo libre!”.
Y así siguió siendo cuando, en los últimos años de su vida, se vio obligado a andar en silla de ruedas.
Sí, la Palabra de Vida nos vuelve libres de los condicionamientos humanos, infunde alegría, paz, simplicidad, plenitud de vida, luz; haciéndonos adherir a Cristo, nos transforma poco a poco en otros él.
«El fundamento es Jesucristo»
Hay, sin embargo, una palabra que resume a todas las demás: es amar, amar a Dios y al prójimo. Jesús sintetiza en ella “toda la ley y los profetas”1.
De hecho, cada Palabra, aunque se exprese en términos humanos y diversos, es Palabra de Dios; pero dado que Dios es Amor, cada Palabra es caridad.
Entonces, ¿cómo vivir durante este mes? ¿Cómo unirnos estrechamente a Cristo, único fundamento de la Iglesia? Amando como él nos ha enseñado.
“Ama, y haz lo que quieras”2, decía San Agustín, casi sintetizando la norma de vida evangélica, porque amando no te equivocarás, sino que realizarás a pleno la voluntad de Dios.
Chiara Lubich
1) Cf Mt 22, 40;
2) En Jo. Ep. tr., 7, 8.