Nov 30, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
Se acerca Navidad, el Señor está por venir, y la liturgia nos invita a prepararle el camino. El, que entró en la historia hace dos mil años, quiere entrar en nuestra vida, pero en nosotros el camino se encuentra erizado de obstáculos. Hay que aplanar los desniveles del terreno, sacar las rocas del medio. ¿Cuáles son esos obstáculos que pueden obstruir el camino a Jesús?
Son todos los deseos no conformes a la voluntad de Dios que surgen en nuestra alma, son los apegos que la encadenan; deseos de hablar o callar cuando se tiene que hacer lo contrario; deseos de afirmación, de estima, de afecto; deseos de cosas, de salud, de vida… cuando Dios no lo quiere; deseos peores: de rebelión, de juicio, de venganza… Surgen en nuestra alma y la invaden por completo. Es necesario apagar estos deseos con decisión, quitar estos obstáculos, volvernos a poner en la voluntad de Dios y así preparar el camino del Señor.
«El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo»
Pablo dirige esta Palabra a los cristianos de su comunidad, que al haber experimentado el perdón de Dios, son capaces a su vez de perdonar a quien comete injusticia contra ellos. Sabe que están particularmente habilitados para traspasar los límites naturales en el amor: incluso, hasta dar la vida por los enemigos. Dado que Jesús y el Evangelio los han hecho nuevos, encuentran la fuerza para ir más allá de las razones y de las ofensas y de tender a la unidad con todos.
Pero el amor late en fondo de todo corazón humano, por lo que cada uno puede poner en práctica esta Palabra. Dice la sabiduría africana: “Haz como la palmera: le tiran piedras y ella deja caer dátiles”. Por eso, no basta con no responder a una injusticia, a una ofensa… se nos pide más que eso: hacer el bien a quien nos ha hecho mal, como recuerdan los apóstoles: “No devuelvan mal por mal, ni injuria por injuria: al contrario, retribuyan con bendiciones”; “No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal haciendo el bien”.
«El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo»
¿Cómo vivir esta Palabra?
En la vida de todos los días siempre habrá alguien, pariente, compañero de estudio o de trabajo, amigo, que nos ha ofendido de alguna manera, nos ha tratado de manera injusta, nos ha hecho algún daño… A lo mejor no nos pasa por la cabeza la idea de la venganza, pero puede quedar en el corazón un sentimiento de rencor, hostilidad, amargura o quizás solamente indiferencia, que impide una auténtica relación de comunión.
¿Qué hacer, entonces?
Levantémonos por la mañana con una “amnistía” completa en el corazón, con ese amor que todo lo cubre, que sabe aceptar al otro como es, con sus límites, sus dificultades, tal como haría una madre con su propio hijo que se equivoca: lo excusa siempre, lo perdona siempre, espera siempre en él…
Acerquémonos a cada uno viéndolo con ojos nuevos, como si nunca hubiera incurrido en esos defectos. Volvamos a comenzar siempre de nuevo, sabiendo que Dios no sólo perdona, sino que olvida; y esa es la medida que requiere también de nosotros.
Eso fue lo que sucedió con un amigo nuestro en un país en guerra, que vio masacrar a sus padres, al hermano y a muchos amigos. El dolor lo hizo caer en una profunda rebelión y el deseo de un castigo tremendo para los verdugos, proporcional a su culpa.
Aunque le volvían continuamente a la mente las palabras de Jesús sobre la necesidad del perdón, le parecía imposible vivirlas. “¿Cómo puedo amar a los enemigos?”, se preguntaba. Se necesitaron meses y mucha oración hasta que comenzó a encontrar un poco de paz.
Pero cuando, pasado ya un año, se enteró de que los asesinos no sólo eran conocidos por todos, sino que circulaban libremente por el país, el rencor le volvió con toda su fuerza y comenzó a pensar cómo se comportaría de encontrarse con ellos, sus “enemigos”. Le imploró a Dios que lo aplacara, que una vez más lo hiciera capaz de perdonar.
“Ayudado por el ejemplo de los hermanos con los cuales trato de vivir el Evangelio –cuenta– comprendí que Dios me pedía que no anduviera detrás de esas quimeras, sino que por el contrario concentrara mi atención en amar a los que ahora tenía al lado, los colegas, los amigos… Poco a poco, en el amor concreto a los hermanos encontré la fuerza de perdonar hasta el fondo a los asesinos de mi familia. Hoy mi corazón está en paz”.
Chiara Lubich
Nov 1, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
Oscuridad y luz: una oposición elocuente, habitual en todas las culturas y todas las religiones. La luz simboliza la vida, el bien, la perfección, la felicidad, la inmortalidad. La oscuridad remite al frío, lo negativo, el mal, la muerte.
El apóstol Pablo recuerda a los fieles de Roma que el cristiano no tiene nada que hacer con un pasado “oscuro”, hecho de impureza, injusticia, maldad, codicia, malicia, envidia, rivalidad, engaño… (Cf Rom 1, 24-31)
«Abandonemos las obras propias de la noche…
¿Cuáles son las “obras de la noche”? Por lo que dice Pablo son: embriaguez, lujuria, peleas, envidias, (Cf Rom 13,13) pero también olvido de Dios, traición, robo, homicidio, soberbia, ira, desprecio por el otro; y además: materialismo, consumismo, hedonismo, vanidad.
También es obra de la noche la facilidad con la que a menudo seguimos cualquier programa televisivo o navegamos por internet, leemos ciertas revistas, vemos ciertos filmes u ostentamos cierta indumentaria.
Nosotros, en el momento del bautismo, hemos aceptado que queríamos morir con Cristo al pecado cuando, por boca de nuestros padrinos, tres veces afirmamos que queríamos renunciar al demonio y a sus seducciones. Actualmente se prefiere no hablar del demonio, se tiende a olvidarlo y a decir que no existe, cuando en realidad está y sigue fomentando guerras, tragedias, violencias de todo tipo.
“Abandonemos”: una acción que implica hacerse violencia, cuesta, exige coherencia, decisión, valentía, pero que resulta necesaria si queremos vivir en el mundo de la luz. En efecto, la Palabra de vida continúa:
… y vistámonos con las obras de la luz»
No basta, entonces, con renunciar, “despojarse” del mal; es necesario “vestirse con las obras de la luz”, es decir, como explica Pablo más adelante, “revestirse del Señor Jesucristo”, dejando que sea él el que viva en nosotros. (Rom 13, 14) También el apóstol Pedro invita a “compenetrarse” de los mismos sentimientos de Jesús. (Cf 1 Ped 4,1)
Imágenes fuertes, sin duda, porque dejar vivir a Cristo sabemos que no es fácil, quiere decir reflejar en nosotros sus mismos sentimientos, su modo de pensar, su forma de actuar; significa amar como él ha amado y el amor es exigente, requiere lucha continua contra el egoísmo que está dentro de nosotros.
Pero, como recuerda la primera carta de Juan, no hay otro camino para llegar a la luz: “El que ama a su hermano permanece en la luz y nada lo hace tropezar. Pero el que no ama a su hermano, está en las tinieblas y camina en ellas, sin sabe a dónde va, porque las tinieblas lo han enceguecido” (1Jn 2, 10-11).
«Abandonemos las obras propias de la noche y vistámonos con las obras de la luz»
Esta Palabra de vida es una invitación a la conversión, a pasar continuamente del mundo de las tinieblas al de la luz. Repitamos entonces nuestro no a Satanás y a todas sus lisonjas, y volvamos a decir nuestro sí a Dios, tal como lo hemos pronunciado el día del bautismo.
No tendremos que realizar grandes acciones; basta que cada una de las que hagamos esté sugerida y animada por el amor verdadero.
De este modo contribuiremos a que a nuestro alrededor se irradie una cultura de la luz, de lo positivo, de las bienaventuranzas. Será construir el paraíso ya desde esta tierra, para poseerlo eternamente en el Cielo. Sí, porque el paraíso es una realidad, nos lo ha prometido Jesús, y es como una casa, que se construye aquí para habitarla allá. Y su regalo será: felicidad plena, armonía, belleza, danza, felicidad sin fin, porque el Paraíso es el amor.
Nos da testimonio de ello la experiencia vivida por Mary, de Perú. Madre de tres hijas pequeñas, cuando conoce la Palabra de vida encuentra a Dios, encuentra la luz; se involucra totalmente y en su vida se produce un cambio radical.
Poco tiempo después se le diagnostica una enfermedad grave. Internada en el hospital, se entera de que le queda poco más de un mes de vida. La nueva intimidad con Jesús que ahora experimenta la anima a hacer una oración en la que pide cinco años de tiempo para consolidar su conversión y poder también cambiar la vida a su alrededor.
Los médicos no se explican cómo es que la salud de Mary mejora y le dan de alta en el hospital. Vuelve a casa, se prepara con su compañero al matrimonio, que celebra en la iglesia, y pide el bautismo para las hijas.
Pasados cinco años, el mal se agudiza de improviso y en apenas dos semana concluye su vida en la tierra.
Antes de morir, logra ocuparse de cada detalle con respecto al futuro de las hijas y a trasmitirle esperanza a su esposo. “Ahora voy al Padre que me espera. Todo ha sido maravilloso, él me ha dado los cinco años más hermosos de mi vida, desde cuando lo conocí en su Palabra que da la Vida”.
Chiara Lubich
Sep 30, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
Los discípulos le hacen a Jesús un pedido que los angustia. Ellos también han vacilado. ¡Cuántas veces encontramos en el Evangelio que él les reprocha su poca fe! El mismo Pedro, la “piedra” sobre la cual Jesús edificaría su Iglesia, fue tratado de “hombre de poca fe”. Jesús tuvo que pedir por él, para que su fe no flaqueara.
En realidad el pedido de aumentar la fe es una invocación de todos los cristianos porque, en la vida de cada uno de nosotros, puede haber oscilaciones. Incluso Santa Teresa de Lisieux, por más que a lo largo de toda su vida mantuvo una profundísima relación filial con Dios, en los últimos dieciocho meses se vio asediada por la “prueba contra la fe”: ella misma cuenta que tenía la impresión de que un muro se elevara hasta los cielos y cubriera las estrellas.
«Auméntanos la fe»
Lo cierto es que, aún sabiendo que Dios es Amor, muchas veces vivimos como si en esta tierra estuviéramos solos, como si no existiera un Padre que nos ama y nos cuida; que conoce todo de nosotros ¡hasta cuenta los cabellos de nuestra cabeza!; que hace que todo contribuya a nuestro bien: tanto lo bueno que hacemos como las pruebas que pasamos.
Tendríamos que poder repetir como propias las palabras del evangelista Juan: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
En efecto, creer es sentirse mirados y amados por Dios, es saber que cualquier pedido nuestro, cualquier palabra, cualquier gesto, cualquier acontecimiento triste, alegre o indiferente, cualquier enfermedad, todo, todo, todo, tanto esas cosas que nosotros llamamos importantes como las mínimas acciones, pensamientos o sentimientos, todo es mirado por Dios.
Ahora bien, si Dios es Amor, la confianza plena en él no es más que una consecuencia lógica. Podemos entonces tener esa confidencia que nos lleva a hablar a menudo con él, a exponerle nuestras cosas, nuestros propósitos, nuestros proyectos. Cada uno de nosotros puede abandonarse a su amor, seguro de ser comprendido, confortado, ayudado.
«Auméntanos la fe»
Ante el pedido de los discípulos, Jesús responde: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería”. Jesús no pide una fe más o menos grande, sino auténtica, basada en él, del cual se puede esperar todo, sin contar únicamente con las propias capacidades.
Si creemos, y creemos en un Dios que nos ama, toda imposibilidad puede superarse. Podemos creer que se “arrancarán” la indiferencia y el egoísmo que suelen rodearnos y que se oculta también en nuestro corazón; que se resolverán situaciones de conflicto en la familia; que nuestro mundo se encaminará hacia la unidad entre generaciones, entre categorías sociales, entre cristianos separados por siglos; que florecerá la fraternidad universal entre los fieles de las distintas religiones, entre las razas y los pueblos… Podemos creer también que esta humanidad nuestra llegará a vivir en paz. Sí, todo es posible, si le permitimos a Dios que actúe. A él, el Omnipotente, nada le es imposible.
«Auméntanos la fe»
¿Cómo vivir esta Palabra de vida y crecer en la fe? En primer lugar, pidiéndola, especialmente cuando sobrevienen dificultades y nos asaltan las dudas: la fe es un don de Dios. “Señor –podemos pedirle–, haz que permanezca en tu amor. Haz que no viva ni un instante sin que sienta, que advierta, que sepa por mi fe, o también por experiencia, que tú me amas, que tú nos amas”.
Y luego podemos vivirla amando. A fuerza de amar, nuestra fe se volverá inquebrantable, solidísima. No solamente creeremos en el amor de Dios, sino que lo sentiremos de manera tangible en nuestra alma, y veremos realizarse “milagros” a nuestro alrededor.
Eso es lo que experimentó una joven de Gran Bretaña: “Cuando mi madre me comunicó que había decidido dejar a papá y mudarse a otro departamento quedé casi desesperada, shockeada por la noticia, pero no le dije nada. En otras ocasiones habría buscado alguna excusa para escapar o me habría encerrado en la habitación a escuchar música, pero esta vez estaba decidida a vivir el Evangelio y me sentía llevada a permanecer allí, en medio de ese sufrimiento, y declararle mi ‘sí’ a la cruz. Para mí era una oportunidad de creer en su amor más allá de cualquier apariencia. A partir de ese momento traté de escuchar a mamá con amor cuando se desahogaba de todo lo que tenía que decir de mi padre, y de dejar mi opinión de lado. Traté también de encontrar la manera de estar cerca de mi padre.
Pasaron unos meses y cuando mis padres ya estaban volviendo a reconstruir la relación entre ellos, me sorprendió una frase de mamá: ‘¿Recuerdas cuando te dije que me habría separado? Tu reacción me hizo pensar que estaba tomando una decisión equivocada’. Yo no le había dicho nada, solamente un ‘sí’ a Jesús en silencio, segura de que él se habría ocupado de todo.”
Chiara Lubich
Ago 31, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
Llama la atención este pedido tan exigente y radical. No se dirige sólo a una categoría particular de personas, como los misioneros, los religiosos, que tienen que estar libres para ir a cualquier parte a anunciar el Evangelio. Tampoco es para momentos excepcionales, como los tiempos de persecución, cuando al discípulo no sólo se le pide que deje los bienes, sino que entregue la vida misma por permanecer fiel a Dios. Jesús dirige estas palabras a todos. Todos, por lo tanto, podemos responder.
Es una de las condiciones para seguir a Jesús, sobre la cual Lucas insiste en el Evangelio: “Vendan sus bienes y denlos como limosna… Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”; “Ningún servidor puede servir a dos señores… No se puede servir a Dios y al Dinero”; “¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios”.
«Cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
¿Por qué Jesús insiste tanto sobre el desapego de los bienes, hasta convertirlo en una condición indispensable para poder seguirlo? ¡Porque la primera riqueza de nuestra existencia, el verdadero tesoro es él! Por eso invita a dejar de lado todos esos ídolos –los “haberes”– que pueden ocupar el lugar de Dios en nosotros.
Jesús nos quiere libres, con el alma desocupada de todo apego y de toda preocupación, para que podamos amar verdaderamente con todo el corazón, la mente y las fuerzas. Los bienes son necesarios para vivir, pero deben ser usados con el mayor desprendimiento. Tenemos que estar dispuestos a dejar de lado cualquier cosa, si llegara a ocupar el primer lugar en nuestro corazón. En el que sigue a Jesús no hay espacio para la avaricia, la complacencia en las riquezas, la búsqueda excesiva de comodidades y seguridades.
Nos pide que renunciemos a los haberes también porque quiere que nos abramos a los demás, que demos cabida y amemos al prójimo como a nosotros mismos: la renuncia a los propios bienes es en beneficio del prójimo. En el discípulo de Jesús no caben la codicia, ni el encierro ante el pobre.
«Cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
¿Cómo vivir, entonces, esta “Palabra de vida”? El modo más simple de “renunciar” es “dar”. Dar a Dios amándolo, ofreciéndole nuestra vida para que la use como quiera, preparados para hacer siempre su voluntad. Luego, para demostrarle ese amor, amemos a nuestros hermanos y hermanas, dispuestos a jugarnos a fondo por ellos.
Aunque no nos parezca, tenemos muchas riquezas para poner en común: tenemos afecto en el corazón que podemos dar, cordialidad que podemos expresar, alegría que comunicar; tenemos tiempo para poner a disposición, oraciones, riquezas interiores para compartir; a veces tenemos cosas: libros, ropa, medios de transporte, dinero…
Demos sin pensarlo demasiado: “Pero esto me puede servir en tal o cual ocasión…”. Todo puede ser útil pero, mientras tanto, al seguir esas sugerencias, se infiltran en nuestro corazón muchos apegos y se crean siempre exigencias nuevas. No, tratemos de quedarnos solamente con lo que nos hace falta. Tengamos cuidado de no perder a Jesús por una suma guardada, por algo de lo que podríamos prescindir.
«Cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
Por un “todo” que se pierde, hay un “todo” que se encuentra, muchísimo más valioso. Y, creámoslo, quien se beneficiará seremos justamente nosotros, porque en lugar de lo poco o mucho que hemos dado, tendremos como recompensa la plenitud de la alegría y de la comunión con Dios. Nos convertiremos en verdaderos discípulos.
Si el dar un vaso de agua tendrá su recompensa, ¿qué recompensa tendrá quien da todo lo que puede por Dios en el hermano y en la hermana? Da fe de ello uno de los tantos episodios de los que continuamente me informan muchos de los que viven con nosotros la “Palabra de vida”.
Un padre de familia de Caracas, Venezuela, se quedó sin trabajo. Dos semanas más tarde se enfermó gravemente. En esos mismos días, le robaron el auto. Para él y su familia eran momentos muy difíciles. A ello se sumó que, al poco tiempo, deberían dejar el departamento porque no podían pagar el alquiler.
Al mismo tiempo, un amigo de ellos, también pobre, advirtió interiormente el impulso de responder de una manera más plena al amor de Dios, y de vivir la Palabra según el ejemplo de los primeros cristianos, que ponían todo en común.
Esa noche confió ese deseo a su esposa y juntos decidieron ceder parte de su casa a aquella familia. Su propia pobreza no podía ser un motivo para dejarlos en la calle. La casa, sin embargo, todavía no está terminada… Al día siguiente llegó, inesperadamente, una ayuda económica para terminar de construir la parte de la casa que faltaba.
Chiara Lubich
Jul 31, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
En varias ocasiones Jesús comparó el Paraíso a un banquete de bodas, a una reunión de familia en torno a la mesa. En nuestra experiencia humana estos son, en efecto, los momentos más hermosos y serenos. Pero, ¿cuántos entrarán en el Paraíso, cuántos ocuparán su lugar en el “salón del banquete”?
Esa es la pregunta que un día alguien le dirige a Jesús: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”1. Jesús, como hizo en otras ocasiones, fue más allá de la discusión y puso a cada uno frente a la decisión que debe tomar. Lo invita a entrar en la casa de Dios.
Esto, sin embargo, no es fácil. La puerta para entrar es estrecha y permanece abierta por poco tiempo. En efecto, para seguir a Jesús es necesario negarse, renunciar, por lo menos espiritualmente, a sí mismos, a las cosas, a las personas. Hasta es necesario llevar la cruz como lo hizo él. Un camino difícil, es verdad, pero que con su gracia todos podemos recorrer.
«Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán»
Es más fácil tomar por “la puerta ancha y el camino espacioso”, del que Jesús habla en otra parte, pero que puede conducir a la “perdición”2. En nuestro mundo secularizado, saturado de materialismo, consumismo, hedonismo, vanidades, violencia, parece que todo está admitido. Se tiende a satisfacer cualquier exigencia, a ceder a cualquier pacto con tal de alcanzar la felicidad.
Sin embargo, sabemos que la verdadera felicidad se obtiene amando y que la renuncia es la condición necesaria al amor. Hace falta ser podados para dar buenos frutos. Hay que morir a sí mismos para vivir. Esa es la ley de Jesús, su paradoja. La mentalidad corriente nos embiste como un río en crecida y nosotros debemos caminar contra corriente: saber renunciar, por ejemplo, al ansia de poseer, al antagonismo como posición tomada, a la denigración del adversario; pero también realizar con honestidad el propio trabajo, y con generosidad, sin menoscabo de los intereses ajenos; saber discernir lo que se puede ver en televisión y lo que se puede leer, etc.
«Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán»
Para quien se deja estar en una vida fácil y no tiene el coraje de afrontar el camino propuesto por Jesús, se abre un futuro triste. Esto también está en el Evangelio. Jesús nos habla del dolor de los que serán dejados afuera. No bastará con apelar a la propia pertenencia religiosa y contentarse con un cristianismo por tradición. Será inútil decir: “Hemos comido y bebido contigo…”3. Nadie puede dar por descontada su salvación.
Será duro oír que a uno le dicen: “No sé de dónde son ustedes”4. Habrá entonces soledad, desesperación, falta absoluta de relación, la amargura abrasadora de haber tenido la posibilidad de amar y de ya no poder amar más. Un tormento del cual no se ve el final, porque no lo tendrá: “habrá llanto y rechinar de dientes”5.
Jesús nos lo advierte porque quiere nuestro bien. No es que él cierra la puerta, en todo caso seremos nosotros los que nos cerramos a su amor. El respeta nuestra libertad.
«Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán»
Si la puerta ancha conduce a la perdición, la estrecha se abre de par en par sobre la verdadera felicidad. Después de cada invierno llega la primavera. Sí, tenemos que vivir con inmediatez la renuncia que el Evangelio requiere, cargar cada día con la propia cruz. Si la sabemos ofrecer con amor, en unidad con Jesús que ha asumido cada dolor nuestro, probaremos un paraíso anticipado.
Es lo que le sucedió a Roberto cuando se presentó a la audiencia del proceso contra quien, cuatro años antes, había causado la muerte a su padre. Después de la sentencia de condena, el atacante, junto a la esposa y al padre, se veía muy deprimido. “Hubiera querido acercarme a ese hombre, superando el orgullo que me decía que no; hacerle sentir que no me era indiferente”.
La hermana, en cambio, decía: “Son ellos los que tienen que disculparse con nosotros…”. Roberto finalmente la convenció y fueron juntos a ver a la familia “adversaria”: “Si esto puede aliviarlos, sepan que no alimentamos ningún rencor contra ustedes”. Se estrecharon las manos con fuerza. “Me siento invadido por la felicidad: he sabido aprovechar la ocasión de ver el dolor del otro olvidando el mío”.
Chiara Lubich
1) Lc 13, 23;
2) Cf Mt 7, 13;
3) Lc 13, 26;
4) Lc 13, 25;
5) Lc 13, 28.
Jun 30, 2004 | Palabra de vida, Sin categorizar
Los discípulos veían cómo oraba Jesús. Lo que más les impactaba era ese modo característico con el cual se dirigía a Dios: lo llamaba “Padre”1. Ya antes otros habían llamado a Dios con ese mismo nombre, pero esa palabra, en labios de Jesús, hablaba de un íntimo conocimiento recíproco entre él y el Padre, nuevo y único; de un amor y de una vida que los vinculaba a ambos en una unidad incomparable.
Los discípulos hubieran querido experimentar esa misma relación con Dios, tan viva y profunda, que veían en su Maestro. Querían orar como oraba él, por eso le pidieron:
«Señor, enséñanos a orar»
Jesús ya les había hablado muchas veces a sus discípulos del Padre, pero ahora, respondiendo a su pedido, les revela que su Padre es también nuestro Padre: nosotros, como él, gracias al Espíritu Santo, podemos llamarlo “Padre”.
Enseñándonos a decir “Padre”, Jesús nos revela que somos hijos de Dios y nos hace tomar conciencia de que somos hermanos y hermanas entre nosotros. Como hermano junto a nosotros, nos introduce en su misma relación con Dios, orienta nuestra vida hacia él, nos introduce en el seno de la Trinidad, nos hace ser, cada vez más, uno entre nosotros.
«Señor, enséñanos a orar»
Jesús no sólo enseña a dirigirse al Padre, sino que también enseña qué pedirle. Que sea santificado su nombre y venga su reino; que Dios se deje conocer y amar por nosotros y por todos; que entre definitivamente en nuestra historia y tome posesión de lo que ya le pertenece; que se realice plenamente su plan de amor sobre la humanidad. Jesús nos enseña, de esa manera, a tener sus mismos sentimientos, uniformando nuestra voluntad sobre la de Dios.
Nos enseña, además, a confiar en el Padre. A él, que alimenta a los pájaros del cielo, podemos pedirle el pan cotidiano; a él, que recibe con los brazos abiertos al hijo descarriado, podemos pedirle el perdón de los pecados; a él, que cuenta incluso los cabellos de nuestra cabeza, podemos pedirle que nos defienda de toda tentación.
Estos son los pedidos a los cuales Dios ciertamente responde. Podemos hacerlo con palabras distintas – escribe Agustín de Hipona – pero no podemos pedir cosas distintas2.
«Señor, enséñanos a orar»
Recuerdo cuando también a mí el Señor me hizo comprender, de manera novedosa, que tenía un Padre. Tenía 23 años. Todavía trabajaba como maestra. Un sacerdote que estaba de paso me pidió que ofreciera una hora de mi jornada por sus intenciones. “¿Por qué no toda la jornada?”, le respondo. Impactado por esta generosidad juvenil me dice: “Recuerde que Dios la ama inmensamente”. “Dios me ama inmensamente”. “Dios me ama inmensamente”. Lo digo, lo repito a mis compañeras: “Dios te ama inmensamente, Dios nos ama inmensamente”.
A partir de ese momento advierto a Dios presente por todas partes. Está siempre. Y me explica. ¿Qué me explica? Que todo es amor: lo que soy y lo que me sucede; lo que somos y los que tiene que ver con nosotros; que soy hija suya y él es Padre para mí.
Desde ese momento también mi oración cambia: ya no es un dirigirme a Jesús, sino un ponerme a su lado, Hermano nuestro, dirigida al Padre. Cuando le rezo con las palabras que Jesús me ha enseñado, siento que no estoy sola trabajando por su Reino: somos dos, el Omnipotente y yo. Lo reconozco Padre también en nombre de todos los que no saben que lo es, pido que su santidad envuelva y penetre la Tierra entera, pido pan para todos, el perdón y la liberación del mal para todos los que pasan por pruebas.
Cuando hay acontecimientos que me alarman o me turban, vuelco toda mi ansiedad en el Padre, segura de que él se ocupa. Y puedo dar testimonio de que no recuerdo ninguna preocupación que haya puesto en su corazón y de la cual él no se haya ocupado. El Padre, si nosotros creemos en su amor, interviene siempre, en las pequeñas y en las grandes cosas.
En este mes tratemos de decir el “Padre Nuestro”, la oración que Jesús nos ha enseñado, con una nueva conciencia: Dios es nuestro Padre y se ocupa de nosotros. Digámosla en nombre de toda la humanidad, afianzando la fraternidad universal. Que sea nuestra oración por excelencia, sabiendo que con ella pedimos a Dios lo que a él más le interesa. El responderá a cada uno de nuestros pedidos y nos colmará de sus dones. Libres, entonces, de toda preocupación, podremos correr por el camino del amor.
Chiara Lubich
1) Mt 11, 25-26; Mc 14, 36; Lc 22, 42; Lc 10, 21; Jn 17, 1;
2) Carta 130, a Proba, 12, 22.