Movimiento de los Focolares

junio 2004

Hacía poco que Jesús había tomado la decisión de iniciar el gran viaje hacia Jerusalén, donde debía cumplirse su misión. (Lc 9, 51) Había otros que querían seguirlo, pero Jesús les advierte que caminar con él es una opción seria. Será una marcha difícil, que requerirá contemporáneamente valentía y la misma determinación con la cual él ha decidido llegar hasta el fondo en el cumplimiento de la voluntad del Padre.
Jesús sabe que, al entusiasmo inicial, le puede suceder el desaliento. Acababa de contar la parábola del sembrador: las semillas caídas sobre las piedras “son los que reciben la Palabra con alegría, apenas la oyen, pero no tienen raíces: creen por un tiempo, y en el momento de la tentación se vuelven atrás” (Lc 8, 13). Jesús quiere ser seguido con radicalidad y no hasta cierto punto, a medias. Una vez que uno se ha puesto a vivir por Dios y por su Reino, no es posible volver a recuperar lo que se había dejado, a vivir como antes, a pensar en los intereses egoístas de un tiempo:

«El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios»

Cuando nos llama a seguirlo – y todos, de distintas maneras, somos llamados -, Jesús nos abre por delante un mundo nuevo por el cual vale la pena romper con el pasado. A veces, sin embargo, nos asaltan recuerdos nostálgicos o se insinúa y presiona sobre nosotros la mentalidad común, muchas veces no evangélica.
Nos vemos, entonces, en dificultades. Por un lado querríamos amar a Jesús, y por el otro querríamos dar cabida a nuestros apegos, nuestras debilidades, nuestras mediocridades. Querríamos seguirlo, pero sentimos la tentación de mirar atrás, volver sobre nuestros pasos, o bien dar un paso adelante y dos atrás…
Esta Palabra de vida nos habla de coherencia, de perseverancia, de fidelidad. Si hemos experimentado la novedad y la belleza del Evangelio vivido, veremos que nada es más contrario a él que la indecisión, la pereza espiritual, la poca generosidad, las componendas, las medias tintas. Decidamos seguir a Jesús y entrar en el maravilloso mundo que él nos abre. Nos ha prometido que “quien persevere hasta el fin se salvará”.
(Mt 10,22)

«El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios»

¿Qué hacer para no ceder a la tentación de mirar atrás?
En primer lugar, no prestar oídos al egoísmo, que pertenece a nuestro pasado, cuando no se quiere trabajar como se debe, o estudiar con empeño, o rezar bien, o aceptar con amor una situación que pesa y duele, o bien cuando se querría hablar mal de alguien, no tener paciencia con algún otro, vengarse. A estas tentaciones les tenemos que decir que no diez, veinte veces al día, si fuera necesario.
Pero esto no es suficiente. Con los no, no se llega muy lejos. Se necesitan sobre todo los sí, a lo que Dios quiere y a lo que los hermanos y las hermanas esperan.
Asistiremos entonces a grandes sorpresas.
Recuerdo aquí una experiencia mía.
El 13 de mayo de 1944 un bombardeo había dejado inhabitable mi casa y esa noche, para refugiarnos, habíamos escapado con mi familia a un bosque cercano. Lloraba, comprendiendo que no podría partir de Trento con ellos, a los que tanto amaba. Veía ya en mis compañeras el Movimiento naciente: no habría podido abandonarlas.
¿El amor a Dios tenía que vencer también esto? ¿Tenía que dejar que los míos se fueran solos, cuando yo era la única que en ese momento los sostenía económicamente? Lo hice, con la bendición de mi padre.
Más tarde supe que habían partido contentos y muy pronto encontraron una buena ubicación.
Volví a buscar a mis compañeras entre las casas y las calles reducidas a escombros. Gracias a Dios, todas estaban a salvo. Nos ofrecieron un pequeño departamento. ¿El primer focolar? Nosotras no lo sabíamos, pero así era.

«El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios»

Vayamos entonces siempre adelante, hacia la meta que nos espera, manteniendo fija la mirada en Jesús. (Heb 12, 1-2) Cuanto más nos enamoramos de él y experimentamos la belleza del mundo nuevo al cual ha dado vida, tanto más pierde atractivo lo que hemos dejado a nuestras espaldas.
Digámonos cada mañana, cuando comienza una nueva jornada: ¡Hoy quiero vivir mejor que ayer! Y, si nos sirve de ayuda, hagamos la prueba de contar, de alguna manera, los actos de amor a Dios y a los hermanos y hermanas. Por la noche nos encontraremos con el corazón rebosante de felicidad.

Chiara Lubich
 

mayo 2004

Durante la última cena, antes de dejar a sus amigos y volver al Padre, Jesús quiere establecer un lazo con él y entre ellos, un lazo que los una estrechamente, con el vínculo más consistente y duradero: el amor. Jesús ama “hasta el fin”, con el amor “más grande”, que llega hasta a “dar la vida”, y, como contrapartida, pide ser amado con el mismo amor.
El amor que él pide no es simple sentimiento, es hacer su voluntad, descripta en sus mandamientos: sobre todo el amor al hermano y a la hermana, y el amor recíproco. Es tan importante esta verdad para Jesús que, en este último discurso dirigido a los discípulos, lo repite con fuerza otras tres veces: “El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama”; “El que me ama, será fiel a mi palabra”; “El que no me ama, no es fiel a mis palabras”.

«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos»

¿Por qué tenemos que cumplir sus mandamientos?
Creados a su “imagen y semejanza”, nosotros somos un “tú” que está frente a Dios, con la capacidad de una relación personal directa con él: una relación de conocimiento, de amor, de amistad, de comunión.
Yo “soy” en la medida en que digo sí al proyecto de amor que él tiene sobre mí.
En cuanto la relación con él, esencial a la naturaleza, se vive, se ahonda y se enriquece, tanto más el hombre y la mujer se realizan en su personalidad más verdadera.
Observemos a Abraham. Cada vez que Dios le pide algo, aún cuando parezca lo más absurdo, como el dejar la propia tierra para encaminarse hacia un destino que le es desconocido y sacrificar a su único hijo, Abraham adhiere enseguida confiando en Dios, y se le abre por delante un futuro impensado.
También a Moisés: en el monte Sinaí el Señor le revela la propia voluntad en el decálogo, y de la adhesión a éste nace el pueblo de Dios.
Lo mismo se verifica con Jesús. En él, el sí al Padre alcanza toda su plenitud: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Seguir a Jesús quiere decir cumplir la voluntad del Padre de la mejor manera posible, como él nos la ha revelado y como él, en primer lugar, la ha cumplido.
Los mandamientos que Jesús nos ha dejado son, de este modo, una ayuda para vivir de acuerdo a nuestra naturaleza de hijos e hijas de un Dios que es Amor. No son, por lo tanto, imposiciones arbitrarias, una superestructura artificial, y menos que menos, una alineación. No son tampoco órdenes, como las que da un patrón a sus servidores. Son más bien la expresión de su amor y de su premura por la vida de cada uno de nosotros.

«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos»

¿Cómo vivir, entonces, esta Palabra de vida?
Tratemos de escuchar con atención lo que Jesús nos dice en el Evangelio –sus mandamientos– y dejemos que el Espíritu Santo nos recuerde sus palabras a lo largo del día. El nos enseña, por ejemplo, que no basta con no matar, sino que se debe evitar la ira contra los hermanos; que no se puede cometer adulterio, pero tampoco desear la mujer de otros; “si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra”; “Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores”.
Pero sobre todo vivamos lo que Jesús ha llamado “su” mandamiento, el que sintetiza todos los demás: el amor recíproco. En la caridad, en efecto, la ley se cumple en toda su plenitud, es el “camino mejor” que estamos llamados a recorrer.
Lo había comprendido muy bien el P. Darío Porta, un sacerdote de Parma (Italia), muerto el jueves santo de 1996. Si en los primeros años de sacerdocio había vivido de manera excelente su relación con Dios, más tarde comprendió mejor que a Jesús había que reconocerlo en cada prójimo y entonces el amar evangélico se convirtió en su pasión. Para permanecer fiel a ese compromiso se volvió cada vez más atento a los demás, posponiendo programas personales, hasta escribir un día, en su diario: “He comprendido que lo único que al final uno querría haber hecho es haber amado al hermano”1.
Todas las noches también nosotros, como él, podemos preguntarnos: “¿He amado a los hermanos?”.

 

Chiara Lubich

 

1. Dario Porta, Testimone dell’Amore gratuito, Piero Viola, Parma 1996, p. 33.

 

 

 

abril 2004

No es la primera vez que Lucas cuenta que los discípulos discuten sobre quién es, entre ellos, el más grande. En esta ocasión lo hacen durante la Ultima Cena. Poco antes Jesús ha instituido la Eucaristía, el signo más grande de su amor, de su entrega sin medida, anticipo de lo que vivirá pocas horas más tarde sobre la cruz. El está en medio de ellos “como el que sirve”. El Evangelio de Juan refiere, en efecto, su gesto concreto de lavar los pies a los discípulos. En este mes en el que celebramos la Pascua, la Resurrección de Jesús, es importante recordar esta enseñanza suya.
Los discípulos no lo comprenden, condicionados por la mentalidad corriente del vivir humano que privilegia el prestigio y el honor, los primeros puestos en la escala social, el llegar a ser “alguien”. Pero Jesús vino a la tierra precisamente para crear una sociedad nueva, una nueva comunidad, guiada por una lógica distinta: el amor.
Si él, que es el Señor y el Maestro, ha lavado los pies (una acción considerada de esclavos), también nosotros debemos seguirlo y, sobre todo, si tenemos determinadas responsabilidades, estamos llamados a servir de igual manera a nuestro prójimo con hechos concretos y dedicación.

«El que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor»

Es una de las paradojas de Jesús. Se la comprende sólo si se piensa que la actitud típica del cristiano es el amor, ese amor que lo lleva a ponerse en el último lugar, que lo hace pequeño delante del otro, tal como hace un papá cuando juega con su hijo más chico, o ayuda en las tareas de la escuela al mayorcito.
Vicente de Paul llamaba sus “patrones” a los pobres y los amaba y servía como tales, porque en ellos veía a Jesús. Camilo de Lellis se inclinaba sobre los enfermos, lavando sus llagas, acomodando su cama, “con ese afecto – escribe él mismo ”.
¿Y cómo no recordar, más cercana a nosotros, a la beata Teresa de Calcuta, que acudió junto a millares de moribundos, haciéndose “nada” ante cada uno de ellos, los más pobres de los pobres?
“Hacerse pequeños” delante del otro quiere decir tratar de entrar lo más profundamente posible en su alma, hasta compartir los sufrimientos y los intereses, aún cuando a nosotros nos parezcan poca cosa, insignificantes, pero que sin embargo constituyen el todo de su vida.
“Hacerse pequeños” delante de cada uno, no porque nosotros estemos de alguna manera más alto y el otro más bajo, sino porque nuestro yo, si no se lo vigila, es como un globo, siempre dispuesto a elevarse, a ponerse en situación de superioridad con respecto a nuestro prójimo.

«El que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor»

“Vivir el otro”, por lo tanto, y no llevar una vida replegada sobre uno mismo, llena de las propias preocupaciones, de las propias cosas, de las propias ideas, de todo lo que se considera nuestro.
Olvidarnos, posponernos a nosotros mismos para tener presente al otro, para hacernos uno con cualquiera hasta descender con él y ayudarlo a elevarse, para hacerlo salir de sus angustias, de sus preocupaciones, de sus dolores, de sus complejos, de sus discapacidades, o simplemente para ayudarlo a salir de sí mismo e ir hacia Dios y hacia los hermanos y encontrar así, juntos, la plenitud de vida, la verdadera felicidad.
También los hombres de gobierno, los administradores públicos (“el que gobierna”), a cualquier nivel en que se encuentren, pueden vivir su responsabilidad como un servicio de amor, para crear y custodiar esas condiciones que permiten que todos los amores puedan florecer: el amor de los jóvenes que quieren casarse y necesitan una casa y un trabajo, el amor del que quiere estudiar y necesita escuelas y libros, el amor de quien se dedica a la propia empresa y necesita caminos y vías, reglas seguras…
Por la mañana, cuando nos levantamos, por la noche cuando vamos a dormir, en casa, en la oficina, en la escuela, por la calle, podemos encontrar siempre ocasiones de servir, y de agradecer cuando, a nuestra vez, somos servidos.
Hagamos todo por Jesús en los hermanos, no dejando de lado a nadie y, más aún, siendo nosotros los primeros en amar, tomando la iniciativa.
¡Sirvamos a todos! Es la única manera de que seamos “grandes”.

Chiara Lubich

marzo 2004

El pueblo de Israel, exiliado en Babilonia, mira el pasado con nostalgia, el tiempo glorioso en el cual Dios intervino con poder y liberó a sus antepasados, esclavos en Egipto. La tentación es la de pensar: Dios ya no mandará otro Moisés, ya no obrará esos grandes prodigios que hacía en un tiempo y nosotros tendremos que permanecer por siempre en esta tierra extranjera.
En cambio, el rey persa Ciro, en el 539 a.C. libera al pueblo elegido, cuyo retorno a la tierra prometida será aún más extraordinario que el éxodo de Egipto.
¡Dios no se repite nunca! Su amor es capaz de obrar cosas mucho más grandes que las realizadas en el pasado, cosas que no podemos siquiera imaginar. Por eso pone en los labios del profeta Isaías la invitación:

«No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas: yo estoy por hacer algo nuevo»

Además Isaías, al final de su libro, anuncia un futuro más luminoso que nunca: la creación de cielos nuevos y de una nueva tierra. Lo que Dios realizará será tan grande que “no quedará el recuerdo del pasado, ni se lo traerá a la memoria”.
También el apóstol Pablo, remitiéndose a las palabras de Isaías, anunciará la inimaginable intervención de Dios en nuestra historia. En la muerte y resurrección de Jesús, Dios hace nueva a la criatura humana, la recrea en su Hijo para una vida nueva. Por otra parte, en el Apocalipsis, al final de la historia, Dios anuncia que todo el cosmos será recreado: “Yo hago nuevas todas las cosas”.
Las palabras de Isaías recorren toda la Biblia y también nos hablan a nosotros hoy:

«No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas: yo estoy por hacer algo nuevo»

Somos nosotros ese “algo nuevo”, la “nueva creación” que Dios ha generado. A través de su Hijo, que llega a nosotros en sus Palabras y en todos sus dones, ha hecho nuevos nuestro ser y nuestro obrar: es Jesús mismo el que ahora vive y obra en nosotros. El es el que renueva nuestras relaciones con los demás: en la familia, en la escuela, en el trabajo. El es quien regenera, a través de nosotros, la vida social, el mundo de la cultura, de la diversión, de la salud, de la economía, de la política… en una palabra, de todos los sectores de la actividad humana en los que estamos involucrados.
No miremos más al pasado para quedarnos añorando lo hermoso que fue aquello o para llorar nuestros errores: creamos firmemente en la acción de Dios, que puede seguir realizando “cosas nuevas”.
Dios nos ofrece la posibilidad de volver a recomenzar siempre. Nos libera de los condicionamientos y de las cargas del pasado. La vida se simplifica, se vuelve más llevadera, más pura, más fresca. También nosotros, al igual que el apóstol Pablo, olvidando el pasado, estaremos libres de correr hacia Cristo, hacia la plenitud de la vida y de la felicidad.

«No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas: yo estoy por hacer algo nuevo»

¿Cómo vivir entonces esta Palabra? Tratemos de realizar con amor lo que Dios quiere de nosotros en cada momento presente de la jornada: estudiar, trabajar, atender a los hijos, rezar, jugar… cortando con todo lo que en ese momento no es Voluntad de Dios. De esta manera permaneceremos siempre abiertos a lo que él quiera obrar en nosotros y fuera de nosotros, y estaremos dispuestos a recibir esa gracia particular que nos ofrece siempre, para cada momento presente.
Viviendo de esta manera, ofreciendo cada acción a Dios, diciéndole explícitamente “es por ti”, Jesús vivirá en nosotros y realizará siempre obras que permanecen.

Chiara Lubich

febrero 2004

Trascurre el año 740-739 a.C. El pueblo de Israel atraviesa un momento crítico. JHWH, el Dios de Israel, necesita de un profeta que hable en su nombre a todo el pueblo, que les anuncie la llegada liberadora del Emanuel, el Dios con nosotros. Entonces se le aparece, en su majestad, a Isaías, que está orando en el templo.
Ante la grandeza de Dios, el profeta advierte la propia nulidad y su ser pecador: “¡Soy un hombre de labios impuros!”, grita. Pero un ángel, con un carbón encendido que ha tomado del fuego que arde en el altar, le purifica los labios. A la pregunta que Dios le formula: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”, Isaías, totalmente renovado por la iniciativa celestial, ahora puede responder con prontitud: “¡Aquí estoy: envíame!”.
¿Peca de presunción el profeta al ofrecerse así a Dios? No, porque la iniciativa no es suya, sino de Dios. Isaías responde a un llamado:

«¡Aquí estoy: envíame!»

Así como ha llamado al profeta, a lo largo de la historia Dios sigue llamando a hombres y mujeres para confiarles una misión particular. Sobre cada uno él posa una mirada de amor: ninguno es insignificante a sus ojos. A veces podemos tener la impresión de que nuestra vida es inútil o sin sentido. Ella es plenamente rescatada por el llamado de Dios, que se dirige justamente a mí, a ti: nos invita a tomar parte del proyecto de amor que tiene sobre la humanidad y sobre la creación.
Se dirige a mí, a ti, como se dirigió a Isaías, a María, a Pedro, y en cada ocasión nos pregunta: “¿A quién enviaré?”. Él, que es Dios, nos da confianza y nos invita a ser sus colaboradores. Con nuestro “sí”, que repite el “sí” de Isaías, de María y de una multitud de cristianos que nos han precedido, podemos ponernos a su disposición.
Diciendo que sí a cada uno de sus deseos – a ese que día a día me hace comprender –, cualquier acción mía, aún la más pequeña, aún la que puede parecer insignificante, adquiere valor, se vuelve importante, contribuye a la venida del Reino de Dios, a la fraternidad universal.
Responder que “sí” no es ninguna presunción, tampoco para nosotros. La iniciativa siempre es suya, como es suya la primacía del amor. Lo nuestro es sólo una respuesta de amor a un amor que nos ha precedido. Sí, gracias a su llamado, estoy dispuesto a cumplir cualquier deseo suyo, a trabajar por él y a repetirle:

«¡Aquí estoy: envíame!»

¿No nos sentimos a la altura de la misión que él nos confía? ¿Nos parece que no tenemos la capacidad ni las fuerzas para llevarla a término?
Si Isaías se hubiera detenido a considerar la propia indignidad o los propios límites, habría seguido repitiendo: “Soy un hombre de labios impuros”. A María le parecía imposible convertirse en Madre de Dios, tan extraordinario era el anuncio que se le hacía. Al apóstol Pedro, cuando se sintió llamado por Jesús, le resultó espontáneo responder: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”.
Con su llamado, Dios nos da también la capacidad de realizar la misión que nos confía: “No hay nada imposible para Dios”. A Isaías se le purifican los labios para que pueda hablar en nombre de Dios. María es colmada por la presencia del Espíritu Santo y por el poder del Altísimo5. Pedro es sostenido, en su misión de ser “piedra”, por la oración del mismo Jesús.
A cada uno de nuestros “sí” le seguirán todas las gracias para realizar cualquier tarea que nos pida la voluntad de Dios.

«¡Aquí estoy: envíame!»

Esto también es lo que sucedió en nuestra pequeña historia cuando, en 1943, al comienzo de nuestra experiencia, comprendimos que Dios nos amaba inmensamente y nos sentimos impulsadas a comunicarle a todos esa gran noticia: “Dios te ama inmensamente, Dios nos ama inmensamente”.
Algunos meses más tarde se celebraba la fiesta de Cristo Rey. Es día quedamos fascinadas por las palabras de la liturgia: “Pídeme, y te daré las naciones como herencia, y como propiedad, los confines de la tierra”. Era el llamado a la unidad y a la fraternidad universal.
De rodillas en torno al altar, impulsadas posiblemente por el Espíritu Santo, le dijimos a Jesús: “Tú sabes cómo se puede realizar la unidad. Aquí estamos. Si quieres, usa de nosotras”. Era nuestro: “¡Aquí estoy: envíame!”. En ese momento éramos un grupo pequeño, siete, ocho jovencitas, pero ya le habíamos dado nuestra respuesta a Jesús.
Desde entonces, en sesenta años, este espíritu, con la vida de millares de personas del Movimiento, ha llegado a 182 naciones.
Una experiencia que confirma la posibilidad de las grandes cosas que él puede hacer si encuentra personas dispuestas a responder a su invitación.

Chiara Lubich

enero 2004

Actualmente, hay en el planeta alrededor de 30 conflictos armados. Algunos están a la vista de todos, otros son olvidados, pero no por eso menos crueles. Violencia, odio, actitudes belicosas se advierten también muchas veces en países que viven “en paz”.
Todo pueblo, toda persona siente un profundo anhelo de paz, de concordia, de unidad. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos y la buena voluntad, después de milenios de historia seguimos siendo incapaces de alcanzar una paz estable y duradera.
Jesús vino a traernos la paz, una paz –nos dice- que no es como la que “da el mundo”, porque no es solamente ausencia de guerra, de peleas, de divisiones, de traumas. “Su” paz es también eso, pero es mucho más: es plenitud de vida y de alegría, es salvación integral de la persona, es libertad, es fraternidad en el amor entre todos los pueblos. Él mismo es nuestra paz, por eso puede decirnos:

«Les doy mi paz»

Pero, ¿qué hizo Jesús para darnos su paz? Pagó con su persona. Precisamente mientras nos prometía paz, era traicionado por uno de sus amigos, entregado en manos de los enemigos, condenado a una muerte cruel e ingnominiosa. Se puso en medio de los contendientes, se hizo cargo de los odios y las separaciones, derribó los muros que separaban a los pueblos. Muriendo en la cruz, después de haber experimentado por amor a nosotros el abandono del Padre, volvió a unir a los hombres con Dios y entre ellos, trayendo a la tierra la fraternidad universal.
La construcción de la paz nos exige, a nosotros también, un amor fuerte, capaz de amar incluso a aquel que no responde de la misma manera, capaz de perdonar, de ir más allá de la categoría del enemigo, de amar a la patria de los otros como a la propia. Nos exige pasar de ser personas pusilánimes, tal vez concentradas en sus propios intereses y sus propias cosas, a convertirnos en pequeños héroes cotidianos que, día tras día, poniéndose al servicio de los hermanos y las hermanas, están dispuestos a dar si es necesario la vida por ellos. Exige además de nosotros un corazón y unos ojos nuevos para amar y ver en todos a otros tantos candidatos a la fraternidad universal.
Quizás nos preguntemos: “¿ver candidatos a la fraternidad universal también en los consorcistas conflictivos? ¿En los colegas de trabajo que me crean dificultades para que no avance en la carrera? ¿En quien milita en otro partido o en el equipo de fútbol que me enfrenta? ¿En las personas de religiones o nacionalidades distintas a la mía?”.
Sí, todos y cada uno son para mí, hermanos y hermanas. Aquí es donde precisamente comienza la paz, en la relación que yo sea capaz de establecer con cada uno de mis prójimos. “El mal nace en el corazón del hombre”, escribía Igino Giordani, por eso “para desplazar el peligro de la guerra es necesario desplazar el espíritu de agresión, explotación y egoísmo del cual proviene la guerra: se necesita reconstruir una conciencia”.

«Les doy mi paz»

¿Cómo puede Jesús darnos hoy la paz? El puede estar presente en medio de nosotros a través de nuestro amor recíproco, a través de nuestra unidad. De este modo podremos experimentar su luz, su fuerza, su mismo Espíritu, cuyos frutos son: amor, alegría, paz. La paz y la unidad corren a la par.
En este mes, en el cual en buena parte del planeta se reza de modo particular para que se llegue a la comunión plena y visible entre las Iglesias, advertimos aún más fuerte el vínculo entre la unidad y la paz. En los últimos años hemos visto cuánto han trabajado juntos, por la paz, cristianos de distintas iglesias.
¿Cómo dar testimonio, por eso, de esa paz profunda traída por Jesús, si entre nosotros, cristianos, no se da la plenitud del amor, si no somos un solo corazón y un alma sola como en la primera comunidad de Jerusalén?
El mundo cambia si nosotros cambiamos. Por cierto, tenemos que trabajar, de acuerdo a las posibilidades de cada uno, para resolver los conflictos, para elaborar leyes que favorezcan la convivencia de las personas y de los pueblos. Pero, sobre todo, podremos contribuir a la creación de una mentalidad de paz, al poner de relieve lo que nos une, y trabajar juntos por el bien de la humanidad.
Dando testimonio y difundiendo valores auténticos como la tolerancia, el respeto, la paciencia, el perdón, la comprensión, las otras actitudes que se oponen a la paz, caerán por sí mismas
Esa ha sido nuestra experiencia durante la Segunda Guerra Mundial, cuando entre nosotras, unas pocas jovencitas, decidimos vivir sólo para amar. Eramos jóvenes y temerosas, pero apenas nos pusimos con fuerza a vivir la una por la otra, a ayudar a los demás comenzando por los más necesitados, a servirlos aún a costa de la propia vida, todo cambió. En nuestros corazones nació una fuerza nueva y vimos cómo la sociedad comenzaba a cambiar de cara: comenzó a renovarse una pequeña comunidad cristiana, semilla de una “civilización del amor”. Al final es el amor el que triunfa, porque es más fuerte que cualquier otra cosa.
Hagamos la prueba de vivir así este mes, para ser levadura de una nueva cultura de paz y justicia. Veremos renacer en nosotros, y a nuestro alrededor, una nueva humanidad.

Chiara Lubich