Movimiento de los Focolares

Palabra de vida Diciembre 2003

n este período de Adviento, como se llama el tiempo que nos prepara para la Navidad, se vuelve a proponer la figura de Juan el Bautista. Había sido enviado por Dios a preparar los caminos para la llegada del Mesías. A los que acudían a él, él les pedía un profundo cambio de vida: “Produzcan los frutos de una sincera conversión”. Y a quien le preguntaba: “¿Qué debemos hacer entonces?, él respondía:

«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto»

¿Por qué darle al otro parte de lo que es mío? Porque el otro, creado por Dios como yo, es mi hermano, mi hermana; por lo tanto, es parte de mí. “No puedo herirte sin hacerme daño”, decía Gandhi. Hemos sido creados como un don el uno para el otro, a imagen de Dios, que es Amor. Llevamos inscripta en nuestra sangre la ley divina del amor. Jesús, viniendo a estar entre nosotros, nos lo ha revelado con claridad cuando nos dio su mandamiento nuevo: “Amense los unos a los otros, así como yo los he amado”. Es la “ley del cielo”, la vida de la Santísima Trinidad traída a la tierra, el corazón del Evangelio. Así como en el cielo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en comunión plena, al punto de ser una sola cosa, del mismo modo nosotros, en la tierra, somos nosotros mismos en la medida en que vivimos la reciprocidad del amor. Y así como el Hijo le dice al Padre: “Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío”, también entre nosotros el amor se realiza plenamente cuando compartimos no sólo los bienes espirituales, sino también los materiales.
Las necesidades de un prójimo nuestro son las necesidades de todos. ¿A alguien le falta trabajo? A mí me falta. ¿Alguien tiene la madre enferma? Le ayudo como si fuese la mía. ¿Otros tienen hambre? Es como si yo tuviera hambre y trato de conseguirle alimento como lo haría para mí mismo.
Esta es la experiencia de los primeros cristianos de Jerusalén: “La comunidad de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos”. Comunión de bienes que, si bien no era obligatoria, se vivía entre ellos intensamente. No se trata, como explicará el apóstol Pablo, de quedarse sin lo necesario por sostener a los otros, “sino de que haya igualdad”.
San Basilio de Cesarea dice: “El pan que pones aparte, le pertenece al hambriento; el manto que guardas en tus baúles, le pertenece al que está desnudo; el dinero que tienes escondido, le pertenece a los indigentes”.
Y San Agustín: “Lo que es superfluo para los ricos pertenece a los pobres”.
“También los pobres pueden ayudarse unos a otros: uno puede prestar sus piernas al rengo, otro los ojos al ciego para guiarlo; otro puede, a su vez, visitar a los enfermos”.

«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto»

También hoy podemos vivir como los primeros cristianos. El Evangelio no es una utopía. Lo demuestran, por ejemplo, los nuevos Movimientos eclesiales que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia para hacer revivir, con frescura, la radicalidad evangélica de los primeros cristianos y para responder a los grandes desafíos de la sociedad de nuestros días, donde hay injusticias y pobreza tan marcadas.
Recuerdo que, en los orígenes del Movimiento de los Focolares, el nuevo carisma nos hacía sentir un amor muy particular por los pobres. Cuando encontrábamos alguno por la calle escribíamos su dirección en un anotador para ir más tarde a visitarlos y llevarle ayuda; eran Jesús: “lo hicieron conmigo”. Después de haber ido a visitarlos en sus tugurios, se los invitaba a comer en nuestras casas. Se ponía el mejor mantel, los mejores cubiertos, se preparaba una comida especial. En nuestra mesa, en el primer focolar, se sentaban un pobre y una focolarina, un pobre y una focolarina…
Hasta que, llegado un momento, nos pareció que el Señor nos pedía que nosotras nos volviéramos pobres para servir a los pobres y a todos. Entonces, en una habitación del primer focolar, cada una trajo y puso en el centro lo que le parecía que tenía de más: un tapado, un par de guantes, un sombrero, también un abrigo de piel… ¡Y hoy, para dar a los pobres, tenemos incluso empresas que dan trabajo y distribuyen sus utilidades!
Aunque siempre queda mucho por hacer para “los pobres”.

«El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto»

Tenemos muchas riquezas para poner en común, aunque a veces no nos parezca. Tenemos una sensibilidad que afinar, conocimientos que adquirir para poder ayudar concretamente, para encontrar el modo de vivir la fraternidad. En el corazón tenemos afecto que podemos dar, cordialidad que podemos expresar, alegría que podemos comunicar. Tenemos tiempo para poner a disposición, oraciones, riquezas interiores para poner en común con la palabra o por escrito; además, a veces también tenemos cosas, un bolso, lapiceras, libros, dinero, casas, medios de transporte que se pueden poner a disposición… A lo mejor acumulamos muchas cosas pensando que algún día nos pueden resultar útiles, pero mientras tanto al lado nuestro hay alguien que tiene una necesidad urgente.
Así como cada planta sólo absorbe de la tierra el agua que le es necesaria, también nosotros tratemos de tener sólo lo que hace falta. Además, es mejor que cada tanto nos demos cuenta de que falta algo; mejor ser un poco pobres, que un poco ricos.
“Si todos nos conformáramos con lo necesario –decía San Basilio-, y diéramos lo superfluo al necesitado, no habría más ricos ni pobres”.
Hagamos la prueba, comencemos a vivir así. Ciertamente Jesús no dejará de hacernos llegar el céntuplo; tendremos la posibilidad de seguir dando. Al final, nos dirá que todo lo que hemos dado, a cualquiera, se lo hemos dado a él.

Chiara Lubich

 

Agosto 2003

¡Un Dios que nos habla a nosotros como amigos! El antiguo pueblo de Israel se sentía orgulloso de tener un Dios tan cercano, que le daba leyes y normas tan justas, como leemos en este pasaje del Deuteronomio, que forma parte del Antiguo (y Primer) Testamento.
Precisamente porque la Palabra de Dios tiene un encanto extraordinario, existe el peligro de creer que, una vez que se la ha escuchado, ya está todo hecho; en cambio la Palabra tiene que ser vivida. Esa es la cuestión.
También el Apóstol Santiago, en el Nuevo Testamento, advertía a los primeros cristianos: “Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos”. Lo mismo enseñaba Moisés cuando se dirigía a todo el pueblo con estas palabras:

«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica»

Por lo tanto, escuchar la Palabra y vivirla.
Por otra parte, en las palabras de Jesús está presente él mismo, sus palabras son él mismo, y dado que son eternas, son siempre actuales en cada momento; universales, por lo tanto válidas para todos, más allá de cualquier raza o cultura; no son simples exhortaciones, sugerencias, órdenes, como pueden ser las palabras humanas: ellas contienen y trasmiten la Vida.
Jesús, al final de su gran sermón de la montaña, nos dejó a este propósito una famosa parábola: al que escucha con entusiasmo sus palabras, pero luego no las pone en práctica, lo compara con una casa construida sobre arena; llegan los vientos y las lluvias, es decir, otras propuestas humanas más fáciles y seductoras, doctrinas que encantan e ilusionan con brillos pasajeros, y esa persona se desmorona porque en ella el mensaje evangélico no se ha vuelto vida.

«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica»

Luego Jesús compara, al que pone en práctica su Palabra, con una casa construida en la roca: pueden venir las pruebas, las tentaciones, las dudas, las desorientaciones, pero esa persona se mantiene firme en el camino del Evangelio, sigue creyendo en las Palabras de Dios porque ha probado con la vida que son verdaderas.
Vivir la Palabra de Dios provoca una auténtica revolución en nuestra vida y en la de la comunidad humana con la cual compartimos el Evangelio.

«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica»

Las palabras de Jesús se deben vivir con la simplicidad de los niños. El dice: “Den y se les dará” (Lc 6,38). ¡Cuántas veces hemos podido experimentar que cuanto más damos, más recibimos! Cuántas veces nos hemos encontrado con las manos llenas, porque todas las veces que hemos dado a quien pasaba necesidades, nos hemos vuelto a encontrar con cien veces más. ¿Y cuando no teníamos nada que dar? ¿No ha dicho Jesús: “Pidan y se les dará” (Mt 7,7)? Pedíamos… y nuestra casa se llenaba de todo tipo de cosas para poder dar más todavía.
Cuando estamos agobiados por las preocupaciones, debido a alguna situación que parece que supera nuestras fuerzas, por la angustia que nos paraliza, recordemos las Palabras de Jesús: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados…” (Mt 11,28), y volcando en él cualquier inquietud, veremos que vuelve la paz y, con ella, la solución a nuestros problemas.

La Palabra de Dios rompe nuestro yo, anula el egoísmo, sustituye nuestro modo de pensar, de querer, de actuar con el de Jesús. Viviéndola, va entrando en nosotros la lógica divina, la mentalidad evangélica y vemos todo con ojos nuevos; cambian también nuestras relaciones con los demás; personas que antes no se conocían, viviendo la Palabra de Dios y comunicándose las experiencias que ella suscita, se reconocen hermanos, se vuelven pueblo, Iglesia viva. Una sola Palabra del Evangelio vivida por muchos podría cambiar el curso de la historia.
La Palabra de Dios, si se la vive, produce milagros. Nace así, en nuestro corazón, una confianza nueva, ilimitada, en el amor del Padre que asiste a sus hijos con su intervención cotidiana. Sus palabras son verdaderas: si las vivimos, también él las pone en práctica, al pie de la letra, y nos da lo que promete: el céntuplo en esta tierra, la plenitud de la vida y la alegría sin término del Paraíso.

Chiara Lubich

Julio 2003

De un árbol, admiramos su follaje y sus flores y esperamos sus frutos, pero esa vida al árbol le llega de las raíces. Es lo que sucede también con nosotros. Estamos llamados a dar, a amar, a servir, a crear relaciones de fraternidad, a trabajar para construir un mundo más justo. Pero se necesitan raíces, es decir, vida interior de unión con Dios, nuestra relación personal de amor con él, que motiva y alimenta la vida de comunión fraterna y el compromiso social.
Es igualmente cierto que, el amor al otro, alimenta a su vez el amor a Dios y lo hace más vital y concreto, tal como la luz y el calor, a través de las hojas, fortalecen las raíces. Amor a Dios y amor al prójimo son expresiones de un único amor. También a nosotros Jesús nos repite lo que un día le dijo a sus discípulos, al verlos cansados por su entrega generosa a los demás. La vida interior y la vida externa son una raíz de la otra.
La Palabra de Vida elegida para este mes nos invita, sin embargo, a cultivar de manera especial la vida interior, sobre todo a través del recogimiento, la soledad, el silencio, para profundizar nuestra relación personal con Dios. También a nosotros Jesús nos repite lo que un día dijo a sus discípulos cansados como consecuencia de la constante donación a los demás:

«Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco»

También Jesús, cada tanto, se alejaba de sus muchas ocupaciones. Había enfermos que curar, multitudes que instruir y alimentar, pecadores que convertir, pobres que ayudar y consolar, discípulos que guiar… Sin embargo, aunque todos lo buscaban, él sabía retirarse, lejos de los centros poblados, a la montaña, para estar sólo con el Padre1. Era como si volviese a casa. En su coloquio personal y silencioso encontraba las palabras que luego le diría a su gente2, comprendía mejor su misión, recobraba fuerzas para encarar el nuevo día. Eso es lo que él quiere que hagamos también nosotros.

«Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco»

No es fácil detenerse. A veces estamos tomados por el ritmo vertiginoso del trabajo, de las actividades, como a merced de un engranaje del cual hemos perdido el control. Muchas veces la sociedad nos impone un ritmo de vida frenético: producir cada vez más, avanzar en la carrera, sobresalir… No es fácil enfrentar la soledad y el silencio tanto fuera como dentro de nosotros. Sin embargo, son condiciones necesarias para escuchar la voz de Dios, para confrontar nuestra vida con su Palabra, para cultivar y ahondar la relación de amor con él. Sin esta linfa interior corremos el riesgo de girar en el vacío y de que nuestro mucho trajinar termine resultando infructuoso

«Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco»

Jesús se llevó aparte a los discípulos para que estuvieran con él y en él encontraran reposo: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré”3. El mejor descanso es darse tiempo para “estar” con Jesús, vivir en gracia, en el amor, dejándose plasmar y guiar por su Palabra. En particular, antes de la oración, momento privilegiado del “estar con él”, es bueno dejar todo de lado, descansar un poco, recogerse, entrar en el secreto y en el silencio de nuestra habitación interior4. En nuestra oración no tenemos que andar midiendo el tiempo. En eso, cuanto más perdamos más ganaremos. Será como un zambullirnos en la unión con Dios, y encontraremos la paz. Podremos entonces llegar a un coloquio continuo con él, a un recogimiento constante, también más allá del tiempo dedicado a la oración. Es mi experiencia de muchos años.

En una ocasión escribí:

“…¡Señor!
En el corazón te tengo,
tesoro que ha de dar sentido a mis gestos.
Tú, cuídame, mírame,
es tuyo el amar: gozar y padecer.
Que nadie recoja un suspiro.
Oculta en tu tabernáculo,
vivo, trabajo por todos.
Que el toque de mi mano sea tuyo,
sólo tuyo el acento de mi voz…”.

Aún cuando no nos sea posible alejarnos del ruido o del torbellino del mundo que nos rodea, podemos ir al fondo del corazón, en busca de Dios, y él siempre está allí. A veces bastará decir: “Es por ti, Jesús”, antes de cada actividad y de un encuentro. Este también es un medio para retirarse un poco aparte y darle a todo un sentido, una entonación sobrenatural. Y ofrecerle cada dolor, pequeño o grande.
La comunión con él nos perfeccionará. También el físico resultará beneficiado y será posible volver con nuevas energías a nuestra actividad, a amar con impulso renovado.

Chiara Lubich
 

Comentario de Chiara Lubich de la Palavra de Vida del mes de Junio

Testigos

Estas son las palabras que Jesús dirige a sus apóstoles antes de ascender al Cielo. Había llevado a cabo la misión que el Padre le había confiado: había vivido, muerto y resucitado para liberar a la humanidad del mal, reconciliarla con Dios, unificarla en una sola familia. Ahora, antes de volver al Padre, confía a sus discípulos la tarea de continuar su obra y ser sus testigos en el mundo entero.

Bien sabe Jesús que la empresa está infinitamente por encima de sus capacidades, y por eso promete el Espíritu Santo. Cuando el Espíritu descienda sobre ellos, en Pentecostés, transformará a los simples y temerosos pescadores de Galilea en valientes anunciadores del Evangelio. Nada los podrá detener. A todos los que quieran impedirles su testimonio les dirán: “Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído”1.

Jesús, a través de los apóstoles, confía la misión del testimonio a la Iglesia entera. Esa fue la experiencia de la primera comunidad cristiana de Jerusalén que, viviendo “con alegría y sencillez de corazón”, todos los días atraía a nuevos miembros2. Fue la experiencia de la primera comunidad del apóstol Juan, que anunciaban lo que habían oído, lo que habían visto con sus ojos, lo que habían contemplado y lo que sus manos habían tocado, es decir, el Verbo de la vida…3.
Con el bautismo y la confirmación también nosotros hemos recibido el Espíritu Santo que nos impulsa a dar testimonio y a anunciar el Evangelio. También a nosotros Jesús nos asegura:

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos (…) hasta los confines de la tierra”

El es el don del Señor resucitado. Habita en nosotros como en su templo, nos ilumina y nos guía. Es el Espíritu de verdad que hace comprender las palabras de Jesús, las vuelve vivas y actuales, enamora de la Sabiduría, sugiere lo que tenemos que decir y cómo decirlo. Es el Espíritu de Amor que inflama con su mismo amor, nos hace capaces de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, todas las fuerzas, y de amar a todos los que se cruzan en nuestro camino. Es el espíritu de fortaleza que infunde valentía y fuerza para ser coherentes con el Evangelio y dar siempre testimonio de la verdad. Sólo con el fuego del amor que él infunde en nuestros corazones podemos cumplir la gran misión que Jesús nos confía:

“… serán mis testigos”.

¿Cómo ser testigos de Jesús? Viviendo la vida nueva que él ha traído a la tierra, el amor, y mostrando sus frutos. Debo seguir al Espíritu Santo que, cada vez que encuentro a un hermano o una hermana, me dispone a “hacerme uno” con él o con ella, a servirlos a la perfección, que me da la fuerza de amarlos si de algún modo son enemigos; que enriquece mi corazón de misericordia para saber perdonar y para comprender sus necesidades; que me hace sentir la importancia de comunicar, cuando es oportuno, las cosas más hermosas de mi alma.

A través de mi amor, es el amor de Jesús el que se revela y  se trasmite. Sucede como con una lente que recoge los rayos del sol: acercándole una pajita, ésta se quema porque los rayos, al concentrarse, hacen que la temperatura se eleve. En cambio, si se pone la pajita directamente delante del sol, ésta no se enciende. Lo mismo pasa a veces con las personas. Es como si permanecieran indiferentes, apagados, ante la religión, pero a veces –porque Dios lo quiere- se encienden ante una persona que comparte su experiencia del amor de Dios, porque esa persona hace las veces de lente que recoge los rayos y enciende e ilumina.
Con ese amor y por ese amor de Dios en el corazón se puede llegar lejos, y compartir con muchísimas otras personas el propio descubrimiento:

“… hasta los confines de la tierra”

Los “confines de la tierra” no son solamente los geográficos. También indican, por ejemplo, personas cercanas a nosotros que no han tenido todavía la alegría de conocer verdaderamente el Evangelio. Hasta allí debe llegar nuestro testimonio.
Además queremos vivir la “regla de oro”, presente en todas las religiones: hacer a los demás lo que quisiéramos que se nos hiciera a nosotros.
Por amor a Jesús se nos pide “hacernos uno” con cada uno, en el olvido completo de uno mismo, hasta que el otro, dulcemente herido por el amor de Dios en nosotros, querrá “hacerse uno” con nosotros, en un intercambio recíproco de ayudas, de ideales, de proyectos, de afectos. Sólo entonces podremos dar la palabra, y será un regalo, en la reciprocidad del amor.
Que Dios nos haga sus testigos delante de los hombres para que Jesús, en el Cielo –como nos ha prometido- salga de testigo por nosotros delante de su Padre4.

Chiara Lubich

1) Hech 4,20;
2) cf Hech 2,46.48;
3) cf 1Jn 1,1-4;
4) cf Mt 10,32.

Palabra de vida Diciembre 2002

Estas palabras marcan el comienzo de la divina aventura de María. El ángel acaba de revelarle el proyecto de Dios sobre ella: ser madre del Mesías. Antes de dar su consentimiento, María ha querido tener constancia de que fuera realmente la voluntad de Dios y, una vez comprendido que era eso lo que él quería, no dudó un momento en adherir plenamente. Desde entonces María ha seguido abandonándose completamente al querer de Dios, aún en los momentos más dolorosos y trágicos.
Precisamente porque cumplió, no su voluntad, sino la voluntad de Dios, porque puso toda su confianza en lo que Dios le pedía, todas las generaciones la llaman feliz (cf. Lc 1,48) y ella se realizó plenamente hasta llegar a ser la Mujer por excelencia.
En efecto, éste es precisamente el fruto de cumplir la voluntad de Dios: se realiza nuestra personalidad, conquistamos nuestra libertad, alcanzamos nuestro verdadero ser. De hecho, Dios nos ha pensado desde siempre a cada uno, nos ha amado desde toda la eternidad; desde siempre tenemos un lugar en su corazón. También a nostros Dios nos quiere revelar, como a María, lo que ha pensado de cada uno, quiere hacernos conocer nuestra verdadera identidad. “¿Quieres que yo haga de ti y de tu vida una obra maestra? – parece decirnos –. Sigue el camino que te indico y llegarás a ser lo que siempre has sido en mi corazón. Yo te he pensado y amado, he pronunciado tu nombre, desde toda la eternidad. Diciéndote mi voluntad te revelo tu verdadero yo”.
Por eso su voluntad no es, entonces, una imposición que coarta, sino la manifestación de su amor por nosotros, de su proyecto sobre nosotros; y es sublime como Dios mismo, fascinante y extasiante como su rostro: es Dios mismo que se da. La voluntad de Dios es un hilo de oro, una trama divina que entreteje toda nuestra vida terrenal y continúa más allá; va de la eternidad a la eternidad; primero en la mente de Dios, luego en esta tierra y, finalmente, en el Paraíso.
Pero, para que el plan de Dios se realice plenamente pide mi consentimiento, tu consentimiento, como se lo pidió a María. Sólo así se realiza la palabra que ha pronunciado sobre mí, sobre ti. También nosotros, como María, estamos llamados a decir, entonces:

«Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»

Ciertamente no siempre nos resulta claro cuál es su voluntad. También nosotros, como María, tendremos que pedir luces para comprender lo que Dios quiere. Hay que escuchar bien su voz dentro de nosotros, con total sinceridad, buscando el consejo a quien puede ayudarnos, si es necesario. Pero una vez comprendida su voluntad hay que decirle enseguida que sí. Si hemos comprendido, en efecto, que su voluntad es lo más grande y más hermoso que puede darse en nuestra vida, no nos “resignaremos” a tener que hacer la voluntad de Dios, sino que nos alegrará “poder” hacer la voluntad de Dios, poder seguir su proyecto, de modo que suceda lo que él ha pensado para nosotros. Es lo mejor, lo más inteligente que podemos hacer.
Las palabras de María –“Yo soy la servidora del Señor”– son entonces nuestra respuesta de amor al amor de Dios. Ellas nos mantienen siempre con la mirada puesta en él, a la escucha, en obediencia, con el único deseo de realizar lo que él quiere para ser como él nos quiere.
A veces, sin embargo, lo que él nos pide puede parecernos absurdo. Creemos que sería mejor hacer de otra manera, querríamos tomar nosotros en manos nuestra vida. Hasta tendríamos ganas de darle consejos a Dios, de decirle nosotros cómo hacer o no hacer. Pero si creo que Dios es amor pongo mi confianza en él, sé que todo lo que predispone en mi vida y en la vida de todos los que me rodean es por mi bien, por su bien. Entonces me entrego a él, me abandono con plena confianza en su voluntad y la quiero con todo mi ser, hasta ser una misma cosa con ella, sabiendo que dar acogida a su voluntad es recibirlo a él, abrazarlo, alimentarse de él.
Nada, hay que creerlo, sucede por casualidad. Ningún acontecimiento gozoso, indiferente o doloroso, ningún encuentro, ninguna situación de familia, de trabajo, de escuela, ninguna condición de salud física o moral es sin sentido. En cambio todo –acontecimientos, situaciones, personas– trae un mensaje de parte de Dios, todo contribuye a la realización del plan de Dios, que descubriremos poco a poco, día a día, haciendo, como María, la voluntad de Dios.

«Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»

“Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”.
¿Cómo vivir esta Palabra, entonces? Nuestro sí a la Palabra de Dios significa concretamente hacer bien, por completo, en cada momento, la acción que la voluntad de Dios nos pide. Ponerse con todo en esa obra, eliminando cualquier otra cosa, dejando de lado pensamientos, deseos, recuerdos, acciones que no tengan que ver con ello.
Ante cada voluntad de Dios dolorosa, gozosa, indiferente, podemos repetir: “que se cumpla en mí lo que has dicho”, o bien, como nos ha enseñado Jesús en el Padre Nuestro: “hágase tu voluntad”. Digámoslo antes de cada acción que emprendemos: “venga”, “hágase”. Entonces realizaremos momento a momento, piedrita a piedrita, el maravilloso, único e irrepetible mosaico de nuestra vida que el Señor ha pensado desde siempre para cada uno de nosotros.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Noviembre 2002

Jesús acaba de salir del templo. Los discípulos le hacen notar, con orgullo, la imponencia y la belleza del edificio. Entonces dice: “¿Ven todo esto? Les aseguro que no quedará aquí piedra sobre piedra: todo será destruido”. Luego asciende al monte de los Olivos, se sienta y, mirando a la ciudad de Jerusalén, que tiene al frente, comienza a hablar de su destrucción y del fin del mundo.
¿Cómo será el fin del mundo – le preguntan los discípulos –, y cuándo llegará? Es una pregunta que también se han planteado las sucesivas generaciones cristianas, una pregunta que se plantea todo ser humano. En efecto, el futuro es misterioso y muchas veces despierta temor. También hoy hay quienes preguntan a los magos o averiguan en el horóscopo para saber cómo será el futuro, qué sucederá…
La respuesta de Jesús es cristalina: el fin de los tiempos coincide con su venida. Él, Señor de la historia, volverá. Es él el punto luminoso de nuestro futuro.
Pero, ¿cuándo se dará ese encuentro? Nadie lo sabe, puede suceder en cualquier momento. Nuestra vida, en efecto, está en sus manos. Él nos la dio: él puede volver a tomarla en cualquier momento, sin preaviso. Aunque nos advierte: tendrán ocasión de estar preparados a ese acontecimiento, si vigilan.

«Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora»

Lo que Jesús nos recuerda, antes que nada, con estas palabras, es que él vendrá. Nuestra vida en la tierra concluirá y comenzará una vida nueva, que no tendrá fin. Hoy nadie quiere oír hablar de muerte… A veces se hace de todo para distraerse, sumergiéndose por completo en las ocupaciones cotidianas, al punto de olvidar al mismo que nos ha dado la vida y que nos la volverá a pedir para introducirnos en su plenitud, en la comunión con su Padre, en el Paraíso.
¿Estaremos dispuestos a ese encuentro? ¿Tendremos la lámpara encendida, como las vírgenes prudentes que esperan al esposo? Es decir, ¿estaremos en el amor? ¿O bien nuestra lámpara se habrá apagado porque, tomados por el cúmulo de cosas que hacer, por alegrías efímeras, por la posesión de los bienes materiales, nos hemos olvidado de lo único necesario: amar?

«Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora»

¿Cómo hacer para permanecer vigilantes? Sabemos, antes que nada, que vigila bien el que ama. Lo sabe la esposa que espera al marido que llegará tarde del trabajo o que está regresando de un largo viaje; lo sabe la madre que se preocupa por el hijo que no ha vuelto todavía a casa; lo sabe el enamorado que no ve la hora de encontrarse con su amada… Quien ama sabe esperar, por más que el otro tarde.
A Jesús se lo espera si se lo ama y se desea ardientemente estar con él.
Y se lo espera amando concretamente, sirviéndolo, por ejemplo, en quien tenemos al lado, o comprometiéndonos en la edificación de una sociedad más justa. Cuando cuenta la parábola del siervo fiel que, esperando el regreso del patrón, se ocupa de sus servidores y de las cuestiones de la casa, es el mismo Jesús quien nos invita a vivir de esta manera; o la de los siervos que, a la espera del regreso del patrón, no se quedan inactivos, sino que hacen fructificar los talentos recibidos.

«Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora»

Precisamente porque no sabemos el día ni la hora de su venida, podemos concentrarnos más fácilmente en el hoy que se nos da, en el afán de cada día, en el presente que la Providencia nos ofrece vivir.
Recuerdo ahora una oración que me nació espontáneo, en una ocasión, dirigirle a Dios. Decía así:
“Jesús,
hazme hablar siempre
como si fuera la última
palabra que pronuncio.
Hazme actuar siempre
como si fuera la última
acción que realizo.
Hazme sufrir siempre
como si fuera el último
dolor que he de ofrecerte.
Hazme rezar siempre
como si fuera la última
posibilidad,
que tengo aquí en la tierra,
de hablar a solas contigo”.

Chiara Lubich