Movimiento de los Focolares

Palabra de vida Octubre 2002

La discusión sobre cuál era el primero, entre los muchos mandamientos de las Escrituras, era un tema clásico que se planteaban las escuelas rabínicas en los tiempos de Jesús. Por eso él, considerado un maestro, no elude la pregunta que se le hace al respecto “¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”. Pero responde de un modo original, uniendo el amor a Dios con el amor al prójimo. Sus discípulos no pueden separar nunca estos dos amores, como en un árbol no se pueden separar las raíces de la copa: cuanto más aman a Dios, más intensifican el amor a los hermanos y hermanas; cuanto más aman a los hermanos y hermanas, tanto más hondo van en el amor a Dios.

Jesús sabe, como ninguno, quién es el Dios al que verdaderamente debemos amar y sabe cómo tiene que ser amado: es su Padre, y Padre nuestro, su Dios y nuestro Dios (cf Jn 20, 17). Es un Dios que ama a cada uno personalmente; me ama, te ama: es mi Dios, tu Dios (“Amarás al Señor tu Dios”).

Y nosotros podemos amarlo porque él nos amó primero: el amor que nos ha . ordenado es, por eso, una respuesta al Amor. Podemos dirigirnos a él con la misma familiaridad y confianza que tenía Jesús cuando lo llamaba Abba, Padre. También nosotros, como Jesús, podemos hablar a menudo con él, presentándole todas nuestras necesidades, propósitos, proyectos, diciéndole una y otra vez nuestro amor exclusivo. También nosotros queremos esperar con impaciencia que llegue el momento de ponernos en contacto profundo con él mediante la oración, que es diálogo, comunión, intensa relación de amistad. En esos momentos podemos dar rienda suelta a nuestro amor: adorarlo más allá de la creación, adorarlo presente por todas partes en el universo entero, alabarlo en el fondo de nuestro corazón o, vivo, en los tabernáculos, imaginarlo allí donde estamos, en la habitación, en el trabajo, en la oficina, mientras nos encontramos con los demás…

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu»

Jesús también nos enseña otro modo de amar al Señor. Para Jesús amar significó realizar la voluntad del Padre poniendo a disposición la mente, el corazón, las energías, la vida misma; se dio por completo al proyecto que el Padre tenía para él. El Evangelio nos lo muestra siempre y totalmente orientado hacia el Padre (cf Jn 1, 18), siempre en el Padre, siempre tendiendo a decir sólo lo que había oído del Padre, a realizar sólo lo que el Padre le había dicho que hiciera. A nosotros también nos pide lo mismo: amar significa hacer la voluntad del Amado, sin medias tintas, con todo nuestro ser: “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Porque el amor no es sólo un sentimiento. “¿Por qué ustedes me llaman Señor, Señor, y no hacen lo que les digo?” (Lc 6, 46), pregunta Jesús a quien ama solamente de palabra.

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu»

¿Cómo vivir, entonces, este mandamiento de Jesús? Sin duda estableciendo con Dios una relación filial y de amistad, pero sobre todo haciendo lo que él quiere. Nuestra actitud para con Dios, como la de Jesús, será estar siempre orientados hacia el Padre, a su escucha, en obediencia, para realizar su obra, sólo esa y no otra cosa.
En esto se nos pide la mayor radicalidad, porque a Dios no se le puede dar menos que todo: todo el corazón, toda el alma, toda la mente. Esto significa hacer bien, por completo, esa acción que él nos pide.
Para vivir su voluntad y adecuarse a ella hará falta, muchas veces, quemar la nuestra, sacrificando todo lo que tenemos en el corazón o en la mente que no tenga que ver con el presente. Puede ser una idea, un sentimiento, un pensamiento, un deseo, un recuerdo, una cosa, una persona…
Estemos volcados, entonces, en lo que se nos pide en el momento presente. Hablar, llamar por teléfono, escuchar, ayudar, estudiar, rezar, comer, dormir, vivir su voluntad sin divagar; hacer acciones enteras, limpias, perfectas, con todo el corazón, el alma, la mente; tener al amor como único motivo que impulsa cada una de nuestras acciones, al punto de poder decir, en cada momento del día: “Sí, mi Dios, en este instante, en esta acción te he amado con todo el corazón, con todo mi ser”. Sólo entonces podremos decir que amamos a Dios, que le retribuimos el amor que nos tiene.

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu»

Resultará útil, para vivir esta Palabra de vida, analizarnos cada tanto a nosotros mismos para ver si Dios está verdaderamente en el primer lugar de nuestra alma.

Entonces, para concluir, ¿qué tenemos que hacer en este mes? Elegir nuevamente a Dios como único Ideal, como el todo de nuestra vida, volviendo a ponerlo en el primer lugar, viviendo con perfección su voluntad en el momento presente. Le tenemos que poder decir con sinceridad: “Mi Dios y mi todo”, “te amo”, “soy todo tuyo, “¡Eres Dios, eres mi Dios, nuestro Dios de amor infinito!”.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Septiembre 2002

Esta Palabra de vida ha sido tomada de uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito entre el 170 y l80 antes de Cristo, por Ben Sira, un sabio, un escriba que desarrollaba su misión de maestro en Jerusalén. Enseña un tema muy apreciado por toda la tradición sapiencial bíblica: Dios es misericordioso con los pecadores y nosotros tenemos que imitar su forma de proceder. El Señor perdona todas nuestras culpas porque “el Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia” (Sal 103, 3.8). Cierra los ojos para no ver más nuestros pecados (Sap 11, 23), los olvida echándolos a sus espaldas (Cf Is 38, 17). En efecto, escribe el mismo Ben Sira, conociendo nuestra pequeñez y miseria “multiplica el perdón”. Dios perdona porque, como todo padre, como toda madre, ama a sus hijos y por lo tanto los disculpa siempre, oculta sus errores, les da confianza y los alienta sin cansarse nunca.
Como padre y madre, a Dios no le basta amar y perdonar a sus hijos y a sus hijas. Su mayor deseo es que ellos se traten como hermanos y hermanas, anden de acuerdo, se quieran, se amen. La fraternidad universal, éste es el plan de Dios para la humanidad. Una fraternidad más fuerte que las inevitables divisiones, tensiones, rencores que se insinúan con tanta facilidad por incomprensiones y errores.
Muchas veces las familias se deshacen por no saber perdonar. Viejos odios mantienen divididos a parientes, grupos sociales, pueblos. A veces hasta hay quien enseña a no olvidar las ofensas recibidas, a cultivar sentimientos de venganza… Entonces un sordo rencor envenena el alma y corroe el corazón.
Algunos piensan que el perdón es una debilidad. No, es la expresión de un valor mucho más grande, es amor verdadero, el más auténtico porque es el más desinteresado: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen?” (Cf Mt 5, 42-27).
También a nosotros se nos pide que, aprendiendo de él, tengamos un amor de padre, un amor de madre, un amor de misericordia con todos los que se cruzan en nuestro camino durante el día, especialmente con quien se equivoca. Por otra parte, a los que están llamados a vivir una espiritualidad de comunión, es decir, la espiritualidad cristiana, el Nuevo Testamento le pide más todavía: “perdónense mutuamente” (Cf Col 3, 13: 2). El amor recíproco exige casi un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos a perdonarnos unos a otros. Sólo así podremos contribuir a la realización de la fraternidad universal.

«Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados.»

Estas palabras no sólo nos invitan a perdonar, sino que nos recuerdan que el perdón es la condición necesaria para que también nosotros podamos ser perdonados. Dios nos escucha y nos perdona en la medida que nosotros sepamos perdonar. El mismo Jesús nos advierte, “La medida con que midan se usará con ustedes” (Mt 7, 2). “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia” (Mt 5, 7). En efecto, si el corazón está endurecido por el odio ni siquiera está en condiciones de reconocer y de dar cabida al amor misericordioso de Dios.
¿Cómo vivir entonces esta Palabra de vida? Ciertamente perdonando enseguida si hubiera alguien con el cual todavía no nos hemos reconciliado. Pero esto no basta. Habrá que hurgar en los rincones más escondidos de nuestro corazón y eliminar también la simple indiferencia, la falta de benevolencia, toda actitud de superioridad, de descuido por cada uno de los que pasan a nuestro lado.
Se requiere, además, una tarea de prevención. Y así, cada mañana, ver con una mirada nueva a los que voy encontrando en familia, en la escuela, en el trabajo, en el almacén, dispuestos a pasar por alto cosas que no van con nuestro modo de ser, dispuestos a no juzgar, a trasmitir confianza, a esperar siempre, a creer siempre. Acercarme a cada persona con esta amnistía completa en el corazón, con este perdón universal. No recuerdo para nada sus defectos, cubro todo con el amor. Y a lo largo del día trato de reparar un desaire, un estallido de impaciencia, con un pedido de disculpas o un gesto de amistad. Ante una actitud de instintivo rechazo del otro respondo poniendo en juego un gesto de acogida plena, de misericordia sin límites, de perdón completo, de coparticipacion, de atención
a sus necesidades.
Entonces también yo, cuando eleve la oración al Padre, y sobre todo cuando le pida perdón por mis errores, veré que mi pedido es escuchado, podré decir con plena confianza: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6, 12).

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Agosto 2002

El lago de Tiberíades, llamado también “mar de Galilea”, tiene 21 kilómetros de largo y 12 de ancho. Cuando el viento baja impetuoso por el valle de la Bekaa llega a provocar miedo, incluso entre los pescadores acostumbrados a navegarlo. Pues bien, esa noche los discípulos sintieron realmente miedo: olas altas y viento contrario. A duras penas lograban dominar la barca.
Sucedió entonces algo inesperado. Jesús, que se había quedado en tierra, solo, para orar, apareció de improviso sobre las aguas. Ya excitados por las condiciones del mar, los discípulos comenzaron a gritar, espantados, creyendo ver un fantasma. Ese que veían delante de ellos no podía ser Jesús. Está escrito en el libro de Job que sólo Dios camina sobre las aguas (Cf Jb 9, 8). Pero Jesús les dice: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. Sube a la barca y el mar se calma. Los discípulos no solamente recobran la paz, sino que por primera vez lo reconocen como “hijo de Dios”: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33).

«Tranquilícense, soy yo; no teman»

Esa barca agitada por el viento y sacudida por las olas se ha convertido en el símbolo de la Iglesia de todos los tiempos. Para todo cristiano que realiza la travesía de la vida, tarde o temprano llega el momento del temor. Imagino que tú también, alguna vez, te habrás encontrado con el corazón agitado por la tempestad; a lo mejor te has sentido arrastrado, por un viento contrario, en dirección opuesta a donde querías llegar; has tenido miedo de que tu vida o la de tu familia naufragara.
¿Quién puede estar exento de pruebas? A veces la prueba asume los rostros del fracaso, de la pobreza, de la depresión, de la duda, de la tentación… A veces lo que más daño nos hace es el dolor de quien tenemos al lado: un hijo drogadicto o incapaz de encontrar su camino, el marido alcohólico o sin trabajo, la separación o el divorcio de personas queridas, los padres ancianos y enfermos… Da miedo también la sociedad materialista e individualista que nos rodea, las guerras, las violencias, las injusticias… Ante estas situaciones también puede insinuarse la duda: ¿Adónde ha ido a parar el amor de Dios? ¿Ha sido todo una ilusión? ¿Es un fantasma?
No hay nada peor que sentirse solos en el momento de la prueba. Cuando no hay nadie con quien poder compartir el dolor, o que esté en condiciones de ayudarnos a resolver las situaciones difíciles, cualquier sufrimiento parece insoportable. Jesús lo sabe, por eso aparece sobre nuestro mar en tempestad, viene junto a nosotros y nos repite nuevamente:

«Tranquilícense, soy yo; no teman»

Soy yo, parece decirnos, en ese miedo tuyo: yo también, en la cruz, cuando grité mi abandono me sentí invadido por el temor de que el Padre me hubiera abandonado. Soy yo, en ese desaliento tuyo: en la cruz también yo tuve la impresión de que me faltaba el aliento del Padre. ¿Estás desorientado? Yo también lo estaba, a tal punto que grité “¿por qué?”. Yo, como y más que tú, me he sentido solo, inseguro, herido… Yo he sentido sobre mí el dolor de la maldad humana…
Jesús ha entrado verdaderamente en cada dolor, ha cargado con cada prueba nuestra, se ha identificado con cada uno de nosotros. El está bajo todo lo que nos hace daño, que nos da miedo. Bajo toda circunstancia dolorosa, temible, hay un rostro suyo. El es el Amor y es propio del amor despejar todo temor.
Cada vez que nos asalta una duda, que somos sofocados por un dolor, podemos reconocer la verdadera realidad que allí se esconde: es Jesús que se hace presente en nuestra vida, es uno de los tantos rostros con los cuales se manifiesta. Llamémoslo por su nombre: eres tú, Jesús abandonado-duda; eres tú, Jesús abandonado-traicionado; eres tú, Jesús abandonado-enfermo. Hagámoslo entonces subir a nuestra barca, démosle buena acogida, dejémoslo entrar en nuestra vida. Y luego sigamos viviendo lo que Dios quiere de nosotros, entregándonos a amar al prójimo. Descubriremos que Jesús es siempre Amor. Entonces podremos decirle, como los discípulos: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”.
Abrazándolo, él se volverá nuestra paz, nuestro consuelo, valor, equilibrio, la salud, la victoria. Será la explicación de todo y la solución de todo.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Julio 2002

Estas palabras de Jesús son tan importantes, que el Evangelio de Mateo las cita dos veces (Mt 13, 12; 25, 29). Ellas muestran claramente que la economía de Dios no es como la nuestra. Sus cálculos son siempre distintos de los nuestros, como, por ejemplo, cuando paga lo mismo al obrero de la última hora que al de la primera (Cf Mt 20, 1-16).
Estas palabras Jesús las dijo respondiendo a los discípulos que le preguntaban por qué a ellos les hablaba abiertamente, mientras que a los otros se dirigía con parábolas, de manera velada. A sus discípulos Jesús les daba la plenitud de la verdad, la luz, precisamente porque lo seguían, porque para ellos él era todo. A ellos, que le habían abierto el corazón, que estaban plenamente dispuestos a darle acogida, que ya tenían a Jesús, a ellos Jesús se da en plenitud.
Para comprender esta manera de actuar suya, puede resultar útil recordar otra Palabra semejante, que cita el Evangelio de Lucas: “Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante” (Lc 6, 38). En las dos frases, según la lógica de Jesús, tener (al que tiene se le dará) equivale a dar (a quien da, será dado).
Estoy segura de que también tú has experimentado esta verdad evangélica. Cuando ayudaste a una persona enferma, cuando consolaste a alguien que estaba triste, cuando estuviste al lado de quien se encontraba solo, ¿no te ha sucedido a veces probar una alegría y una paz que no sabías de dónde venían? Es la lógica del amor. Cuanto más uno se dona, tanto más se enriquece.
Entonces, la Palabra de este mes, la podríamos leer así: a quien tiene amor, a quien vive en el amor, Dios le da la capacidad de amar más todavía, le da la plenitud del amor hasta hacerlo ser como él, que es Amor.

«A quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene.»

Sí, es el amor el que nos hace ser. Nosotros existimos porque amamos. Si no amáramos, o cada vez que no amamos, no somos, no existimos (“se le quitará aún lo que tiene”).
Entonces, no nos queda otra cosa que amar, sin ahorrarnos nada. Sólo así Dios se dará a nosotros y con él llegará la plenitud de sus dones.
Demos concretamente a quien está a nuestro alrededor, seguros de que dándole a él le damos a Dios; demos siempre; demos una sonrisa, un acto de comprensión, un perdón, una escucha; demos nuestra inteligencia, nuestra disponibilidad; demos nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras ideas, nuestra actividad; demos la experiencia, las capacidades, los bienes para compartir con los demás, de manera que nada se acumule y todo circule. Nuestro dar abre las manos de Dios que, en su providencia, nos llena con sobreabundancia para poder dar más todavía, y mucho, y volver a recibir, y poder así ir al encuentro de las inmensas necesidades de muchos.

«A quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aún lo que tiene.»

El don más grande que Jesús quiere hacernos es él mismo, que quiere estar siempre presente en medio de nosotros: esta es la plenitud de la vida, la abundancia de la cual quiere colmarnos. Jesús se da a sus discípulos cuando lo siguen unidos. Por lo tanto, esta Palabra de vida nos recuerda también la dimensión comunitaria de nuestra espiritualidad. Podemos leerla de esta manera: a los que tienen el amor recíproco, a los que viven la unidad, se le dará la presencia misma de Jesús en medio de ellos.
Y se le dará más todavía. A quien tiene, a quien ha vivido en el amor y de esta manera se habrá ganado el céntuplo en esta vida, también se le dará, por añadidura, el premio: el Paraíso. Y en abundancia.
En cambio el que no tiene, el que no tendrá el céntuplo porque no ha vivido en el amor, tampoco gozará en el futuro del bien y de los bienes (parientes, cosas) que tuvo en la tierra, porque en el infierno no habrá más que pena.
Amemos, entonces. Amemos a todos. Amemos a tal punto que también el otro ame a su vez, y el amor sea recíproco: tendremos la plenitud de la vida.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Junio 2002

El comportamiento de Jesús es tan nuevo con respecto a la mentalidad corriente, que muchas veces escandalizaba a las personas de bien. Como esa vez que llamó a Mateo a seguirlo y fue a almorzar a su casa. Mateo era un recaudador de impuestos. Por su profesión no era querido por la gente, es más, era considerado un pecador público, un enemigo al servicio del Imperio Romano.
Los fariseos se preguntaban porqué Jesús se sentaba a comer con un pecador: ¿no era mejor mantenerse a distancia de cierta gente? Esta pregunta le da pié a Jesús para explicar que él quiere encontrarse justamente con los pecadores, como un medico con los enfermos. Y concluye diciéndoles que vayan a estudiar qué significa la palabra de Dios citada en el Antiguo Testamento por el profeta Oseas: “Porque yo quiero misericordia y no sacrificios” (Cf Os 6, 6).
¿Por qué Dios quiere, de nosotros, la misericordia? Porque nos quiere como él. Tenemos que asemejarnos a él como los hijos se asemejan al padre y a la madre. A lo largo de todo el Evangelio Jesús nos habla del amor del Padre tanto por los buenos como por los malos, por los justos como por los pecadores: por cada uno, sin hacer diferencias ni excluir a nadie. Si tiene preferencias, es por aquellos que parecen no merecer que se los ame, como en la parábola del hijo pródigo.
Jesús afirma: “Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6, 36): ésta es la perfección (Mt 5, 48).

«Vayan y aprendan qué significa: Prefiero la misericordia al sacrificio»

Hoy también Jesús dirige esta invitación a cada uno de nosotros: “Vayan y aprendan…”. Pero, ¿adónde ir? ¿Quién nos podrá enseñar lo que quiere decir ser misericordiosos? Uno solo: justamente él, Jesús, que fue en busca de la oveja descarriada, que perdonó a quien lo había traicionado y crucificado, que dio su vida por nuestra salvación. Para aprender a ser misericordiosos como el Padre, perfectos como él, hay que mirar a Jesús, revelación plena del amor del Padre. El dijo: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14, 9).

«Vayan y aprendan qué significa: Prefiero la misericordia al sacrificio»

¿Por qué la misericordia y no el sacrificio? Porque el amor es el valor absoluto que da sentido a todo el resto, incluso al culto, al sacrificio. En efecto el sacrificio más agradable a los ojos de Dios es el amor concreto por el prójimo, que en la misericordia encuentra su más alta expresión.
Misericordia que ayuda a ver siempre nuevas a las personas con las cuales vivimos cotidianamente en familia, en la escuela, el trabajo, sin detenernos a recordar sus defectos, sus errores; misericordia que nos permite no juzgar, sino perdonar las ofensas recibidas, e incluso olvidarlas.
Nuestro sacrificio no ha de consistir en hacer largas vigilias o ayunos, o dormir en el suelo, sino en dar cabida siempre en nuestro corazón a quien pasa a nuestro lado, sea bueno o malo.
Eso es justamente lo que hizo un señor que trabajaba en la recepción de un hospital. Su aldea había sido totalmente arrasada por sus “enemigos”. Una mañana vio llegar a un hombre con un pariente enfermo. Por el tono de voz comprendió enseguida que se trataba de uno de los del bando “enemigo” que, por miedo, trataba de ocultar su identidad para que no lo rechazaran. Entonces, sin pedirle los documentos, lo ayudó, aunque debía hacer un gran esfuerzo para vencer el odio que sentía por dentro desde hacía tanto tiempo. En los días siguientes tuvo ocasión de asistirlo en varias oportunidades. El último día el “enemigo” pasó por la caja a pagar y le dijo: “Tengo que confesarte algo que no sabes”. “Desde el primer día sé quién eres”, le contestó él. “Entonces, ¿por qué me has ayudado, si soy tu ‘enemigo’?”.
Como para él, también para nosotros la misericordia nace del amor que sabe sacrificarse por cualquier persona, a ejemplo de Jesús, que llegó al punto de dar la vida por todos.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Mayo 2002

El evangelista Mateo inicia su Evangelio recordando que ese Jesús, del cual está por relatar su historia, es el Dios-con-nosotros, el Emanuel, y la concluye con las palabras que citamos al comienzo, con las cuales Jesús promete que permanecerá siempre con nosotros, también después de haber vuelto al Cielo. Hasta el fin de los tiempos será el Dios-con-nosotros.
Jesús dirige estas palabras a los discípulos después de haberles confiado la misión de ir por todo el mundo llevando su mensaje. Era perfectamente consciente de que los enviaba como ovejas en medio de lobos y que habrían sufrido contrariedades y persecuciones. Por eso, justamente porque no quería dejarlos solos, en el momento en el cual está por ir les promete que ¡va a permanecer! Ya no lo verán con sus ojos, no sentirán más su voz, ya no podrán tocarlo, pero él estará presente en medio de ellos como antes, incluso más que antes. En efecto, si hasta entonces su presencia estaba localizada en un lugar determinado, en Cafarnaún, en el lago, en el monte o en Jerusalén, de ahora en adelante estará en cualquier parte que estén sus discípulos.
Jesús nos tenía presentes también a nosotros, que habríamos tenido que vivir sumergidos en la existencia compleja de cada día. Dado que era Amor encarnado, habrá pensado: quisiera estar siempre con los hombres, quisiera compartir con ellos cualquier preocupación, quisiera aconsejarlos, quisiera caminar con ellos por las calles, entrar en sus casas, renovar con mi presencia su alegría.
Por eso quiso permanecer con nosotros y hacernos sentir su cercanía, su fuerza, su amor.
El Evangelio de Lucas relata que, después de haberlo visto ascender al Cielo, los discípulos “volvieron a Jerusalén con alegría”. ¿Cómo era posible? Habían experimentado la realidad de sus palabras.
También nosotros seremos plenamente felices si creemos de verdad en la promesa de Jesús.

«Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo»

Estas palabras, las últimas que Jesús dirige a sus apóstoles, marcan el final de su vida terrenal y, al mismo tiempo, el comienzo de la vida de la Iglesia, en la cual está presente de diversas maneras: en la Eucaristía, en su Palabra, en los ministros (los obispos, los sacerdotes), en los pobres, en los pequeños, en los marginados…, en todos los prójimos.
A nosotros nos gusta subrayar una presencia particular de Jesús, la que él mismo, siempre en el Evangelio de Mateo, nos ha señalado: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”. Mediante esta presencia él quiere establecerse en cualquier lugar.
Si vivimos lo que él nos propone, especialmente su mandamiento nuevo, podemos probar esa presencia suya también fuera de los templos, en medio de la gente, en los lugares donde uno vive, por todas partes.
Lo que se nos pide es ese amor recíproco, de servicio, de comprensión, de participación en los dolores, en las preocupaciones y las alegrías de nuestros hermanos; ese amor que todo cubre, que todo perdona, típico del cristianismo.
Vivamos así, para que todos tengan la posibilidad de encontrarse con él ya en esta tierra.

Chiara Lubich