Mar 31, 2002 | Palabra de vida, Sin categorizar
Ver a Jesús es, en el Evangelio de Juan, de capital importancia. Es la prueba evidente de que verdaderamente Dios se ha hecho hombre. Ya en la primera página del Evangelio encontramos el testimonio apasionado del Apóstol: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria”.
Se siente cómo circula el grito de cuantos lo han visto, sobre todo después de la resurrección. Lo anuncian María de Magdala: “He visto al Señor”, y los apóstoles: “¡Hemos visto al Señor!”. También el discípulo que Jesús amaba: “vio y creyó”.
El apóstol Tomás era el único que no había visto al Señor resucitado, porque no estaba presente el día de Pascua, cuando se le apareció a los otros discípulos. Todos habían creído porque habían visto. También él –así dijo– habría creído si, como los otros, hubiese visto. Jesús le tomó la palabra y ocho días después de la resurrección se presentó ante él, para que también creyera. Al ver delante suyo a Jesús vivo Tomás estalló en esa profesión de fe que es la más profunda y la más completa nunca antes pronunciada en todo el Nuevo Testamento: “¡Señor mío y Dios mío!”. Entonces Jesús le dijo: “Ahora crees, porque has visto”:
«¡Felices los que creen sin haber visto!»
También nosotros, como Tomás, querríamos ver a Jesús, especialmente cuando nos sentimos solos, en la prueba, bajo el peso de las dificultades… Nos podemos reconocer de alguna manera en esos griegos que se acercaron a Felipe y le dijeron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Qué hermoso habría sido, nos decimos, si hubiéramos vivido en el tiempo de Jesús: habríamos podido verlo, tocarlo, escucharlo, hablar con él… Qué hermoso sería que pudiera aparecerse también a nosotros, como se le apareció a María de Magdala, a los doce, a los discípulos…
Dichosos, realmente, los que estaban con él. Lo dijo también Jesús en una bienaventuranza que nos transmite el Evangelio de Mateo y de Lucas: “Felices los ojos de ustedes, porque ven”. Sin embargo ante Tomás Jesús pronuncia otra bienaventuranza:
«¡Felices los que creen sin haber visto!»
Jesús pensaba en nosotros que ya no podemos verlo con nuestros ojos, pero que no obstante podemos verlo con los ojos de la fe. Sin embargo, nuestra situación no es muy distinta a la del tiempo de Jesús. Tampoco entonces bastaba con verlo. Muchos, aún viéndolo, no le creyeron. Los ojos del cuerpo veían a un hombre, hacían falta otros ojos para ver en él al Hijo de Dios.
Por otra parte, ya muchos de los primeros cristianos tampoco habían podido ver a Jesús y vivían esa bienaventuranza que también hoy estamos llamados a vivir nosotros. Por ejemplo, en la primera carta de Pedro leemos: “Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación”.
Los primeros cristianos habían comprendido muy bien dónde nace la fe de la que Jesús hablaba a Tomás: del amor. Creer es descubrir que somos amados por Dios, es abrir el corazón a la gracia y dejarse invadir por su amor, es confiarse plenamente a ese amor respondiendo al amor con el amor. Si amas, Dios entra en ti y da testimonio de él mismo dentro de ti. El nos da un modo completamente nuevo de ver la realidad que nos rodea. La fe nos hace ver los acontecimientos con sus mismos ojos, nos hace descubrir el plan que tiene sobre nosotros, sobre los otros, sobre toda la creación.
«¡Felices los que creen sin haber visto!»
Quien nos da un ejemplo luminoso de este nuevo modo de ver las cosas con los ojos de la fe es Teresita del Niño Jesús. Una noche, a causa de la tuberculosis que la habría llevado a la muerte, tuvo un acceso de tos con sangre. Habría podido decir: “tuve un acceso de sangre”. En cambio dijo: “Ha llegado el Esposo”. Creyó aún sin ver. Creyó que, en ese dolor, Jesús venía a visitarla y la amaba: su Señor y su Dios.
La fe, como para Teresita del Niño Jesús, nos ayuda a ver todo con ojos nuevos. Así como ella tradujo este acontecimiento en “Dios me ama”, también nosotros podemos traducir cualquier otro acontecimiento de nuestra vida en “Dios me ama”, o bien: “Eres tú que vienes a visitarme”, o “Mi Señor y mi Dios”.
En el Cielo veremos a Dios tal como él es, pero ya desde ahora la fe abre el corazón a las realidades del Cielo y nos hace entrever todo con la luz del Cielo.
Chiara Lubich
Feb 28, 2002 | Palabra de vida, Sin categorizar
En esta perla del Evangelio que es la conversación con la samaritana, junto al pozo de Jacob, Jesús habla del agua como del elemento más simple, pero que evidentemente es el más deseado, más vital para el que está habituado al desierto. No necesita extenderse en explicaciones para hacer entender lo que significa el agua.
El agua de manantial es para nuestra vida natural, mientras que el agua viva, de la que habla Jesús, es para la vida eterna.
Así como el desierto sólo florece luego de una lluvia abundante, del mismo modo las semillas depositadas en nosotros por el bautismo sólo pueden germinar si las riega la Palabra de Dios. Entonces la planta crece, saca nuevos brotes y toma la forma de un árbol o de una hermosa flor. Y todo esto porque recibe el agua viva de la Palabra que suscita la vida y la mantiene por la eternidad.
«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»
Jesús dirige estas palabras a todos nosotros, sedientos de este mundo: a los que son conscientes de su aridez espiritual y sienten que todavía no han apagado su sed, como también a aquellos que ni siquiera advierten la necesidad de beber de la fuente de la vida verdadera y de los grandes valores de la humanidad.
En el fondo, Jesús dirige su invitación a todos los hombres y mujeres de hoy, haciéndonos ver dónde podemos encontrar la respuesta a nuestros porqués, la satisfacción plena de nuestros deseos.
Es nuestra tarea, entonces, abrevar en sus palabras y dejarnos embeber de su mensaje.
¿Cómo?
Reevangelizando nuestra vida, confrontándola con sus palabras, tratando de pensar con la mente de Jesús y de amar con su corazón.
Cada momento en el cual tratamos de vivir el Evangelio es una gota de agua viva que bebemos.
Cada gesto de amor a nuestro prójimo es un sorbo de esa agua.
Sí, porque esa agua tan viva y preciosa tiene la particularidad de que brota de nuestro corazón cada vez que lo abrimos al amor hacia todos. Es una vertiente – la de Dios – que mana agua en la medida en que su vena profunda sirve para saciar la sed de los demás, con pequeños o grandes actos de amor.
«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna.»
Se comprende entonces que, para no padecer sed, hay que dar el agua viva que obtenemos de él en nosotros mismos.
A veces bastará una palabra, una sonrisa, un simple gesto de solidaridad, para volver a probar una sensación de plenitud, de satisfacción profunda, un estremecimiento de alegría. Y, si seguimos dando, esta fuente de paz y de vida dará agua cada vez con mayor abundancia, sin agotarse nunca.
Hay además otro secreto que Jesús nos ha revelado, una especie de pozo sin fondo al cual acudir. Cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, él está en medio de ellos. Entonces nos sentimos libres, uno, plenos de luz y torrentes de agua viva brotan de nuestro seno. Es la promesa de Jesús que se verifica porque es de él mismo, presente en medio nuestro, de donde brota agua que sacia la sed por la eternidad.
Chiara Lubich
Ene 31, 2002 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta es la respuesta de Jesús ante la primera de las tentaciones en el desierto, luego de haber ayunado “cuarenta días y cuarenta noches”. Por otra parte, se trata de lo más elemental, el hambre. Por eso mismo, la propuesta del tentador es la de utilizar sus poderes para convertir las piedras en panes. ¿Qué mal habría en satisfacer una necesidad que es propia de la condición humana?
Sin embargo, Jesús advierte la insidia que se esconde detrás de la propuesta: se trata de la sugerencia de instrumentalizar a Dios, pretendiendo que él se ponga solamente al servicio de nuestras necesidades materiales. En otras palabras, se le pide a Jesús que haga las cosas por su cuenta, en un gesto de autonomía, en lugar de abandonarse como un hijo en el Padre.
Por eso la respuesta de Jesús es también una respuesta a todos nuestros interrogantes ante el hambre del mundo, y a la cada vez más dramática exigencia de alimentos, de casa, de ropa para millones de seres humanos. Sin embargo él, que dará de comer a una multitud con el milagro de la multiplicación de los panes, y que basará el juicio final incluso sobre el dar de comer al hambriento, nos dice que Dios es más grande que nuestra hambre y que su Palabra es el primer alimento esencial para nosotros.
«El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»
Jesús presenta a la Palabra de Dios como alimento. Esta idea, esta comparación de Jesús nos ilumina nuestra relación con la Palabra.
¿Cómo hacer para alimentarnos de la Palabra?
Si el trigo primero es semilla, luego espiga, y finalmente pan, también la Palabra es como una semilla depositada en nosotros que tiene que germinar, es como una porción de pan que se debe comer, asimilar, transformar en vida de nuestra vida.
La Palabra de Dios, el Verbo pronunciado por el Padre que tomó carne en Jesús, es una presencia suya entre nosotros. Cada vez que la acogemos y tratamos de ponerla en práctica es como si nos alimentáramos de Jesús.
Si el pan alimenta y hace crecer, la Palabra alimenta y hace crecer a Cristo en nosotros, nuestra verdadera personalidad.
Habiendo venido Jesús a la tierra y habiéndose hecho nuestro alimento, ya no nos puede bastar un alimento natural como el pan. Para crecer como hijos de Dios tenemos necesidad del alimento sobrenatural que es la Palabra.
«El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»
Es tal la naturaleza de este alimento que de él se puede decir, como de Jesús en la Eucaristía, que cuando comemos de él no se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que nos transformamos en él porque, de alguna manera, somos asimilados por él.
Por eso el Evangelio no es un libro de consuelo donde uno se refugia únicamente en los momentos dolorosos, sino que es el código que contiene las leyes de la vida, leyes que no sólo hay que leer, sino asimilar, comer con el alma, con lo cual nos hacemos semejantes a Cristo momento a momento.
Por eso se puede ser otros él poniendo en práctica plenamente y al pie de la letra su doctrina. Son Palabras de un Dios, con la carga de una fuerza revolucionaria, insospechada.
Esto es lo que tenemos que hacer: alimentarnos de la Palabra de Dios. Por otra parte, así como hoy el alimento necesario a nuestro cuerpo puede ser concentrado en una píldora, también podemos alimentarnos de Cristo viviendo cada vez aunque sea una sola de sus Palabras, porque él está presente en cada una de ellas.
Hay una Palabra para cada momento, para cada situación de nuestra vida. La lectura del Evangelio nos lo podrá revelar.
Vivamos por de pronto el amor al prójimo por amor a Dios, que es como el concentrado de todas las Palabras.
Chiara Lubich
Dic 31, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
Este mes todos los cristianos están invitados a pedir por la unidad y han elegido, para meditar y vivir, una Palabra de Dios tomada del Salmo 36. Ella nos dice algo tan importante y vital que se convierte en un instrumento de reconciliación y comunión.
Antes que nada nos dice que hay una única fuente de la vida, Dios. De él, de su amor creativo, nace el universo que le da acogida al hombre.
Es él el que nos da la vida con todos sus dones. El salmista, que conoce las asperezas y arideces de los desiertos y sabe lo que significa una fuente de agua, y la vida que florece a su alrededor, no podía encontrar una imagen más hermosa para cantar a la creación que nace, como un río, del seno de Dios.
Por eso brota del corazón un himno de alabanza y reconocimiento. Este es el primer paso que debemos dar, la primera enseñanza que debemos recoger de las palabras del Salmo: alabar y agradecer a Dios por su obra, por las maravillas del cosmos y por ese ser viviente que es su gloria y la única criatura que sabe decirle:
«En ti está la fuente de la vida»
Pero al amor del Padre no le bastó pronunciar la Palabra con la cual todo ha sido creado: quiso que su misma Palabra tomara nuestra carne. Dios, el único verdadero Dios, se hizo hombre en Jesús y trajo a la tierra la fuente de la vida.
La fuente de todo bien, de todo ser y de toda felicidad vino a establecerse entre nosotros para que, podríamos decir, la tuviéramos al alcance de la mano. “Yo he venido –dice Jesús– para que tengan vida, y la tengan en abundancia”. El ha llenado con su presencia todo tiempo y espacio de nuestra existencia; y ha querido permanecer con nosotros para siempre, de modo que lo podamos reconocer y amar bajo los más variados ropajes.
A veces uno podría pensar: “¡Qué hermoso habría sido vivir en los tiempos de Jesús!”. Pues bien, su amor ha inventado un modo para permanecer no en un rincón perdido de Palestina, sino en todos los puntos de la tierra: él se hace presente en la Eucaristía, como lo ha prometido. Y nosotros podemos acudir allí para alimentar y renovar nuestra vida.
«En ti está la fuente de la vida»
Otra fuente en la cual obtener el agua viva de la presencia de Dios es el hermano, la hermana. Todo prójimo que pasa a nuestro lado, especialmente el necesitado, si lo amamos no lo podemos considerar como alguien que es beneficiado por nosotros, sino como nuestro benefactor, porque nos da Dios. En efecto, amando a Jesús en él [“Tuve hambre (…), tuve sed (…), estaba de paso (…), estaba preso (…)], recibimos como retribución su amor, su vida, porque él mismo, presente en nuestros hermanos y hermanas, es la fuente.
Otra fuente de agua abundante es la presencia de Dios en nuestro interior. El siempre nos habla y a nosotros nos corresponde escuchar su voz, que es la de la conciencia. Cuanto más nos esforcemos por amar a Dios y al prójimo, con más fuerza se hará oír su voz por encima de todas las otras. Pero hay un momento privilegiado en el cual podemos, como nunca, nutrirnos de su presencia dentro de nosotros: es cuando oramos y tratamos de ir en profundidad en la relación directa con él, que habita en el fondo de nuestra alma. Es como una vena de agua profunda que no se agota nunca, que está siempre a nuestra disposición y donde podemos aplacar nuestra sed en cualquier momento. Basta cerrar por un momento los postigos del alma y recogernos, para encontrar esa fuente, aún en medio del desierto más árido. Hasta alcanzar esa unión con él donde se siente que ya no estamos más solos, sino que somos dos: él en mí y yo en él. Y sin embargo somos – por su gracia – uno como el agua y la fuente, como la flor y su semilla.
En esta semana de oración por la unidad de los cristianos, la Palabra del Salmo nos recuerda, por eso, que sólo Dios es la fuente de la vida y, por lo tanto, de la comunión plena, de la paz y de la alegría. Cuanto más acudamos a esa fuente, cuanto más vivamos del agua viva que es su Palabra, tanto más nos acercaremos los unos a los otros y viviremos como hermanos y hermanas. Entonces se verificará lo que el Salmo dice luego: “Y por tu luz, vemos la luz”, esa luz que la humanidad espera.
Chiara Lubich
Nov 30, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
He aquí una palabra decisiva para nuestra vida y nuestro testimonio en el mundo.
Muchas veces a Pablo le gusta usar, para explicar la conducta de un cristiano, el ejemplo del ropaje que debe endosar el que sigue a Cristo. También aquí, en la carta a los Colosenses, habla de las virtudes que debe poseer nuestro corazón, como de otras tantas piezas del vestuario. Estas son: la misericordia, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la tolerancia, el perdón.
Pero “sobre todo – dice, casi imaginando un cinturón que ata todo y da perfección a lo que se viste – revístanse de la caridad”.
Sí, la caridad; porque para un cristiano no basta con ser bueno, misericordioso, humilde, manso, paciente… Tiene que tener, para con los hermanos y hermanas, caridad.
Pero la caridad – podría objetar alguno – ¿no es acaso ser buenos, misericordiosos, pacientes, saber perdonar? Sí, pero no sólo eso.
La caridad nos la ha enseñado Jesús. Ella consiste en dar la vida por los demás.
El odio le quita la vida a los demás (“el que odia es homicida”), el amor les da la vida. El cristiano tiene caridad sólo si muere a sí mismo por los demás. Pero si tiene caridad –dice Pablo– será perfecto y cualquier otra virtud que tenga se perfeccionará.
«Sobre todo revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección»
Algunos de nosotros pueden tener ciertamente buena disposición hacia los hermanos y hermanas, perdonando y soportando. Pero, si lo observamos bien, no pocas veces nos puede faltar la caridad. Aún con las más sanas intenciones, la naturaleza nos lleva a replegarnos sobre nosotros mismos y, en consecuencia, a quedarnos a medias en el amar a los demás.
Ahora bien, con eso solo no alcanza para considerarse cristianos.
Es necesario poner nuestro corazón en la máxima tensión. Tenemos que decirnos a nosotros mismos, ante cada prójimo que encontramos durante el día (en familia, en el trabajo, en cualquier parte): “Vamos, arriba, respóndele a Dios, es el momento de amar, con un amor tan grande que se juegue incluso la vida”.
«Sobre todo revístanse del amor, que es el vínculo de la perfección»
Esta Palabra del Apóstol nos invita, por lo tanto, a examinar hasta qué punto nuestra vida cristiana está animada por la caridad, la cual, como vínculo de la perfección, es la que nos relaciona y nos lleva a la más alta unidad con Dios y entre nosotros.
Agradezcamos, por lo tanto, al Señor por haber derramado en nuestros corazones su amor que nos hace cada vez más capaces de escuchar, de identificarnos con los problemas y las preocupaciones de nuestros prójimos; de compartir el pan, las alegrías y los dolores; de hacer caer ciertas barreras que todavía nos dividen; de dejar de lado ciertas actitudes de orgullo, de rivalidad, de envidia, de resentimiento por eventuales ofensas recibidas; de superar esa terrible tendencia a la crítica negativa; de salir de nuestro aislamiento egoísta para ponernos a disposición de quien pasa por alguna necesidad o padece soledad; de construir por todas partes la unidad, querida por Jesús.
Esta es la contribución que nosotros los cristianos podemos darle a la paz mundial y a la fraternidad entre los pueblos, especialmente en los momentos más trágicos de la historia.
Chiara Lubich
Oct 31, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
Lucas escribe su Evangelio cuando ya han comenzado las persecuciones contra los primeros cristianos. Sin embargo, como toda palabra de Dios, ésta tiene que ver con los cristianos de todos los tiempos y con su existencia cotidiana. Contiene una advertencia y una promesa. La primera se refiere más a la vida presente y, la otra, más a la futura. Ambas se verifican puntualmente en la historia de la Iglesia y en las vicisitudes personales de quien trata de ser un discípulo fiel de Cristo. Si uno lo sigue a él es normal que sea odiado. Es el destino, en este mundo, del cristiano coherente. No hay que hacerse ilusiones, y Pablo nos lo recuerda: “Los que quieran ser fieles a Dios en Cristo Jesús, tendrán que sufrir persecución”. Jesús explica el motivo: “Si ustedes fueran del mundo el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia”. Siempre habrá oposición, choque, entre el modo de vivir del cristiano y el de la sociedad que rechaza los valores del Evangelio. Oposición que puede derivar en una persecución más o menos manifiesta o bien en una indiferencia que hace sufrir.
«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»
Es decir, entonces, que estamos sobre aviso. Cuando, de una manera que nos resulta incomprensible, fuera de toda lógica o sentido común, recibimos odio a cambio del amor que hemos tratado de dar, esto no tendría que desconcertarnos, escandalizarnos o maravillarnos. No sería más que la manifestación de esa oposición que existe entre el hombre egoísta y Dios. Pero es también la garantía de que vamos por el buen camino, el mismo que ha recorrido el Maestro. Por lo tanto es tiempo de alegrarse y dar gracias. Eso es lo que Jesús quiere: “Felices, ustedes, cuando sean insultados y perseguidos (…) a causa de mí. Alégrense y regocíjense”. Sí, lo que en ese momento tiene que dominar en el corazón es la alegría, esa alegría que es la nota característica, el distintivo de los verdaderos cristianos en cualquier circunstancia. Por otra parte no olvidemos que también son muchos los amigos, entre los hermanos y las hermanas de fe, cuyo amor es fuente de consuelo y de fuerza.
«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»
Por otra parte, está también la promesa de Jesús: “Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza”. ¿Qué significan estas palabras? Jesús repite un proverbio de Samuel4 y lo aplica al destino final de sus discípulos para asegurarles que, aún teniendo verdaderos sufrimientos, dificultades reales a causa de las persecuciones, tenemos que sentirnos completamente en las manos de Dios que es un Padre para nosotros, conoce todas nuestras cosas y no nos abandona nunca. Si dice que no caerá ningún cabello de nuestra cabeza, quiere darnos la seguridad de que él mismo se ocupará de cada preocupación, por mínima que sea, de nuestra vida, de nuestras personas queridas y de todo lo que llevamos en el corazón. ¡Cuántos mártires, conocidos y desconocidos, han encontrado en esas palabras de Jesús la fuerza y la valentía para afrontar privaciones de derechos, divisiones, marginaciones, desprecio, hasta la muerte violenta, a veces, con la certeza de que el amor de Dios ha permitido cada cosa por el bien de sus hijos!
«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.»
Si sentimos que somos blanco del odio y de la violencia, que estamos a merced de la prepotencia, ya sabemos cuál es la actitud que Jesús nos ha indicado: tenemos que amar a los enemigos, hacer el bien a quien nos odia, bendecir a quien nos maldice, rezar por quien nos maltrata. Es necesario ir al contraataque y vencer al odio con el amor. ¿Cómo? Amando primero nosotros. Y estando atentos de no “odiar” a nadie, ni siquiera de manera oculta o sutil. Porque, en el fondo, este mundo que rechaza a Dios, tiene necesidad de él, de su amor, y es capaz de responder a su llamado. En conclusión, ¿cómo vivir esta Palabra de vida? Alegrándonos cuando descubrimos que somos dignos del odio del mundo, garantía de que seguimos de cerca a Jesús, y poner amor, con hechos, allí, precisamente allí donde está la fuente del odio.
Chiara Lubich