Sep 30, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
Muchas veces Israel, en su historia jalonada de largos exilios, hacía la experiencia de una impotencia radical ante acontecimientos que ninguna fuerza humana hubiera podido cambiar. Entonces aprendía la humildad, es decir, una actitud de dependencia total y de confianza plena en Dios. Por eso, precisamente en su condición de pueblo humilde y pobre, una y otra vez Israel encontraba refugio y escucha sólo en aquél que había establecido con él una alianza eterna.
Luego, en la perspectiva mesiánica, el esperado es un rey humilde que entra en Sión montado en un asno, porque el Dios de Israel es sobre todo el “Dios de los humildes”.
Dado que en Jesús han llegado a cumplimiento todas las expectativas, será entonces de su vida y de sus enseñanzas de donde podremos aprender la verdadera humildad, la que hace que nuestra oración sea aceptada con agrado por el Señor.
«La súplica del humilde atraviesa las nubes».
Toda la vida de Jesús es una lección de humildad. De ser Dios, primero pasó a hacerse hombre en el seno de la virgen María, luego pan, en la eucaristía y, finalmente, “nada” sobre la cruz.
Había dicho: “Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón” (Mt 11, 29) y luego, con el lavatorio de los pies, aun siendo el Maestro se había inclinado a hacer el más humilde de los servicios. Había propuesto como modelo a los pequeños y había entrado en Jerusalén llevado por un asno. Al final se dejó crucificar, anonadándose en cuerpo y alma, para obtenernos el paraíso.
¿Por qué todo esto? ¿Qué es lo que impulsaba al Hijo de Dios?
Jesús no hacía otra cosa que revelarnos su relación con el Padre, el modo de amar de la Trinidad, que es un recíproco “hacerse nada” por amor, un eterno donarse el uno al otro.
El, entonces, vuelca sobre la humanidad este amor trinitario que alcanza su punto culminante precisamente en el acto de entregarse completamente en su pasión y muerte.
Dios muestra así su potencia en la debilidad. El suyo es un amor que sostiene al mundo, precisamente porque se ubica en el último lugar, en el escalón más bajo de la creación.
«La súplica del humilde atraviesa las nubes».
Por consiguiente es verdaderamente humilde quien, a ejemplo de Jesús, sabe hacerse nada por amor a los demás, quien se pone delante de Dios en una actitud de disponibilidad total para lo que él quiera, quien está tan vacío de sí mismo que se deja vivir por Jesús.
Su oración, por eso mismo, será escuchada, porque cuando pronuncia la palabra Abba-Padre, ya no es él quien ora; es una oración que obtiene lo que pide porque es puesta en los labios por el Espíritu Santo.
El punto culminante de la vida de Jesús fue cuando “él dirigió, durante su vida terrena, súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión” (Heb 5, 7-8), es decir, por su oración inspirada en la obediencia total a la voluntad del Padre, a su pleno abandono en él.
Esta es, entonces, la oración que atraviesa las nubes y llega al corazón de Dios, la de un hijo que se levanta de su miseria para echarse con confianza en los brazos del Padre.
Chiara Lubich
Ago 31, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
Aquí la enseñanza de Jesús se refiere al uso de la riqueza, y Lucas, el evangelista de los pobres, se hace su portavoz. El término que usa en arameo significa los bienes materiales, pero aquí es usado por Jesús en sentido negativo, es decir, como el conjunto de tesoros que pueden ocupar el lugar de Dios en le corazón del hombre.
El peligro de la riqueza es que uno se pueda enamorar de ella a tal punto que necesite emplear todas sus fuerzas y todo el tiempo a disposición para mantenerla y acrecentarla. Se convierte en un ídolo al cual se le sacrifica todo. Por eso Jesús la compara a un patrón tan exigente que excluye a cualquier otro. Por eso la exigencia de una opción bien definida.
«Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se pude servir a Dios y al dinero».
Estas palabras de Jesús no tienen que sonar como una condena de la riqueza en sí misma, sino del lugar exclusivo que puede tener en el corazón humano.
No les exige a todos la pobreza absoluta, también externa; tanto es así que entre sus discípulos hay ricos, como José de Arimatea. Lo que él exige es el desapego de los propios bienes. Exige que el rico no se considere dueño, sino administrador de los bienes que posee, los cuales en primer lugar son de Dios y están destinados a todos, y no sólo a algunos privilegiados.
La riqueza es un medio óptimo si sirve al que tiene necesidad, si ayuda a hacer el bien, si se usa con fines sociales, no sólo con obras de caridad sino también en la gestión de una empresa. Sólo así uno se puede servir de los propios bienes sin quedar sometido al servicio de ellos.
Es grande el peligro de acumular riquezas para uno mismo. Por experiencia, y por la historia, sabemos cómo y cuánto el apego a los bienes de esta tierra puede corromper y alejar de Dios. Por lo tanto no tiene que sorprender el llamado de atención tan decidido de Jesús: o Dios, o las riquezas.
Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se pude servir a Dios y al dinero».
¿Cómo poner en práctica, entonces, esta palabra?
Además de aclararnos la relación con la riqueza, esta frase, como toda palabra de Dios, nos dice muchas otras cosas.
Jesús no nos plantea la alternativa de elegir entre Dios o la riqueza. Dice claramente que, en nuestra vida, tenemos que elegir a Dios.
Tal vez, hasta hoy, esto no lo hayamos hecho todavía. Tal vez hemos mezclado un poco de fe en él, alguna práctica religiosa, un poco de amor por el prójimo, con tantas otras pequeñas grandes riquezas, que ocupan nuestro corazón.
Analizándonos bien, podemos ver si lo que más nos importa es el trabajo o la familia, el estudio, el bienestar, la salud o tantas otras cosas humanas que amamos por sí mismas o por nosotros, sin ninguna referencia a Dios.
De ser así, quiere decir que nuestro corazón ya es esclavo: se apoya en ídolos, pequeños ídolos, incompatibles con Dios.
¿Qué hacer? Decidirse. Decirle que no deseamos otra cosa que amarlo con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas. Y luego, esforzarse por poner en práctica este propósito, que no es difícil si lo vivimos en cada momento, ahora, en el presente de nuestra vida, amando todo y a todos solamente por Dios.
Chiara Lubich
Jul 31, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
En el Antiguo Testamento el fuego simboliza la palabra de Dios pronunciada por el profeta. Pero también el juicio divino que purifica a su pueblo, al pasar por en medio de él.
Así es la palabra de Jesús: construye, pero al mismo tiempo destruye lo que no tiene consistencia, lo que tiene que caer, lo que es vanidad y deja en pié sólo la verdad.
Juan Bautista había dicho: “él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”, preanunciando el bautismo cristiano inaugurado el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu santo y la aparición de las lenguas de fuego.
Esa es, por lo tanto, la misión de Jesús: arrojar fuego a la tierra, traer al Espíritu Santo con su fuerza renovadora y purificadora.
«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»
Jesús nos da el Espíritu, pero el Espíritu, ¿cómo actúa?
Lo hace difundiendo en nosotros el amor. Ese amor que, por deseo suyo, tenemos que mantener encendido en nuestros corazones.
¿Cómo es este amor?
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal, como el del Padre celestial que envía lluvia y sol a todos, tanto a los buenos como a los malos, incluso a los enemigos.
Es un amor que no espera nada de los demás, sino que siempre tiene la iniciativa, ama primero.
Es un amor que se hace uno con cualquier persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa con ella, espera con ella. Y, cuando es necesario, lo hace con hechos, concretamente. Un amor, por lo tanto, no simplemente sentimental, no sólo de palabras.
Un amor por el cual se ama a Cristo en el hermano, en la hermana, recordando su: “lo hicieron conmigo”.
Es un amor que, además, tiende a la reciprocidad, a realizar con los demás el amor recíproco.
Es ese amor que, por ser expresión visible, concreta, de nuestra vida evangélica, subraya y da valor a la palabra que luego nosotros podremos y deberemos ofrecer para evangelizar.
«Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!»
Lo importante en el amor, como en el fuego, es que se mantenga encendido. Para lograrlo hace falta quemar siempre algo. Antes que nada nuestro yo egoísta, lo cual que se logra amando, porque entonces se está completamente volcado en el otro: volcado en Dios, haciendo su voluntad, o volcado en el prójimo, ayudándolo.
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, si se alimenta, puede convertirse en un gran incendio. Ese incendio de amor, de paz, de fraternidad universal que Jesús ha traído a la tierra.
Chiara Lubich
Jun 30, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
Santa Teresa de Lisieux decía que mejor que hablar de Dios es hablar con Dios, porque en las conversaciones con los demás siempre se puede introducir el amor propio. Tiene razón. Aunque, para dar testimonio a los demás, también tenemos que hablar.
De cualquier manera, sin duda antes que nada tenemos que amar a Dios con ese amor que es la base de la vida cristiana y que se expresa en la oración, en la realización de su voluntad.
Hablar, por lo tanto, con los prójimos, pero hablar antes que nada con Dios. Hablar, ¿cómo!
Con la simple oración de todo cristiano; pero también verificando, durante la jornada, a través de alguna oración muy breve, si nuestro corazón está verdaderamente en él, si es él el Ideal de nuestra vida; si verdaderamente lo ponemos en el primer lugar en nuestro corazón; si lo amamos sinceramente con todo nuestro ser.
Me refiero a esas oraciones instantáneas que se le aconsejan sobre todo a quien se encuentra en medio del mundo y no tiene tiempo de orar largamente. Son como flechas de amor que parten de nuestro corazón hacia Dios, como dardos de fuego; son las que llamamos jaculatorias, que etimológicamente significan precisamente dardos, flechas. Constituyen una magnífica manera de orientar el corazón hacia Dios.
En la liturgia eucarística de este mes, en la Iglesia católica, se encuentra un versículo que se puede considerar como una jaculatoria, hermosísimo, y que viene al caso. Dice así:
«Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti».
“Señor, tu eres mi único bien”, podemos decir. Tratemos de repetirlo durante el día, especialmente cuando los distintos apegos querrían arrastrar nuestro corazón a las cosas, a las personas, o a nosotros mismos. “Señor, tu eres mi único bien” -digamos entonces-, no esa cosa, no esa persona, no yo mismo; tú eres mi único bien, y nada más”.
Tratemos de repetirlo cuando la ansiedad, o el apuro, nos llevarían a hacer mal la voluntad de Dios del presente: “¡'Eres tú, Señor, mi único bien', y no aquello en lo que mi avidez, mi orgullo, quisieran saciarse!”.
Hagamos la prueba de repetirlo a menudo. Repitámoslo cuando alguna sombra ofusca nuestra alma o cuando el dolor llama a la puerta. Será una forma de prepararnos al encuentro con él.
«Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti».
Estas simples palabras nos ayudarán a tener confianza en él, nos entrenarán a convivir con el Amor y así, cada vez más unidos a Dios y llenos de él, pondremos y volveremos a poner las bases de nuestro ser verdadero, hecho a su imagen.
De este modo todo fluirá bien en la vida, en el sentido justo. Entonces sí que cuando abramos la boca lo nuestro no serán palabras, o peor, charlatanería, sino dardos también ellas, capaces de abrir los corazones para que reciban a Jesús.
Tratemos entonces de aprovechar cada ocasión que se nos presente para pronunciar esas simples palabras y, al final del día, podremos tener la confirmación de que han sido una medicina para el alma, un tónico, y habrán hecho – como diría Santa Catalalina – que nuestro corazón sea lámpara encendida.
Chiara Lubich
May 31, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
No creas que, porque andas por las calles del mundo, puedes mirar tranquilamente cuanto afiche se te presente o comprarte en el kiosco o la librería cualquier publicación indiscriminadamente. No creas que, porque estás en el mundo, cualquier estilo de vida del mundo pueda ir contigo: las experiencias facilistas, la inmoralidad, el aborto, el divorcio, el odio, la violencia, el robo… No, no. Estás en el mundo. ¿Quién no lo advierte? Pero eres un cristiano, por lo tanto no eres “del mundo”.
Y esto implica una gran diferencia. Esto te ubica entre aquellos que se alimentan no de las cosas que son del mundo, sino que las que te va expresando la voz de Dios dentro de ti. Esa voz que está en el corazón de todo hombre y que te hace entrar -si la escuchas- en un reino que no es de este mundo, donde se vive el amor verdadero, la justicia, la pureza, la mansedumbre, la pobreza, donde está vigente el dominio de uno mismo.
¿Por qué tantos jóvenes se sienten atraídos por religiones orientales para encontrar un poco de silencio y captar el secreto de ciertos grandes espirituales que, por la larga purificación de su yo inferior, traslucen un amor que impresiona a todos los que se les acercan?
Es la reacción natural al bullicio del mundo, al estrépito que vive fuera y dentro de nosotros, que no deja espacio al silencio para oír a Dios. ¿Pero acaso es realmente necesario ir a Oriente, cuando hace dos mil años Cristo te ha dicho: “Renuncia a ti mismo…, renuncia a ti mismo”? El mundo te lleva por delante como un río torrentoso y tienes que caminar contra corriente. El mundo es para el cristiano como una selva espesa en la cual hay que mirar dónde se ponen los pies. Y ¿dónde hay que ponerlos? En esas huellas que Cristo mismo te ha marcado al pasar por esta tierra: sus palabras. Hoy él te vuelve a decir:
«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo…»
Esto tal vez te exponga a que los demás te desprecien, no te comprendan, se burlen, te calumnien; esto te aislará, te invitará a perder la cara, a dejar un cristianismo acomodaticio. Pero además:
«… que cargue con su cruz cada día y que me siga».
Lo quieras o no, el dolor amarga la existencia de cualquiera. También la tuya. Y los pequeños y grandes dolores sobrevienen todos los días.
¿Quieres escaparles? ¿Te rebelas? ¿Te llevan a maldecir? Entonces, no eres cristiano, no eres cristiana.
El cristiano ama la cruz, ama el dolor, aún en medio de las lágrimas, porque sabe que tienen valor. No por nada, entre los innumerables medios que Dios tenía a su alcance para salvar a la humanidad, eligió el dolor. Pero él – recuérdalo – después de haber cargado la cruz y haber sido clavado en ella, resucitó. La resurrección es también tu destino, si en lugar de despreciar el dolor que te acarrea tu coherencia cristiana y todo lo que la vida te manda, sabes aceptarlo con amor. Verás entonces que la cruz es camino, ya desde esta tierra, hacia una dicha como nunca has probado; la vida de tu alma comenzará a crecer; el reino de Dios en ti adquirirá consistencia y poco a poco el mundo, afuera, desaparecerá de tu vista o te parecerá de cartón. Y ya no envidiarás a nadie. Entonces te podrás llamar, verdaderamente, seguidor de Cristo.
«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y que me siga».
Entonces, como ese Cristo al cual has seguido, serás luz y amor para las innumerables llagas que hieren hoy a la humanidad.
Chiara Lubich
Abr 30, 2001 | Palabra de vida, Sin categorizar
Jesús le está dirigiendo a los apóstoles sus grandes e intensos discursos de despedida y les asegura que, entre otras cosas, ellos lo volverán a ver, porque él se manifestará a aquellos que lo aman. Judas, no el Iscariote, le pregunta entonces por qué se habría de manifestar a ellos y no en público. El discípulo deseaba una gran manifestación externa de Jesús que, a su criterio, habría podido cambiar la historia y ser más útil para la salvación del mundo. Los apóstoles pensaban, en efecto, que Jesús era el profeta tan esperado de los últimos tiempos, el cual habría hecho su aparición revelándose ante todos como el Rey de Israel y que, poniéndose a la cabeza de su pueblo, instauraría definitivamente el Reino del Señor. Jesús, en cambio, le contesta que su manifestación no se daría de modo espectacular ni exterior. Habría sido, en cambio, una simple y extraordinaria “venida” de la Trinidad al corazón del fiel, que se realiza allí donde hay fe y amor. Con esta respuesta Jesús aclaraba de qué modo permanecería presente en medio de los suyos después de su muerte explicando, además, cómo se podría estar en contacto con él.
«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».
Su presencia en los cristianos y en medio de la comunidad se puede realizar ya desde ahora; no es necesario esperar al futuro. El templo que le da cabida no es tanto el de material, con sus paredes, sino el propio corazón del cristiano que así se convierte en el nuevo tabernáculo, morada viviente de la Trinidad.
«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».
Pero ¿cómo hace el cristiano para llegar a tanto? ¿Cómo puede tener a Dios en sí mismo? ¿Cuál es el camino para llegar a esta profunda comunión con él? Es el amor a Jesús. Un amor que no es mero sentimentalismo, sino que se traduce en vida concreta y, más precisamente, en observar su Palabra. A este amor del cristiano, verificado en los hechos, Dios le responde con su amor: la Trinidad viene a habitar en él.
«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».
“… será fiel a mi palabra”. ¿A qué palabras está llamado a ser fiel el cristiano? En el Evangelio de Juan “mis palabras” son a menudo sinónimo de “mis mandamientos”. El cristiano está llamado, entonces, a ser fiel a los mandamientos de Jesús. Estos, sin embargo, no deben ser entendidos tanto como un catálogo de leyes. Más bien hay que verlos todos sintetizados en ése que Jesús ilustró con el lavado de los pies: el mandamiento del amor recíproco. Dios ordena a cada cristiano amar al otro hasta la entrega completa de sí mismo, como Jesús enseñó e hizo.
«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él».
¿Cómo vivir bien esta Palabra, entonces? ¿Cómo llegar al punto en el cual el mismo Padre nos ame y la Trinidad establezca su morada en nosotros? Precisamente realizando con todo nuestro corazón, con radicalidad y perseverancia, el amor recíproco entre nosotros. Principalmente en esto el cristiano encuentra también el camino de esa profunda ascética cristiana que el Crucificado espera de él. Es allí, en efecto, en el amor recíproco, que en su corazón florecen las distintas virtudes y es allí que puede corresponder al llamado de la propia santificación
Chiara Lubich