Movimiento de los Focolares

April 2001

Estas palabras, dirigidas por San Pablo a la comunidad de Colosas, nos hablan de que existe un mundo en el cual reina el amor verdadero, la comunión plena, la justicia, la paz, la santidad, la alegría; un mundo en el cual el pecado y la corrupción ya no pueden entrar; un mundo donde la voluntad del Padre es perfectamente realizada. Es ese mundo al que pertenece Jesús. Es el mundo que él nos abrió a nosotros con su resurrección, pasando a través de la dura prueba de la pasión. Nosotros no sólo estamos llamados a este mundo de Cristo, sino que ya pertenecemos a él por el bautismo.
Pero Pablo sabe que, a pesar de la condición de bautizados y por lo tanto de resucitados con Jesús, nuestra presencia actual en el mundo nos expone a mil peligros, tentaciones y, sobre todo, a esos “apegos” en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Apegos que pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismos: las propias ideas, la salud, el propio tiempo, el descanso, el estudio, el trabajo, los parientes, los propios consuelos o satisfacciones… Cosas todas que no son Dios y por lo tanto no pueden ocupar el primer lugar en nuestro corazón. Por eso es que Pablo nos exhorta:

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, (…). Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

Pero, ¿que son los “bienes del cielo”? Son esos valores que Jesús trajo a la tierra y por los cuales se distingue a sus seguidores. Son el amor, la concordia, la paz, el perdón, la rectitud, la pureza, la honestidad, la justicia, etc.
Son esas virtudes y riquezas que ofrece el Evangelio. Con ellas y por ellas los cristianos se mantienen en su realidad de resucitados con Cristo. Por ellas pueden ser inmunizados de las influencias del mundo, de la concupiscencia de la carne, del demonio.
¿Pero qué significa concretamente “buscar las cosas del cielo” en la vida cotidiana? Además, ¿cómo se hace para mantener el corazón en el cielo, viviendo en medio del mundo?
Dejándonos guiar por el modo de pensar y de sentir de Jesús cuya mirada interior estaba siempre dirigida hacia el Padre y cuya vida reflejaba en cada instante la ley del cielo, que es ley de amor.

«Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo, (…). Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra».

Una forma práctica de vivir esta Palabra, en este mes que celebramos Pascua, será el poner como motivo de las distintas acciones de la jornada ese arte de amar que las vuelve preciosas y fecundas. Por ejemplo, con los que tenemos al lado nuestro, tratando de por ellos lo que quisiéramos que hicieran por nosotros y de “hacernos uno” con ellos, haciéndonos cargo de los dolores y de las alegrías de todos.
No esperar a que sean los otros los que den el primer paso hacia nosotros cuando está en juego la concordia de la familia y la armonía en el ambiente donde vivimos. Comenzar nosotros.
Y dado que todo esto no es humanamente fácil y que, incluso, a veces parece imposible, será necesario apuntar alto con la mirada y pedirle al Resucitado esa ayuda que él no puede hacernos faltar.
Así, mirando a “las cosas del cielo” para vivirlas en la tierra, podremos llevar el reino de los cielos a ese ámbito, pequeño o grande, que el Señor nos ha confiado.

Chiara Lubich

Palabra de vida Marzo 2001

Esta frase, que ciertamente conocerás, se encuentra al final de la parábola denominada del hijo pródigo y quiere manifestar la grandeza de la misericordia de Dios. Cierra todo un capítulo del Evangelio de Lucas, en el que Jesús narra otras dos parábolas para ilustrar el mismo argumento. ¿Recuerdas el episodio de la oveja descarriada y que el dueño, para encontrarla, deja a las otras noventa y nueve en el campo? (Lc 15, 4-7). ¿Recuerdas el relato de la dracma perdida y de la alegría de esa mujer que, al encontrarla, llama a las amigas y las vecinas para que se alegren con ella? (Lc 15, 8-10).

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Estas palabras son una invitación que Dios te dirige a tí, y a todos los cristianos, a gozar junto con él, festejar y participar de su alegría por el regreso del hombre pecador, antes perdido, que ha vuelto a encontrar. Además, en la parábola, el padre dirige estas palabras al hijo mayor, que había compartido su vida pero que, después de un día de duro trabajo, se niega a entrar a la casa donde se festeja el regreso de su hermano. El padre sale al encuentro del hijo fiel, como salió al encuentro del hijo perdido, y trata de convencerlo. Pero es evidente el contraste entre los sentimientos del padre y los del hijo mayor: el padre, con su amor sin medida y su gran alegría, que querría que todos compartieran; el hijo lleno de desprecio y de celos por su hermano que ya no reconoce como tal. Al referirse a él dice, en efecto: “Ese hijo tuyo, que ha gastado tus bienes” (Lc 15, 30). El amor y la alegría del padre por el hijo que ha vuelto ponen más en evidencia el rencor del otro, rencor que revela una relación fría y, hasta se podría decir, falsa, con el mismo padre. A este hijo le interesa el trabajo, el cumplimiento de su deber, pero no ama al padre como hijo. Más bien se diría que le obedece como a un patrón.

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Con estas palabras denuncia un peligro en el cual tú también podrías incurrir: una vida vivida para ser una buena persona, basada en la búsqueda de tu perfección, juzgando a tus hermanos como menos meritorios que tú. En efecto, si estás “apegado” a la perfección, te construyes a ti mismo, estás lleno de ti mismo, estás lleno de admiración por ti mismo, haces como el hijo que se quedó en casa, que le enumera al padre todos sus méritos: “Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás una sola de tus órdenes” (Lc 15, 29).

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Con estas palabras Jesús muestra su oposición a esa actitud que basa la relación con Dios sólo en la observancia de los mandamientos. Eso sólo no basta, y de ello es también muy consciente la tradición hebraica. En esta parábola Jesús resalta el Amor divino haciendo ver cómo Dios, que es Amor, da el primer paso hacia el hombre sin tener en cuenta si lo merece o no, sino porque quiere que el hombre se abra a él para poder establecer una auténtica comunión de vida. Naturalmente, como comprenderás, el mayor obstáculo a Dios-Amor es precisamente la vida de los que acumulan acciones, obras, cuando Dios, en cambio, querría su corazón.

«Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

Con estas palabras Jesús te invita a tener, frente al pecador, el mismo amor sin límite que el Padre tiene por ti. Jesús te invita a no juzgar con tu medida el amor que el Padre tiene por cualquier persona. Al invitar al hijo mayor a compartir su alegría por el hijo recuperado, el Padre te pide también a ti un cambio de mentalidad: prácticamente tienes que recibir como hermanos y hermanas también a aquellos hombres y mujeres que en ti despiertan solamente sentimientos de desprecio y de superioridad. Esto provocará en ti una verdadera conversión, porque te purifica de la convicción de ser más meritorio, te hace evitar la intolerancia religiosa y te hace recibir la salvación, que Jesús te ha procurado, solamente como un don del amor de Dios.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Febrero 2001

¿No te pasó alguna vez que, al recibir un regalo de un amigo, sentiste la necesidad de retribuírselo, pero no como quien salda una deuda, sino por amor verdadero y agradecido? Estoy segura que sí.
Si esto es lo que te sucede a ti, imagínate lo que sucede a Dios, a Dios que es Amor. El siempre retribuye todo lo que damos a nuestros prójimos en su nombre. Esta es una experiencia que los verdaderos cristianos hacen con frecuencia. Y siempre es una sorpresa. Nunca nos podremos acostumbrar a la inventiva de Dios. Podría darte mil, diez mil ejemplos, podría escribir un libro al respecto. Verías qué cierta es esa imagen de “una buena medida, apretada, sacudida y desbordante”, significando la abundancia con la cual Dios retribuye, su magnanimidad.
Ya se había hecho de noche en Roma. En el pequeño departamento donde ese grupo de chicas que se habían propuesto vivir Evangelio, se estaban yendo a dormir, suena el teléfono. ¿Quién podía ser a esa hora? Era un señor que llamaba a la puerta, desesperado: al día siguiente lo echarían de la casa, con toda su familia, porque no podía pagar el alquiler. Las chicas se miraron y, en un acuerdo tácito, abrieron el cajón donde habían guardado el resto de sus sueldos y una suma para gas, teléfono y luz, y se lo dieron todo al hombre sin pensarlo dos veces. Esa noche durmieron felices, Alguien se habría ocupado de ellas. Todavía no había amanecido cuando volvía al llamar aquel señor, esta vez por teléfono. Era para decirles, “tomo un taxi y voy para allá”. Intrigadas por el medio que usaba para trasladarse, lo esperaron. Cuando llegó, la cara del hombre sugería que algo había cambiado: “Anoche, ni bien llegué a casa, me encontré con una herencia que no entraba en mis cálculos y sentí muy fuerte que tenía que darles la mitad a ustedes”. La suma era exactamente el doble de lo que ellas le habían dado generosamente.

«Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante».

¿También tú has hecho la prueba? Si no la hiciste, recuerda que lo que des tiene que ser desinteresadamente, a quien te pide, sin esperar recompensa. Haz la prueba, pero no para ver el resultado, sino por amor a Dios.
“Pero, si yo no tengo nada…”, podrías pensar.
No es cierto. Si queremos tenemos tesoros inagotables: nuestro tiempo libre, nuestro corazón, nuestra sonrisa, nuestro consejo, nuestra cultura, nuestra paz, nuestra palabra convincente al que tiene para que dé al que no tiene…
También podrías decir: no sé a quién dar.
Mira a tu alrededor: ¿te acuerdas de aquel enfermo del hospital, de esa señora viuda que siempre está sola, de ese compañero al que le fue mal en el examen y quedó tan desmoralizado, de ese joven desocupado siempre triste, de tu hermanito que necesita ayuda, del amigo que está en la cárcel, del principiante indeciso? Allí Cristo te está esperando.
Asume el comportamiento nuevo del cristiano que emana de todo el Evangelio y que es el “anti-encierro”. Renuncia a basar tu seguridad en los bienes de la tierra y apóyate en Dios. En esto se manifestará tu fe en él, que pronto se verá confirmada por la recompensa que te llegará.
Lógicamente, Dios nos se comporta de esta manera para enriquecerse o enriquecernos. Lo hace para que otros, muchos otros, al ver lo pequeños milagros que provoca nuestro dar, hagan lo mismo.
Lo hace porque, en la medida que tengamos más, podremos dar más y -como verdaderos administradores de los bienes de Dios- hagamos circular todo en la comunidad que nos rodea, hasta que se pueda decir de nosotros, como de la primera comunidad de Jerusalén: “entre ellos no había ningún necesitado”. ¿No sientes que con esto tú también estás dando un “alma” segura a la revolución social que el mundo espera?
“Den y se les dará”. Seguramente Jesús pensaba, en primer lugar, en la recompensa que tendremos en el Paraíso, pero lo que sucede en esta tierra ya es un preludio y una garantía de ella.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Enero 2001

Estas son las palabras de la Escritura que han sido propuestas como tema de reflexión para la semana de oración por la unidad de los cristianos de este año. Quizás no se encuentre, en los Evangelios, una forma más alta y completa de definición que Jesús haya hecho de sí mismo. Es una síntesis de su misión y de su identidad. Además, la hace para nosotros, para que podamos encontrar en él ese único y más seguro camino al Padre. El versículo concluye, en efecto, con estas palabras: “Nadie va al Padre, sino por mí”.
Con sus palabras Jesús nos revela lo que él es en sí mismo, y lo que es para todo hombre y mujer de esta tierra.

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

¿Cómo nos revela Jesús que él es la verdad? Dándonos testimonio con su vida y con su enseñanza.
“Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37). Verdad que, atribuida por Jesús a sí mismo, significa su persona, su Palabra, su obra.
Nosotros vivimos según la verdad, somos verdad en tanto y en cuanto somos la Palabra de Jesús. Pero si Jesús es el camino en cuanto él es la verdad, también es el camino al ser para nosotros vida. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Alimentándonos de él, que se hizo pan en la Eucaristía, además que con su Palabra, Cristo crece en nosotros.
Por nuestra parte, para que esta vida que está en nosotros no se apague, debemos comunicarla de la única manera que él nos ha enseñado: convirtiéndonos en una ofrenda para nuestros prójimos.

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

“Preparen el camino del Señor”, gritaba el bautista en el desierto de Judá, evocando al profeta Isaías. Y he aquí que Jesús se presenta como el Señor-Camino, como Dios hecho hombre para que nosotros ascendiéramos al Padre a través de su humanidad.
Pero, ¿qué camino tomó Jesús?
Hijo de Dios, que es Amor, vino a esta tierra por amor, vivió por amor, irradiando amor, dando amor, trayendo la ley del amor, y murió por amor. Luego resucitó y subió al Cielo, cumpliendo su designio de amor. Se puede decir que el camino recorrido por Jesús tiene un solo nombre: amor. Y que nosotros, para seguirlo, tenemos que caminar por este camino: el camino del amor.
Pero el amor que Jesús vivió y trajo es un amor especial, único. No es filantropía, ni simplemente solidaridad o benevolencia; ni siquiera pura amistad o afecto; tampoco únicamente no-violencia. Es algo excepcional, divino: es el amor que arde en Dios. Jesús nos dio una llama de ese amor infinito, un rayo de ese inmenso sol: amor divino, encendido en nuestro corazón con el bautismo y con la fe, alimentado por los otros sacramentos, don de Dios, que al mismo tiempo exige toda nuestra parte, nuestra correspondencia.
Tenemos que hacer fructificar este amor. ¿De qué manera? Amando. No somos plenamente cristianos sin esta segura contribución nuestra. Amando seguiremos a Jesús-Camino y seremos, como él, camino al Padre para muchos de nuestros hermanos y hermanas.
Seremos cristianos más convincentes si este mandamiento del amor que nos dio Jesús lo vivimos juntos.
Aunque no haya todavía, entre los que seguimos a Jesús, una unidad plena, podemos demostrar con la vida el amor recíproco. De este modo tenemos la posibilidad de ver verificarse la promesa de Jesús: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre -que algunos Padres de la Iglesia interpretan como 'en mi amor'- yo estoy presente en medio de ellos” (Mt 18,20).
Este don de la presencia de Jesús podemos ya gozarlo entre nosotros cristianos, por ejemplo entre un católico y un anglicano, entre una ortodoxa y una metodista, entre un valdense y un armenio. ¡Jesús en medio de los suyos! Entonces será él el que le dirá al mundo que todavía no lo conoce: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
En este mes seamos más conscientes de que la unidad de los cristianos es, antes que nada, una gracia y que por lo tanto es necesario pedir este don. Tengamos en cuenta entonces la oración hecha juntos, porque Jesús ha dicho: “Les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá” (Mt 18,19).

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Septiembre 2000

Jesús dirige estas palabras al gentío que lo escucha y que conocía muy bien esas normas, que el Antiguo Testamento y la enseñanza rabínica habían establecido como condición para acercarse al área sagrada del templo. En el Evangelio de Marcos se las describe, más arriba, como un ritual complejo de abluciones y lavado de objetos. Esa purificación exterior no tenía que ser más que expresión de una pureza interior, espiritual, pero en la realidad se terminaba por olvidar el verdadero significado de las prácticas rituales, concentrándose en una observancia escrupulosa y formal de un sinnúmero de reglas.

«Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre».

Si bien esta observación era perfectamente compatible con la legislación judaica, igualmente, en esa épóca, la toma de posición de Jesús requería valentía porque iba contracorriente. Jesús se remontaba a la gran tradición de los profetas que siempre habían llamado al pueblo a un culto auténtico, es decir, practicado en lo íntimo de las conciencias y no sólo exteriormente, preocupados sólo de evitar un contacto físico con alimentos y objetos declarados impuros.
Por eso aquí Jesús, como en toda su predicación y su comportamiento, no quiere abolir la Ley, sino llevarla a cumplimiento, es decir, devolverle su significado y fin profundo, que es el de acercar el hombre a Dios.

«Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre».

“… lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre”.
Esta segunda parte de la frase de Jesús se refiere, en cambio, a la verdadera contaminación: el hombre es contaminado no por lo que entra en él, sino por lo que sale de él. Y de su interioridad, de su corazón, surgen los pensamientos y las “malas intenciones” que luego originan “las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino”.
Jesús, aun evaluando positivamente la creación, aun sabiendo que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, conoce al ser humano y su inclinación al mal. Por eso exige la conversión.
Resulta evidente y neta, por las palabras que estamos considerando, su severidad moral. El quiere crear en nosotros un corazón puro y sincero del cual broten, como de un manantial límpido, buenos pensamiento y acciones irreprensibles.

«Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre».

¿Cómo vivimos, entonces, esta Palabra?
Si no son las cosas, los objetos, los alimentos, y todo lo que viene de afuera lo que nos hace impuros, lo que nos aleja de la amistad con Dios, sino el propio yo del hombre, su corazón, sus decisiones, es evidente que, concretamente, Jesús quiere que reflexionemos sobre la motivación profunda de nuestros actos y de nuestro comportamiento.
Para Jesús -como sabemos- hay una sola motivación que hace puro todo lo que hacemos: el amor.
El que ama no peca, no mata, no denigra, no roba, no traiciona…
Pues bien, ¿entonces? Dejémonos guiar, las veinticuatro horas del día, por el amor; por el amor a Dios y a nuestros hermanos y hermanas. Seremos cristianos al ciento por ciento.

Chiara Lubich

 

Palabra de vida Julio 2000

San Pablo escribe que tuvo grandes revelaciones. Pero también que Dios permitió que le tocara soportar grandes pruebas y, entre ellas, una muy particular que lo acompañaba y lo atormentaba continuamente. A lo mejor se trataba de una enfermedad, de un malestar físico permanente que, además de ser particularmente fastidioso, se transformaba en un obstáculo para su actividad y le daba la neta sensación de su límite humano.
Pablo suplicaba repetidamente al Señor que lo liberara de ese sufrimiento, hasta que le fue revelada la razón de la prueba, es decir, que la potencia de Dios se manifiesta plenamente en nuestra debilidad, que la única finalidad de ésta es darle espacio a la fuerza de Dios.
Es por eso que Pablo puede decir:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Nuestra razón se rebela ante una afirmación semejante, porque ve en ello una evidente contradicción o, simplemente, una arriesgada paradoja. En cambio, expresa una de las verdades más altas de la fe cristiana. Jesús nos la explica con su vida y, sobre todo, con su muerte.
¿Cuándo cumplió Jesús la obra que el Padre le había confiado? ¿Cuándo redimió a la humanidad? ¿Cuándo venció al pecado? Cuando moría en la cruz, anonadado, después de haber gritado: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”.
Jesús fue más fuerte precisamente cuando fue más débil.
Jesús habría podido dar origen al nuevo pueblo de Dios sólo con su predicación, con algún milagro más o con algún gesto extraordinario.
En cambio, no. No, porque la Iglesia es obra de Dios y en el dolor, sólo en el dolor, florecen las obras de Dios.
Por lo tanto nuestra debilidad, la experiencia de nuestra fragilidad encierra una ocasión única: la de experimentar la fuerza de Cristo muerto y resucitado y poder afirmar con Pablo:

«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».

Todos pasamos por momentos de debilidad, de frustración, de desaliento. Muchas veces tenemos que soportar dolores de todo tipo: adversidades, situaciones dolorosas, enfermedades, fallecimientos pruebas interiores, incomprensiones, tentaciones, fracasos… ¿Qué hacer? Para ser coherentes con el cristianismo, y si queremos vivirlo con radicalidad, tenemos que creer que estos son momentos preciosos.
¿Por qué? Porque precisamente quien se siente incapaz de superar ciertas pruebas que se abaten sobre su físico o su alma y, por lo tanto, no puede contar con sus propias fuerzas, se ve en condiciones de depositar su confianza en Dios.
Y él interviene, atraído por esta confianza. Donde él obra, realiza cosas grandes, que parecen más grandes precisamente porque parten de nuestra pequeñez.
Bendigamos entonces esta pequeñez nuestra, esta debilidad nuestra, porque gracias a ella podemos darle espacio a Dios y tener de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar concretamente hasta el final.
Es lo que le sucedió a los padres de un toxicodependiente que no se dieron por vencidos y trataron de curarlo por todos los medios. Pero era en vano. Un día este hijo ya no volvió a casa. Sentimientos de culpa, miedo, impotencia, vergüenza en los padres. Sin embargo, fue este encuentro con una llaga típica de nuestra sociedad, en la cual reconocer el rostro de Jesús crucificado, lo que les hizo encontrar nueva fuerza para seguir esperando y amando.
Yendo más allá del desfallecimiento y la impotencia, sintieron en el corazón una energía que nunca habían probado y se abrieron a la solidaridad. Organizaron un grupo de familias con las cuales afrontar la situación, ayudando y llevando de comer a los jóvenes de la plaza Plazpitz, que era entonces el infierno de la droga en Zurich, Suiza. Así fue como un día encontraron allí a su hijo, harapiento y extenuado. Fue entonces que, con la ayuda de otras familias, pudieron comenzar a recorrer hasta el final el largo camino de su liberación.

Chiara Lubich