Jun 30, 2000 | Palabra de vida, Sin categorizar
San Pablo escribe que tuvo grandes revelaciones. Pero también que Dios permitió que le tocara soportar grandes pruebas y, entre ellas, una muy particular que lo acompañaba y lo atormentaba continuamente. A lo mejor se trataba de una enfermedad, de un malestar físico permanente que, además de ser particularmente fastidioso, se transformaba en un obstáculo para su actividad y le daba la neta sensación de su límite humano.
Pablo suplicaba repetidamente al Señor que lo liberara de ese sufrimiento, hasta que le fue revelada la razón de la prueba, es decir, que la potencia de Dios se manifiesta plenamente en nuestra debilidad, que la única finalidad de ésta es darle espacio a la fuerza de Dios.
Es por eso que Pablo puede decir:
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
Nuestra razón se rebela ante una afirmación semejante, porque ve en ello una evidente contradicción o, simplemente, una arriesgada paradoja. En cambio, expresa una de las verdades más altas de la fe cristiana. Jesús nos la explica con su vida y, sobre todo, con su muerte.
¿Cuándo cumplió Jesús la obra que el Padre le había confiado? ¿Cuándo redimió a la humanidad? ¿Cuándo venció al pecado? Cuando moría en la cruz, anonadado, después de haber gritado: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”.
Jesús fue más fuerte precisamente cuando fue más débil.
Jesús habría podido dar origen al nuevo pueblo de Dios sólo con su predicación, con algún milagro más o con algún gesto extraordinario.
En cambio, no. No, porque la Iglesia es obra de Dios y en el dolor, sólo en el dolor, florecen las obras de Dios.
Por lo tanto nuestra debilidad, la experiencia de nuestra fragilidad encierra una ocasión única: la de experimentar la fuerza de Cristo muerto y resucitado y poder afirmar con Pablo:
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
Todos pasamos por momentos de debilidad, de frustración, de desaliento. Muchas veces tenemos que soportar dolores de todo tipo: adversidades, situaciones dolorosas, enfermedades, fallecimientos pruebas interiores, incomprensiones, tentaciones, fracasos… ¿Qué hacer? Para ser coherentes con el cristianismo, y si queremos vivirlo con radicalidad, tenemos que creer que estos son momentos preciosos.
¿Por qué? Porque precisamente quien se siente incapaz de superar ciertas pruebas que se abaten sobre su físico o su alma y, por lo tanto, no puede contar con sus propias fuerzas, se ve en condiciones de depositar su confianza en Dios.
Y él interviene, atraído por esta confianza. Donde él obra, realiza cosas grandes, que parecen más grandes precisamente porque parten de nuestra pequeñez.
Bendigamos entonces esta pequeñez nuestra, esta debilidad nuestra, porque gracias a ella podemos darle espacio a Dios y tener de él la fuerza de seguir “creyendo contra toda esperanza” y de amar concretamente hasta el final.
Es lo que le sucedió a los padres de un toxicodependiente que no se dieron por vencidos y trataron de curarlo por todos los medios. Pero era en vano. Un día este hijo ya no volvió a casa. Sentimientos de culpa, miedo, impotencia, vergüenza en los padres. Sin embargo, fue este encuentro con una llaga típica de nuestra sociedad, en la cual reconocer el rostro de Jesús crucificado, lo que les hizo encontrar nueva fuerza para seguir esperando y amando.
Yendo más allá del desfallecimiento y la impotencia, sintieron en el corazón una energía que nunca habían probado y se abrieron a la solidaridad. Organizaron un grupo de familias con las cuales afrontar la situación, ayudando y llevando de comer a los jóvenes de la plaza Plazpitz, que era entonces el infierno de la droga en Zurich, Suiza. Así fue como un día encontraron allí a su hijo, harapiento y extenuado. Fue entonces que, con la ayuda de otras familias, pudieron comenzar a recorrer hasta el final el largo camino de su liberación.
Chiara Lubich
May 31, 2000 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta Palabra se halla en el centro del himno que Pablo canta a la belleza de la vida cristiana, a su novedad y libertad, fruto del bautismo y de la fe en Jesús que nos ha injertado plenamente en él y, por él, en el dinamismo de la vida trinitaria. Al volverse una misma persona con Cristo, compartimos con él el Espíritu y todos sus frutos: primero de todos el de la filiación, el ser hijos de Dios.
Aunque Pablo habla de “adopción”1, lo hace sólo para distinguirla de la posición del hijo natural que le cabe sólo al único Hijo de Dios.
Nuestra relación con el Padre, en efecto, no es puramente jurídica, como sería la de los hijos adoptivos, sino sustancial, que cambia nuestra misma naturaleza como por un nuevo nacimiento. Toda nuestra vida es animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el mismo Espíritu de Dios.
Por eso, no se terminaría nunca de cantar, con Pablo, el milagro de muerte y resurrección que realiza en nosotros la gracia del bautismo.
«Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».
Esta Palabra nos dice algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, en la cual el Espíritu de Jesús introduce un dinamismo, una tensión que Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su constitucional fragilidad y su egoísmo continuamente en lucha con la ley del amor, es más, con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones2.
Aquellos que son guiados por el Espíritu, en efecto, deben afrontar cada día “el buen combate de la fe”3, para poder rechazar todas las inclinaciones al mal y vivir de acuerdo a la fe profesada en el bautismo.
¿Cómo?
Sabemos que, para que el Espíritu Santo actúe, se necesita nuestra correspondencia y San Pablo, al escribir esta Palabra, pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que es precisamente la negación del propio yo, la lucha contra el egoísmo en todas sus distintas formas.
Es esta muerte a nosotros mismos la que, sin embargo, produce vida, de manera que cada corte, cada poda, cada no a nuestro yo egoísta es origen de luz nueva, de paz, de amor, de libertad interior: es puerta abierta al Espíritu.
Al dejar más libre al Espíritu Santo que está en nuestros corazones, él podrá ofrecernos con más abundancia sus dones, podrá guiarnos por el camino de la vida.
«Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios».
¿Cómo vivir, entonces, esta Palabra?
Antes que nada tenemos que volvernos cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en nuestro interior un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta lo suficiente. Poseemos una riqueza extraordinaria, pero que por lo general queda inutilizada.
Además, para que su voz sea escuchada y seguida por nosotros, tenemos que decir que no a todo lo que va contra la voluntad de Dios y decir que sí a todo lo que él quiere: no a las tentaciones, cortando enseguida con las consiguientes insinuaciones; sí a las tareas que Dios nos ha confiado; sí al amor a todos los prójimos; sí a las pruebas y a las dificultades que encontramos…
Al hacer esto el Espíritu Santo nos guiará dándole a nuestra vida cristiana ese sabor, es vigor, esa incidencia y luminosidad que la caracteriza cuando es auténtica.
Entonces, también quien está a nuestro lado advertirá que no somos sólo hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios.
Chiara Lubich
Abr 30, 2000 | Palabra de vida, Sin categorizar
El discurso de despedida, después de la última cena, está cargado de enseñanzas y recomendaciones que, con sentimientos de hermano y de padre, Jesús le da a los suyos de todos los siglos.
Si todas sus palabras son divinas, éstas ciertamente tienen acentos particulares, dado que con ellas el Maestro y Señor condensa su doctrina de vida en un testamento que luego será la carta magna de las comunidades cristianas.
Acerquémonos entonces a la Palabra de vida de este mes, que precisamente forma parte del testamento de Jesús, con el deseo de descubrir su sentido profundo y escondido, para poder darle ese sentido a toda nuestra vida.
Lo primero que salta a la vista, al leer este capítulo de Juan, es la imagen de la vid y los sarmientos, tan familiares a un pueblo que por siglos cultivaba y cultiva viñedos. Sabían perfectamente que sólo una rama bien adherida al tronco podía cargarse de pámpanos verdes y de racimos jugosos. En cambio, la que se cortaba, terminaba por secarse y morir. No había una imagen más fuerte para ilustrar la naturaleza de nuestro vínculo con Cristo.
Pero en esta página del Evangelio hay también otra palabra que resuena con insistencia: “permanecer”, es decir, estar sólidamente vinculados e íntimamente injertados en él, como condición para recibir la savia vital que nos hace vivir de su misma vida. “Permanezcan en mí y yo en ustedes”, “Quien permanece en mí y yo en él, da mucho fruto”. “Quien no permanece en mí, será desechado” (Cf Jn 15, 14 y ss). Este verbo “permanecer” debe tener, por lo tanto, un significado y un valor esenciales para la vida cristiana”
«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».
“Si”. Este “si” indica una condición que a nadie le sería posible observar si antes Dios no hubiera salido a su encuentro. Es más: si no hubiera descendido en la humanidad al punto de hacerse una sola cosa con ella. Se podría decir que es él el que primero se injerta en nuestra carne con el bautismo y la vivifica con su gracia. Depende de nosotros, después, que realicemos en nuestra vida lo que ha obrado el bautismo y descubramos las inagotables riquezas que nos ha traído.
¿Cómo? Viviendo la Palabra, haciéndola fructificar y haciendo que resida en forma estable en nuestra existencia. Permanecer en él significa hacer que sus palabras permanezcan en nosotros, no como piedras en el fondo de un pozo, sino como semillas en la tierra, para que a su tiempo germinen y den fruto. Pero permanecer en él significa, sobre todo -como el mismo Jesús lo explica en este pasaje del Evangelio- permanecer en su Amor (Cf Jn 15, 9). Esta es la savia vital que asciende desde las raíces, por el tronco, hasta las ramas más distantes. Es el Amor lo que nos une vitalmente a Jesús, lo que nos hace una misma cosa con él, como miembros -diríamos hoy- “transplantados” en su cuerpo; y el amor consiste en vivir sus mandamientos, que se resumen todos en ese nuevo y gran mandamiento del amor recíproco.
Además, casi como para darnos una seguridad, para que podamos tener una prueba de que estamos injertados en él, nos promete que cualquier pedido nuestro será escuchado.
«Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».
Si es él el que pide, no puede dejar de obtener. Y si nosotros somos una misma cosa con él, será él mismo el que estará pidiendo en nosotros. Por lo tanto, si nos ponemos a rezar y a pedirle algo a Dios, preguntémonos primero “si” hemos vivido la Palabra, si nos hemos mantenido siempre en el amor. Preguntémonos si somos sus palabras vivas, si somos un signo concreto de su amor por todos y por cada uno de los que encontramos. Puede ser también que se pidan gracias, pero sin ninguna intención de adecuar nuestra vida a lo que Dios pide.
¿Sería justo, entonces, que Dios nos escuchase? Esta oración, ¿no sería quizás distinta si brotara de nuestra unión con Jesús, y si fuese él mismo en nosotros el que sugiriera los pedidos a su Padre?
Por lo tanto, pidamos también cualquier cosa, pero antes que nada preocupémonos de vivir su voluntad, para que no seamos ya nosotros los que vivimos, sino él en nosotros.
Chiara Lubich
Mar 31, 2000 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta palabra de Jesús es estupenda. En ella está la clave del cristianismo.
Se acercaba la Pascua de los judíos y, entre la multitud de peregrinos llegados a Jerusalén, había algunos griegos que querían “ver a Jesús”. Los discípulos se lo hacen saber. Jesús entonces responde hablando de su muerte inminente. Además agrega que ésta, en lugar de provocar la dispersión de los discípulos -como hubiera podido suceder- atraerá “a todos” hacia él: por lo tanto, no sólo los que lo siguen, sino que cualquiera, judío o griego, creerá en él, todos, sin discriminación de raza, de condición social, de sexo.
La obra de salvación de Jesús es, en efecto, universal y la presencia de los griegos es un signo de esa universalidad.
«Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
¿Qué quiere decir “cuando sea levantado en alto sobre la tierra”?
Para el evangelista Juan esta expresión significa, al mismo tiempo, “ser levantado en la cruz” y “ser glorificado”. En efecto, Juan ve en la pasión de Cristo la gran demostración del amor de Dios por la humanidad. Pero este amor es tan potente que merece la resurrección y provoca la atracción de todos hacia él. En torno a Cristo elevado se construirá la unidad del nuevo pueblo de Dios.
Pero no se puede separar la cruz de la gloria, no se puede separar al Crucificado del Resucitado. Son dos aspectos del mismo misterio de Dios que es Amor.
Es este Amor el que atrae. El Crucificado-Resucitado ejerce una atracción profunda y personal en el corazón del hombre, que se da en dos sentidos: por ella Jesús convoca a los suyos a compartir su gloria; y también por ella los lleva a amar a todos como él, hasta dar la vida.
«Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
¿Cómo vivir nosotros esta Palabra? ¿Cómo responder a tanto amor?
Si Jesús murió por todos, todos son candidatos a seguirlo y, es más, todos son candidatos a ser otros él. Miremos por lo tanto a cada criatura humana con estos ojos, es decir, con una mirada de amor que va más allá de todas las apariencias.
Ya sea que se trate de cristianos, musulmanes, budistas, o de otras convicciones, todos tienen que ser objeto de nuestro amor. Un amor que está dispuesto a dar la vida. Y aunque no se nos exija dar la vida física, lo que muchas veces se nos pide es hacer morir nuestro amor propio.
Cuando levantemos en la cruz nuestro “yo”, cuando muramos a nosotros mismos para dejar vivir a Cristo, entonces podremos ver también nosotros dilatarse alrededor el Reino de Dios.
Se ha dicho que el mundo es de quien lo ama y mejor sabe demostrárselo. ¿Quién ha amado mejor que Jesús? Así es como, los que tratan de imitar a Jesús, podrán amar al mundo, donándose totalmente al prójimo, con un amor desinteresado y universal.
«Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».
En este mes trataremos de custodiar en el corazón y llevar a la práctica la preciosa enseñanza del Crucificado-Resucitado. Esto nos aclarará el papel que juega el dolor que nos pueda sobrevenir en nuestra vida y su extraordinaria fecundidad.
Día a día, cuando nos afectan pequeños o grandes sufrimientos: una duda, un fracaso, una incomprensión, una relación tensa, una dificultad en el trabajo, una enfermedad, incluso una desgracia o preocupaciones serias, hagamos el esfuerzo de aceptarlas y de ofrecerlas a Jesús como expresión de nuestro amor.
Unamos nuestra gota al mar de su pasión para que redunde en bien de muchos. Y una vez hecha la ofrenda, tratemos de no pensar más en ello, sino de hacer lo que Dios quiere de nosotros, en donde estemos: en familia, en la fábrica, en la oficina, en la escuela… y sobre todo tratemos de amar a los demás, a los prójimos que están a nuestro alrededor.
Y dado que Jesús murió por todos y todos están llamados a seguirlo, hagamos de manera que la mayor cantidad posible de personas puedan encontrar en nuestro amor el amor de Cristo. Entonces será él el que los atraerá a todos, haciendo de manera que nos amemos entre nosotros y florezca entre todos la fraternidad universal.
Chiara Lubich
Feb 29, 2000 | Palabra de vida, Sin categorizar
El Evangelista Marcos -como también Mateo y Lucas- nos refieren que Jesús un día llamó aparte a Pedro, Santiago y Juan y los condujo a un monte alto. En determinado momento, se produjo allí un hecho extraordinario: Jesús se transfiguró delante de ellos, sus ropas se volvieron blanquísimas y se vio a Moisés y Elías que conversaban con él. Una nube envolvió a los tres apóstoles y desde la nube se oyó una voz, la voz del Padre celestial, que justamente se dirigía a ellos con estas palabras:
«Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
Ya al comienzo de su misión, durante el bautismo en el Jordán, se había hecho oír esa misma voz misteriosa: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”.
En esta ocasión el Padre se dirige a los discípulos de Jesús, y a todos nosotros, para invitarnos a escuchar al Hijo. La palabra clave de este mes es, entonces: escuchar.
Pero, ¿cuándo habló el Hijo? ¿Dónde encontramos su Palabra? En los Evangelios. Abrámoslos y leámoslos con amor. El Evangelio de la Palabra de Jesús.
Pero él también nos habla de otras maneras.
¿Cómo hacer entonces para oír su voz, a distinguirla entre tantas y a sintonizarnos en su longitud de onda?
Hay un momento fuerte en el cual él habla a nuestra alma: es en la oración, y cuanto más tratamos de amar a Dios en nuestro corazón tanto más se hace sentir su voz y nos guía desde lo más profundo de nuestro ser.
Pero también a lo largo del día cada encuentro puede ser una ocasión de escucha: si nos ponemos, ante cada prójimo, en un silencio de amor que acoge al otro, cualquiera que sea, porque -como Jesús nos lo ha revelado- es él mismo el que se oculta detrás de cada ser humano.
¡Cómo cambiarían nuestras relaciones si se cultivara más esta rara cualidad de la escucha, que a veces puede ser la única manera de demostrar nuestra atención hacia el que está a nuestro lado, aún del desconocido!
El secreto, entonces, radica en esto: para disponernos a escuchar la voz de Dios, ponernos a la escucha de la hermana, del hermano.
«Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
La voz de Jesús tiene además un timbre claro e inconfundible, habla fuerte y su voz se reconoce distinta, cuando está presente entre nosotros, por el amor recíproco. Su presencia entre dos o más reunidos en su nombre hace las veces de altoparlante de la voz de Dios en nuestro corazón.
Por eso, al estar sintonizados con sus pensamientos, sus enseñanzas, será más fácil escucharlo.
En el Evangelio de Lucas hay además una frase de Jesús sobre la escucha a aquellos que él envía: “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí”. Se trataba de los 72. Hoy en la Iglesia católica esta frase se refiere a aquellos a los que ha confiado de manera particular su mensaje: sus ministros, por los cuales es anunciada la Palabra.
Pero hay también quienes son “testigos” de Jesús y que, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica de la manera más radical, la hacen resonar siempre de nuevo en el mundo y abren los corazones a la escucha.
Por eso, aunque la voz es una sola, son muchos los modos con los cuales se dirige a nosotros: en lo íntimo del corazón y por boca de los hermanos y de las hermanas, desde el púlpito de una iglesia, desde páginas de su Evangelio o en los carismas de los “testigos”.
La Palabra de este mes nos ayudará a escuchar -y a vivir- lo que Jesús quiera decirnos.
Chiara Lubich
Ene 31, 2000 | Palabra de vida, Sin categorizar
El apóstol Pablo tiene una manera de comportase, en su extraordinaria misión, que se podría expresar de esta manera: hacerse todo a todos. Pablo, en efecto, trata de comprender a todos, de entrar en la mentalidad de cada uno, por lo que se hace judío con los judíos.
Y con los no judíos -los que no tenían una ley revelada por Dios- se vuelve como uno que no tiene ley.
Adhiere a las usanzas judías toda vez que esto sirve para quitar obstáculos de en medio, para reconciliar amigos y, cuando le toca actuar en el mundo grecorromano, asume las formas de vida y de la cultura que congenian con ese ambiente.
En este caso, dice:
«Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles; me hice todo a todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio».
Pero, ¿quiénes son estos “débiles”?
Son cristianos que, porque tienen una conciencia frágil y poco conocimiento de las cosas, se escandalizan fácilmente.
Es lo que podía suceder, por ejemplo, con la cuestión de las carnes inmoladas a los ídolos. ¿Estaba permitido comerlas o no? Pablo sabe que hay un solo Dios y que los ídolos no existen. Por consiguiente, no existen carnes sacrificadas a los ídolos. Pero los “débiles”, acostumbrados a un modo determinado de razonar y de poca instrucción, podían pensar lo contrario y quedar desorientados. Pablo se ubica en la frágil mentalidad de estos cristianos y, para no turbarlos, considera que no es conveniente alimentarse de esas carnes.
«Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles; me hice todo a todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio».
¿Qué es lo que impulsa a Pablo a tomar esta actitud? Aún en la libertad del cristianismo que él anuncia, advierte la exigencia, es más, el imperativo de hacerse esclavo de alguien: de sus hermanos, de cada prójimo, porque su modelo es Jesús crucificado.
Dios, encarnándose, se volvió cercano a todo ser humano pero, en la cruz, se solidarizó con cada uno de nosotros, pecadores, con nuestra debilidad, nuestro sufrimiento, nuestras angustias, nuestra ignorancia, nuestros abandonos, nuestros interrogantes, con nuestras cargas…
También Pablo quiere vivir así y, por eso, afirma:
«Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles; me hice todo a todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio».
¿Cómo vivir también nosotros esta nueva Palabra de vida?
Sabemos que el sentido de la vida y de sus días es llegar a Dios. Además, no llegar solos, sino con los hermanos y las hermanas. En efecto, también a nosotros, cristianos, nos llegó un llamado de Dios semejante al que le dirigió a Pablo. También nosotros, como el apóstol, tenemos que “ganar” a alguno, “salvar a cualquier precio a alguien”.
¿Por qué camino? El de “hacerse uno” con los prójimos, lo mismo da que sean pequeños o adultos, ricos o pobres, hombres o mujeres, connacionales o extranjeros. A algunos los encontramos por la calle, con otros hablamos por teléfono, para otros trabajamos…
Hay que amar a todos. Pero hay que preferir a los más débiles. Hacerse “débil con el débil, para ganar a los débiles”. Dirigirse a quienes nos acompañan en la fe, a los indiferentes, al que se profesa ateo, al que denigra la religión.
Si nos hacemos uno con ellos, haremos la experiencia del infalible método de Pablo: daremos testimonio de Dios y esto los fascinará.
Por eso me atrevo a decirte a ti, que lees este comentario: ¿tienes una esposa (o un marido) que no le gusta para nada la Iglesia y, en cambio, pasa horas frente al televisor? Hazle compañía, como puedas, cuanto puedas, interesándote por lo que más le gusta ver.
¿Tienes un hijo que idolatra el fútbol, desinteresándose de cualquier otra cosa, hasta olvidarse de cómo se reza? Apasiónate del deporte más que él.
¿Tienes una amiga a la que le gusta viajar, leer, instruirse, y a tirado por la borda todos los principios religiosos? Trata de comprenderla en sus gustos, en sus exigencias.
Hazte uno, uno con todos, en todo, cuanto puedas, menos en el pecado. Si pecan, aléjate. Verás que el hacerse uno con el prójimo no es tiempo perdido: es todo ganado.
Un día -que no habrá que esperar tanto- ellos querrán saber qué es lo que te interesa a ti. Entonces, agradecidos, descubrirán, adorarán y amarán a ese Dios que te ha movido a tener un comportamiento cristiano.
Chiara Lubich