Movimiento de los Focolares

Palabra de vida Enero 2000

Es un himno de alabanza y de agradecimiento a Dios. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es el Dios, Padre de Jesucristo, que lo ha resucitado de entre los muertos. Jesús “nos resucitó y nos hizo sentar con él en los cielos” (1) también a nosotros, que somos “obra suya” y “su cuerpo” (2).
La bendición de Dios a Abraham (“y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra” (3) se cumple en Jesús.
Jesús atrajo sobre sí la bendición paterna, revestido de ese amor al cual el Padre no puede dejar de responder, porque él es su misma Palabra hecha carne.
Es su Palabra viviente, su Verbo que ha asumido nuestra naturaleza humana para estar entre nosotros y comunicarnos la Vida verdadera. Para hacer de nosotros un solo cuerpo con él y comunicarnos su Espíritu por el cual podemos llamar a Dios, Padre, ¡Abba!
¿Cómo podemos nosotros vivir de manera digna de la bendición del Padre? ¿Cómo atraer sobre nosotros esa bendición que procura alegría y fecundidad a todo lo que pensamos?
Viviendo como hijos, en el Hijo, siendo con él Palabra viva. En efecto, viviendo la Palabra somos transformados en la Palabra, en Cristo.

«Bendito sea Dios…, que nos ha bendecido en Cristo».

El Evangelio no es un libro de consuelo donde uno se refugia en los momentos dolorosos para encontrar una respuesta, sino que es un código que contiene las leyes de la vida; leyes que no sólo se deben leer y observar, sino poner en práctica, es decir, deben ser asimiladas tan profundamente y a tal punto, que vivamos como Cristo, de ser otro Cristo en cada instante.
No podemos concebir entonces a la Palabra como una pura, simple, dulce expresión de sabiduría humana.
La Palabra de Dios es más que un mensaje. Cuando él habla se dice a sí mismo, se da a sí mismo. “Dios nunca da menos que sí mismo”, recuerda Agustín de Hipona (4).
Ahora bien, dado que Dios es Amor, cada Palabra suya es amor. Acoger y vivir la Palabra nos hace ser amor como Dios es Amor.
Por la Palabra, entonces, tendrían que cambiar todas nuestras relaciones, con Dios y con el prójimo, porque tiene en sí una fuerza dinámica, creadora.
Viviendo la Palabra nace y se compone la comunidad cristiana entre personas que se aman y forman un solo pueblo: el pueblo de Dios.
Sobre este pueblo desciende entonces la bendición de Dios, es decir, sobre todos nosotros, en la medida que sepamos tratarnos como hermanos y hermanas en el único Padre, superando todos los individualismos, los prejuicios, las divisiones.
Eso es lo que debemos hacer este mes en que, cristianos de muchas partes del mundo, se unen en la celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, formando el único pueblo.
Conscientes de este regalo, por nosotros no merecido, tratemos de vivir juntos como Palabras de Dios vivas, en el inicio del tercer milenio.
Además de dar gloria a Dios, con nuestra vida seremos una fuerte petición de otro don suyo: el de la comunión plena y visible entre las Iglesias.

Chiara Lubich

1) Cf Ef 2, 6;
2) Cf Ef 2, 10;
3) Cf Gen 22, 18;
4) Enchiridion ad Laurentium de fide et spe et caritate, XII, 40, Opera omnia, XIII, 2.
 

 

Palabra de vida Diciembre 1999

La pregunta de María, ante el anuncio del ángel: “¿Cómo puede ser eso?” (1), tuvo como respuesta: “No hay nada imposible a Dios” y, como garantía de ello, le propuso el ejemplo de Isabel que, en su vejez, había concebido un hijo. María creyó y se convirtió en la Madre del Señor.
Dios es omnipotente: esta forma de denominarlo se encuentra con frecuencia en la Sagrada Escritura y se la usa cuando se quiere expresar la potencia de Dios al bendecir, al juzgar, al dirigir el curso de los acontecimientos, al realizar sus planes.
Hay un solo límite para la omnipotencia de Dios: la libertad humana, que se puede oponer a ella volviendo al hombre impotente, cuando estaría llamado a compartir la misma fuerza de Dios.

«No hay nada imposible para Dios»

Esta es una Palabra que llega oportunamente a concluir, para la Iglesia católica, el año del Padre antes del Jubileo del 2000. En efecto, es una Palabra que nos abre a una confianza ilimitada en el amor de Dios-Padre porque, si Dios existe y su ser es Amor, la confianza completa en él no es más que la lógica consecuencia.
Todas las gracias están en su poder: temporales y espirituales, posibles e imposibles. Y él las otorga a quien las pide y a quien no las pide porque, como dice el Evangelio, el Padre “hace salir el sol sobre malos y buenos” (2) y nos pide a todos que actuemos como él, con el mismo amor universal, sostenido por la fe en que:
“No hay nada imposible para Dios”

¿Cómo poner en práctica esta Palabra de vida en lo cotidiano?
Todos tenemos que afrontar, cada tanto, situaciones difíciles, dolorosas, tanto en nuestra vida personal, como en la relación con los demás. En esos casos, a veces, experimentamos toda nuestra impotencia al advertir, en nosotros, apegos a cosas y personas que nos vuelven esclavos de vínculos de los cuales quisiéramos liberarnos. A menudo nos encontramos frente a los muros de la indiferencia o del egoísmo y sentimos que se nos caen los brazos ante acontecimientos que parecen superarnos.
Pues bien, en esos momentos la Palabra de vida nos puede ayudar. Jesús nos deja hacer la experiencia de nuestra incapacidad, no para que nos desalentemos, sino para ayudarnos a comprender mejor que “no hay nada imposible para Dios”; para disponernos a experimentar la extraordinaria potencia de su gracia, que se manifiesta precisamente cuando vemos que con nuestras fuerzas no alcanza.

«No hay nada imposible para Dios»

Al repetirlo en los momentos más críticos nos llegará, de la Palabra de Dios, esa energía que le es propia, haciéndonos participar, de alguna manera, de la misma omnipotencia de Dios. Pero, con una condición, es decir, que vivamos su voluntad tratando de irradiar a nuestro alrededor ese amor que depuso en nuestros corazones. De esta manera actuaremos al unísono con el Amor omnipotente de Dios por sus criaturas, al cual todo le es posible, todo lo que contribuye a realizar sus planes sobre los individuos y sobre la humanidad.
Pero hay un momento especial para vivir esta Palabra y para la experiencia de toda su eficacia: la oración.
Jesús dijo que cualquier cosa pidamos al Padre en su nombre, él nos lo concederá. Hagamos entonces la prueba de pedirle aquello que más nos interesa con la fe cierta de que a él nada le es imposible: desde la solución de casos desesperantes, hasta la paz del mundo; desde la curación de enfermedades graves, hasta la resolución de conflictos familiares y sociales.
Si, además, somos varios los que pedimos la misma cosa, en pleno acuerdo por el amor recíproco, entonces es Jesús mismo, en medio nuestro, el que le pide al Padre y, de acuerdo a su promesa, lo obtendremos.
Con esta fe en la omnipotencia de Dios y en su Amor, también nosotros pedimos un día por N. para que ese tumor, aparecido en la radiografía, “desapareciera”, casi como si se hubiera tratado de un error o de un fantasma. Y eso es lo que sucedió.
Esta confianza ilimitada que nos hace sentir en los brazos de un Padre al que todo le es posible, tiene que acompañar siempre las vicisitudes de nuestra vida. Aunque nadie dice que obtendremos siempre lo que pedimos. Su omnipotencia es la de un Padre y la usa siempre y sólo por el bien de sus hijos, más allá de que ellos lo sepan o no lo sepan. Lo importante es vivir cultivando la certeza de que no hay nada imposible para Dios, lo cual nos hará encontrar una paz nunca antes experimentada.

Chiara Lubich

1 Cf. Lc 1, 34.
2 Cf. Mt 5, 45.

 

Noviembre 1999

La predicación de Jesús se inicia con el “sermón de la montaña”. Delante del lago de Tiberíades, sobre una colina junto a Cafarnaún, sentado, como era costumbre de los maestros, Jesús anuncia a la multitud el hombre de las bienaventuranzas. La palabra “bienaventurado”, feliz, dichoso, es decir, la exaltación de aquel que realizaba, de distintas maneras, la Palabra del Señor, se encuentra más de una vez en el Antiguo Testamento.
Estas bienaventuranzas de Jesús hacían recordar las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez escuchaban que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir a la montaña del Señor, como cantaba el salmo (1), sino que incluso podían ver a Dios. ¿De qué pureza, tan alta, se trataba, para merecer tanto? Jesús lo explicaría varias veces en el curso de su predicación. Tratemos entonces de seguirlo para comprender, en su origen, la auténtica pureza.

«Felices los que tienen el corazón puro».

Antes que nada, a criterio de Jesús, hay un medio de purificación por excelencia: “Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié” (2). Es decir, no son tanto los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, tal como, de otra manera, lo está en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, en la medida que la dejamos actuar, nos hace libres del pecado y, por lo tanto, puros de corazón.
Por lo tanto la pureza es fruto de la Palabra vivida, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos, en los que necesariamente se cae si no se tiene el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Apegos que pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismo. Pero si el corazón se orienta a Dios solamente, todo lo demás cae por su propio peso.
Para triunfar en este propósito puede ser útil, repetirle a Jesús, a Dios, a lo largo del día, esa invocación del salmo que dice: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!” (3). Hagamos la prueba de repetirlo a menudo y, sobre todo, cuando los distintos apegos querrían arrastrar nuestro corazón hacia imágenes, sentimientos y pasiones que pueden enturbiar la visión del bien y quitarnos libertad.
¿Nos sentimos inclinados a mirar ciertos afiches publicitarios, a seguir ciertos programas televisivos? No, digámosles: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”, y habremos dado el primer paso para salir de nosotros mismos, volviendo a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos adquirido la pureza.
¿Advertimos que a veces una persona o una actividad se interponen, como un obstáculo, entre Dios y nosotros, enturbiando nuestra relación con él? Es el momento de repetirle: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”. Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y volver a encontrar la libertad interior.

«Felices los que tienen el corazón puro».

La Palabra vivida nos hace libres y puros porque es amor. Es amor que purifica, con su fuego divino, nuestras intenciones y todo nuestro mundo íntimo porque, según la Biblia, el corazón es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un amor que Jesús nos pide y que nos permite vivir esta felicidad. Es el amor recíproco, de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Este amor crea una corriente, un intercambio, un clima en el que la nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de Dios, que es el único que puede crear en nosotros un corazón puro (4). A través de la vivencia del amor recíproco la Palabra actúa con sus efectos de purificación y de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir por mucho tiempo a las solicitudes del mundo, mientras que en el amor recíproco encuentra el ambiente sano, capaz de proteger su pureza y toda su auténtica existencia cristiana.

«Felices los que tienen el corazón puro».

Este es el fruto de esa pureza, siempre reconquistada: se puede “ver” a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, sentir su voz en el corazón, reconocer su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es un empezar a gustar la presencia de Dios que comienza ya en esta vida, mientras “caminamos en la fe y no vemos todavía claramente” (5), hasta que “veamos cara a cara” (6) eternamente.

Chiara Lubich

1 Cf. Sal 24,4;
2 Jn 15,3;
3 Cf. Sal 16,2;
4 Cf. Sal 50,12;
5 2Cor 5,7;
6 1Cor 13,12

Palabra de vida Octubre de 1999

Esta Palabra ya se encontraba en el Antiguo Testamento. Al responder a una pregunta insidiosa, Jesús se injerta en esa gran tradición profética y rabínica que andaba en busca del principio unificador de la Torá, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. Rabí Hillel, un contemporáneo suyo, había dicho: “No le hagas al prójimo lo que te resulta odioso a tí, ésta es toda la ley. El resto es sólo comentario” (2). Para los maestros del judaísmo, el amor al prójimo deriva del amor a Dios que creó al hombre a su imagen y semejanza, por lo que no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo y “es un principio grande y general en la ley” (3). Jesús reivindica este principio y agrega que el mandamiento de amar al prójimo es semejante al primero y más grande de los mandamientos, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Afirmando una relación de semejanza entre los dos mandamientos Jesús los une definitivamente y así lo hará toda la tradición cristiana; como dirá en forma tajante el apóstol Juan: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, quien no ama a su hermano, a quien ve?” (4).

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Prójimo –lo dice claramente todo el Evangelio– es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, al cual se debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abarca a toda la humanidad y se concreta en aquél-que-está-a-tu-lado. Pero, ¿quién puede darnos un corazón tan grande, quién puede suscitar en nosotros tanta bondad como para hacernos sentir cercanos –próximos– ante los que nos parecen más alejados de nosotros y hacernos superar el amor por uno mismo, para ver este sí mismo en los otros? Es un don de Dios. Es más, es el mismo amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (5). No es, por consiguiente, un amor común, una simple amistad, sólo filantropía, sino ese amor que se nos ha derramado en el corazón desde el bautismo: ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Trinidad, del cual nosotros podemos participar. Por lo tanto, el amor es todo, pero para poderlo vivir bien hay que conocer sus cualidades, que emergen del Evangelio y de la Escritura en general, y que nos parece poder sintetizar en algunos aspectos fundamentales. En primer lugar Jesús, que ha muerto por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor debe dirigirse a todos. No como el amor que muchas veces vivimos nosotros, simplemente humano, que tiene un radio reducido: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero, el que Jesús quiere, no admite discriminaciones; no hace diferencias entre personas simpáticas y antipáticas, para él no hay lindo y feo, grande o pequeño; para este amor no existe lo de mi patria o lo extranjero, lo de mi Iglesia o lo de la otra, de mi religión o de la otra. Este amor ama a todos. Y eso es lo que tenemos que hacer nosotros: amar a todos. El amor verdadero, además, toma la iniciativa, no espera a ser amado, como sucede en general con el amor humano: que se ama a quien nos ama. No, el amor verdadero se adelanta al otro, como hizo el Padre cuando, siendo nosotros todavía pecadores, y por lo tanto no amantes, envió a su Hijo para salvarnos. Por lo tanto, amar a todos y amar tomando la iniciativa. Pero también, el amor verdadero ve a Jesús en el prójimo: “me lo has hecho a mí” (6) nos dirá Jesús en el Juicio final. Y esto vale para el bien que hacemos, como también, lamentablemente, para el mal. El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo: hace cosas que lo benefician, reza por él. Jesús quiere, también, que el amor que él trajo a la tierra, se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad. Todas estas cualidades del amor nos hacen comprender y vivir mejor la palabra de vida de este mes.

«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Sí, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo. Y esto hay que tomarlo al pie de la letra: es necesario realmente ver en el otro a otro sí mismo y hacer al otro lo que uno haría a sí mismo. El amor verdadero es el que sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, cargar con el peso de los otros; que sabe, como dice San Pablo, hacerse uno con la persona amada. Por consiguiente, no es un amor sólo de sentimiento, de hermosas palabras, sino de hechos concretos. Quien es de otro credo religioso trata también de hacer lo mismo siguiendo la llamada “regla de oro”, que encontramos en todas las religiones. Esta regla dice que debemos hacer a los otros lo que querríamos que se nos hiciera a nosotros. Gandhi la explica de un modo simple y eficaz: “No puedo hacerte daño sin herirme a mí mismo” (7). Este mes, por lo tanto, tiene que ser una oportunidad para volver a poner a foco el amor al prójimo, que tiene muchos rostros: el vecino de casa, la compañera de escuela, el amigo o el pariente más cercano. Pero tiene también los rostros de esa humanidad angustiada que la televisión trae a nuestras casas desde los lugares de guerra y de catástrofes naturales. En un tiempo nos eran desconocidos y lejanos miles de kilómetros. Ahora también ellos se han vuelto prójimos. El amor nos sugerirá qué hacer en cada caso y poco a poco dilatará nuestro corazón a la medida del corazón de Jesús. Chiara Lubich   1 Lev. 19, 18. 2 Shaab. 31. 3 Rabí Akiba, Slv 19, 18. 4 1Jn 4, 20. 5 Rom 5, 5. 6 Cf Mt 25, 40. 7 Cf Wilhelm Muhs, Palabras del Corazón, Ed. Ciudad Nueva 1997, p.278.

Septiembre de 1999

Con estas palabras Jesús le responde a Pedro, que después de haber escuchado cosas maravillosas de su boca, le hace esta pregunta: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”. A lo que replicó Jesús: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
Probablemente Pedro, bajo la influencia de la predicación del Maestro, había pensado lanzarse, bueno y generoso como era, en su nueva línea, haciendo algo excepcional: llegando a perdonar hasta siete veces. En el judaísmo, en efecto, se admitía un perdón de dos, tres, a lo más hasta cuatro veces.
Pero al responder: “… hasta setenta veces siete”, Jesús dice que para él el perdón tiene que ser ilimitado: hay que perdonar siempre.

«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

Esta Palabra trae el recuerdo del canto bíblico de Lamec, un descendiente de Adán: “Caín será vengado siete veces, pero Lamec setenta y siete” (1). Así es como comienza a propagarse el odio entre los hombres en el mundo: sube como un río en creciente.
A este propagarse del mal, Jesús opone el perdón sin límites, incondicional, capaz de romper el círculo de la violencia.
El perdón es la única solución para contener el desorden y abrirle a la humanidad un futuro que no signifique autodestrucción.

«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

Perdonar. Perdonar siempre. El perdón no es ese olvido que muchas veces significa no querer mirar de frente la realidad. El perdón no es debilidad, es decir, no tener en cuenta una injusticia por miedo al más fuerte, que la ha cometido. El perdón no consiste en decir que no tiene importancia, lo que en cambio es grave, o decir que está bien lo que está mal.
El perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de lucidez, por lo tanto de libertad, que consiste en dar acogida al hermano y la hermana tal como es, a pesar del daño que nos ha hecho, como Dios nos acoge a nosotros, pecadores, a pesar de nuestros defectos. El perdón consiste en no responder a la ofensa con la ofensa, sino en hacer lo que dice Pablo: “No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal haciendo el bien” (2).
El perdón consiste en abrir, al que te ha agraviado, la posibilidad de una nueva relación contigo. Es decir, la posibilidad para él y para ti de comenzar de nuevo la vida, de un futuro en el cual el mal no tenga la última palabra.

«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

¿Cómo hacer, entonces, para vivir esta Palabra?
Pedro le había preguntado a Jesús: “¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?”, “… a mi hermano”.
Jesús, al responder, tenía en mente, por lo tanto, sobre todo las relaciones entre cristianos, entre miembros de la misma comunidad.
Por eso, antes que nada, es con los otros hermanos y hermanas en la fe que debemos comportarnos así: en familia, en el trabajo, en la escuela o comunidad de la cual formamos parte.
Sabemos con cuánta facilidad se quiere responder a una ofensa con una acción o con una palabra equivalente.
Sabemos cuánto, por diversidad de caracteres, o por nerviosismo, o por otras causas, las faltas de amor son frecuentes entre personas que conviven. Pues bien, es necesario recordar que sólo una actitud de perdón, siempre renovada, puede mantener la paz y la unidad entre hermanos.
Siempre existirá la tendencia a ver los defectos de hermanas y hermanos, a recordar el pasado, a querernos distintos de como somos… Es necesario acostumbrarse, con una mirada nueva, a verlos nuevos a ellos mismos, aceptándolos siempre, enseguida y sin retaceos, aunque no se arrepientan.
Se dirá: “Pero esto es difícil”. Se comprende. Pero aquí está lo bueno del cristianismo. No por nada seguimos a Cristo que, desde la cruz, pidió al Padre perdón para aquellos que le habían dado muerte, y resucitó.
Anímo. Comencemos una vida así, que nos asegura una paz como ninguna otra y mucha felicidad a nosotros desconocida.

Chiara Lubich

1 Gn 4, 24
2 Rm 12, 21

Agosto de 1999

Esta Palabra forma parte de un acontecimiento simple y altísimo al mismo tiempo: se trata del encuentro entre dos gestantes, entre dos madres, cuya simbiosis espiritual y física con sus hijos es total. Ellas son su boca, sus sentimientos. Cuando habla María, el niño de Isabel se estremece en su vientre. Cuando habla Isabel pareciera que las palabras le han sido puestas en los labios por el Precursor. Y, aunque las palabras de su himno de alabanza a María están dirigidas personalmente a la madre del Señor, “adquieren carácter de verdad universal: la bienaventuranza vale para todos los creyentes y concierne a aquellos que acogen la Palabra de Dios y la ponen en práctica, y encuentran en María el modelo ideal” (1).

«Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».

Es la primera bienaventuranza del Evangelio que se refiere a María, pero también a todos aquellos que la quieren seguir e imitar.
En María hay un vínculo estrecho entre fe y maternidad, como fruto de la escucha de la Palabra. Además Lucas nos refiere algo que tiene que ver también con nosotros. Más adelante, en su Evangelio, Jesús dice: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (2).
Casi como anticipando estas palabras, Isabel, movida por el Espíritu Santo, nos anuncia que todo discípulo puede volverse “madre” del Señor. La condición es que crea en la Palabra de Dios y la viva.

«Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».

María, después de Jesús, es la que mejor supo decir “sí” a Dios. En esto, sobre todo, radica su santidad y su grandeza. Por eso, si Jesús es el Verbo, la Verdad encarnada, María, por su fe en la Palabra, es la Palabra vivida, aunque sea criatura como nosotros, igual a nosotros.
El rol de María, como madre de Dios, es excelso y grandioso. Pero Dios no llama sólo a la Virgen a gestar a Cristo en sí misma. Si bien de otra manera, todo cristianos está llamado a un rol semejante: el de encarnar a Cristo hasta repetir, como San Pablo: “Y ya no vivo yo,.sino que es Cristo que vive en mí” (3).
Pero, ¿cómo hacerlo realidad?
Con la actitud de María ante la Palabra de Dios, es decir, con total disponibilidad. En creer, con María, que se verificarán todas las promesas encerradas en la Palabra de Jesús y, si fuera necesario, afrontar como María el riesgo del absurdo que comporta a veces su Palabra.
Grandes o pequeñas, pero siempre maravillosas, son las cosas que le suceden a quien cree en la Palabra. Se podrían llenar libros con los hechos que lo prueban.
¿Quién podrá olvidar que, en plena guerra, creyendo en las palabras de Jesús, “pidan y se les dará” (4), pedimos todo lo que muchos pobres necesitaban y vimos llegar bolsas de harina, cajas de leche, latas de mermelada, leña, ropa?
Esas mismas cosas suceden también hoy. “Den y se les dará” (5), y los depósitos de la caridad siempre se llenan, a medida que se van vaciando.
Pero lo que más llama la atención es lo verdaderas que son siempre, y en todas partes, las palabras de Jesús. Y la ayuda de Dios llega puntualmente aún en situaciones imposibles, y en los puntos más aislados de la tierra, como le sucedió hace poco a una madre que vive en una condición de gran pobreza. Un día se sintió impulsada a dar sus últimas monedas a una persona más pobre que ella. Creía en ese “den y se les dará”, del Evangelio. Y se sentía con una gran paz en el alma. Poco después llegaba a casa su hija más pequeña y le mostraba el regalo que le había dado un viejo pariente que, por casualidad, había pasado por allí: en su manita mostraba las monedas multiplicadas.
Una “pequeña” experiencia como ésta nos impulsa a creer en el Evangelio; pero cada uno de nosotros puede probar esa alegría, esa dicha que viene de ver realizarse las promesas de Jesús.
Cuando, en la vida de todos los días, en la lectura de las Sagradas Escrituras nos encontremos con la Palabra de Dios, abramos nuestro corazón a la escucha con la fe de que, lo que Jesús nos pide y promete, sucederá. No tardaremos en descubrir, como María y como esa madre, que él mantiene sus promesas.

Chiara Lubich

1) G.Rossé, Il Vangelo di Luca, Roma, 1992.
2) Lc 8, 21.
3) Gal 20, 20.
4) Mt 7, 7.
5) Lc 6, 38