Jun 30, 1999 | Palabra de vida, Sin categorizar
En esta brevísima parábola Jesús apunta a la imaginación de quienes le escuchan. Todo conocían el valor de las perlas que, junto al oro, era en ese entonces lo más precioso que se podía concebir.
Es más, las Escrituras hablaban de la sabiduría, es decir, el conocimiento de Dios como algo que no se podía comparar ni siquiera “a la piedra más preciosa” (1).
Pero lo que se pone de relieve en la parábola es el hecho excepcional, sorprendente e inesperado que representa para ese comerciante el haber descubierto, a lo mejor en un bazar, una perla que sólo para sus ojos experimentados tenía un valor inestimable y el cual podía, por lo tanto, obtener una excelente ganancia. Esta es la razón por la cual, después de haber hecho sus cálculos, decide que valía la pena vender todo para comprarla. ¿Y quién no habría hecho lo mismo en su lugar?
Este es, entonces, el significado profundo de la parábola: el encuentro con Jesús, y por lo tanto con el Reino de Dios entre nosotros – ¡aquí está la perla! – es esa ocasión única que hay que pescar al vuelo, empeñando a fondo todas las energías que uno tiene, es decir, todo lo que uno posee.
«El Reino de los Cielos se parece a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró».
No era la primera vez que los discípulos se sentían puestos ante una exigencia radical, es decir, a ese todo que es necesario dejar para seguir a Jesús: los bienes más preciosos, como son los afectos familiares, la seguridad económica, las garantías para un futuro.
Pero a su pedido no le falta razón ni es absurdo.
Por un “todo” que se pierde hay un “todo” que se encuentra, inestimablemente más precioso. Siempre que Jesús pide algo, también promete dar mucho, mucho más, en medida desbordante.
Así es como, con esta parábola, nos asegura que tendremos en nuestras manos un tesoro que nos hará ricos para siempre.
Y, si pudiera parecer un error dejar lo cierto por lo incierto, un bien seguro por un bien sólo prometido, pensemos en ese comerciante: él sabe que esa perla es muy valiosa y espera confiado lo que ganará negociándola.
De la misma manera, quien quiere seguir a Jesús sabe, ve, con los ojos de la fe, la inmensa ganancia que será compartir con él la herencia del Reino por haber dejado todo, por lo menos espiritualmente.
A todos los hombres Dios le ofrece en la vida una ocasión semejante para que la sepan aprovechar.
«El Reino de los Cielos se parece a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró».
Se trata de una invitación concreta a dejar de lado todos esos ídolos que pueden tomar el lugar de Dios en el corazón: carrera, matrimonio, estudios, una hermosa casa, la profesión, el deporte, la diversión.
Es una invitación a poner a Dios en el primer lugar, en la cúspide de cualquier pensamiento nuestro, de cualquier afecto, porque todo en la vida converge en él y todo de él debe descender.
De esta manera, buscando el Reino, según la promesa evangélica el resto se nos dará por añadidura (2). Dejando de lado todo por el Reino de Dios, recibimos el céntuplo en casas, hermanos, hermanas, padres y madres (3), porque el Evangelio tiene una clara dimensión humana: Jesús es hombre-Dios y, junto al alimento espiritual nos asegura el pan, la casa, la vestimenta, la familia.
A lo mejor tenemos que aprender de los “pequeños” a confiar más en la Providencia del Padre, que no le hace faltar nada al que da, por amor, lo poco que tiene.
En el Congo, un grupo de muchachos venía fabricando, desde hace unos meses, postales artísticas con cáscara de banana, que luego eran vendidas en Alemania. Al principio se quedaban con todo lo que ganaban (alguno mantenía con esto toda la familia). Ahora, en cambio, han decidido compartir con otros el 50% y, de esta manera, 35 jóvenes desocupados pudieron recibir una ayuda.
Pero Dios no se deja ganar en generosidad: dos de estos muchachos dieron un testimonio tan valioso en el negocio donde están empleados, que varios comerciantes, cuando necesitan personal, han comenzado a dirigirse a ellos. Es así como hasta el momento han encontrado un trabajo fijo para once.
Chiara Lubich
1) Sab 7, 9; 2) Cf Lc 12, 31; 3) Cf Mt 19, 29.
May 31, 1999 | Palabra de vida, Sin categorizar
Al leer esta Palabra de Jesús se presentan dos tipos de vida: la vida terrenal, que se construye en este mundo, y la vida sobrenatural que Dios nos da, por medio de Jesús, que no termina con la muerte y que ninguno nos puede quitar.
Se pueden tener, entonces, dos actitudes ante la existencia: aferrarse a la vida terrenal, considerándola como el único bien, con lo cual nos sentiremos inclinados a pensar en nosotros mismos, en nuestras cosas, en nuestras criaturas; a encerrarnos en nosotros mismos afirmando sólo el propio yo, encontrando como conclusión al final, inevitablemente, sólo la muerte. O bien, por el contrario, creyendo que hemos recibido de Dios una existencia mucho más profunda y auténtica, tendremos el coraje de vivir de manera de merecer este don hasta el punto de saber sacrificar nuestra vida terrenal por los demás.
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará».
Cuando Jesús dijo estas palabras, pensaba en el martirio. Nosotros, como todo cristiano, tenemos que estar dispuestos, por seguir al Maestro y permanecer fieles al Evangelio, a perder nuestra vida, muriendo –si es necesario- también de muerte violenta, y con la gracia de Dios se nos dará con esto la verdadera vida. Jesús, antes que nadie. “perdió su vida” y la recuperó glorificada. El nos ha prevenido que no temamos a “aquellos que matan el cuerpo, pero no tienen el poder de matar el alma”. Ahora nos dice:
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará».
Si lees atentamente el Evangelio verás que Jesús vuelve sobre este concepto otras siete veces. Esto demuestra su importancia y la consideración en que Jesús lo tiene.
Pero la exhortación a perder la propia vida no es, en boca de Jesús, sólo una invitación a soportar incluso el martirio. Es una ley fundamental de la vida cristiana.
Hay que estar dispuestos a renunciar a hacer de sí mismos el ideal de la propia vida, a renunciar a nuestra independencia egoísta. Si queremos ser verdaderos cristianos tenemos que hacer del Cristo el centro de nuestra vida. Y ¿qué es lo que Cristo quiere de nosotros? El amor a los demás. Si hacemos nuestro este programa, ciertamente nos habremos perdido a nosotros mismos y encontrado la vida.
Este no vivir para sí mismos no es, ciertamente, como alguno podría pensar, una actitud renunciataria o pasiva. El compromiso del cristiano es siempre muy grande y su sentido de responsabilidad es total.
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará».
Ya desde esta tierra se puede hacer la experiencia de que, en la entrega de nosotros mismos, en el amor vivido, crece en nosotros la vida. Cuando hayamos empleado nuestra jornada al servicio de los demás, cuando hayamos sabido transformar el trabajo cotidiano, a lo mejor monótono y duro, en un gesto de amor, probaremos la alegría de sentirnos más realizados.
«El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará».
Siguiendo los mandamiento de Jesús, todos orientados al amor, después de esta breve existencia encontraremos también la eterna.
Recordemos cuál será el juicio de Jesús en el último día. Dirá a los que están a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre…, porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron…”.
Para hacernos partícipes de la existencia que no pasa, tendrá en cuenta solamente si hemos amado al prójimo y considerará hecho a él mismo lo que hayamos hecho a cualquiera.
¿Cómo vivir entonces esta Palabra? ¿Cómo perder desde ahora nuestra vida, para encontrarla?
Preparándonos al grande y decisivo examen para el cual hemos nacido.
Miremos a nuestro alrededor y llenemos la jornada de actos de amor. Cristo se nos presenta en nuestros hijos, en la esposa, en el marido, en los compañeros de trabajo, de partido, de descanso, etc. Hagamos el bien a todos. Y no olvidemos a aquellos de los cuales nos enteramos por las noticias de los diarios, o por amigos, o por la televisión… Por todos hagamos algo, dentro de nuestras posibilidades. Y cuando nos parezca que las hemos agotado, tenemos todavía la posibilidad de rezar por ellos. Es amor que vale.
Chiara Lubich