Movimiento de los Focolares

Palabra de vida – Enero 2017

«Ayer fui a cenar fuera con mi madre y una amiga suya. Pedí como guarnición un plato de guisantes, que decidí dejarme para comerme el postre, que me apetecía más. Pero mamá dijo que no. Estaba a punto de ponerme de morros, pero recordé que Jesús estaba justo al lado de mamá, así que me puse a sonreír». «Hoy he vuelto a casa cansado y, mientras veía la tele, mi hermano me ha quitado el mando de las manos. Me he enfadado mucho, pero luego me he calmado y le he dejado ver la tele». «Hoy mi padre me ha dicho una cosa y yo le he respondido mal. Le he mirado y he visto que no estaba contento. Entonces le he pedido perdón y él me ha perdonado». Son experiencias de la Palabra de vida contadas por niños de 5º de Primaria de un colegio de Roma. Puede que no haya una relación directa entre esas experiencias y la Palabra que vivían en ese momento, pero este es precisamente el fruto de vivir el Evangelio: que incita a amar. Independientemente de la Palabra que nos propongamos vivir, los efectos son siempre los mismos: nos cambia la vida, nos pone en el corazón el acicate a estar atentos a las necesidades del otro, hace que nos pongamos al servicio de los hermanos y las hermanas. No puede ser de otro modo: acoger y vivir la Palabra hace que nazca en nosotros Jesús y nos lleva a actuar como Él. Es lo que deja entender Pablo cuando escribe a los corintios. Lo que apremiaba al apóstol a anunciar el Evangelio y a trabajar por la unidad de sus comunidades era la profunda experiencia que había hecho con Jesús. Se había sentido amado y salvado por Él; había penetrado tanto en su vida, que nada ni nadie podría separarlo nunca de Él; ya no vivía Pablo, porque Jesús vivía en él. Pensar que el Señor lo había amado hasta dar la vida lo volvía loco, no lo dejaba tranquilo, y lo incitaba con una fuerza irresistible a hacer lo mismo con el mismo amor. ¿Nos apremia también a nosotros el amor de Cristo con la misma vehemencia? Si de verdad hemos experimentado su amor, no podemos no amar a nuestra vez y entrar con valentía donde hay división, conflicto u odio para llevar concordia, paz y unidad. El amor nos permite proyectar el corazón por encima del obstáculo para ponernos en contacto directo con las personas, comprenderlas, compartir con ellas y buscar juntos la solución. No se trata de algo optativo. La unidad hay que perseguirla a toda costa, sin dejarnos frenar por una falsa prudencia, por dificultades o posibles enfrentamientos. Esto se demuestra especialmente urgente en el campo ecuménico. Esta Palabra ha sido elegida en este mes en que se celebra la «Semana de oración por la unidad de los cristianos» de distintas Iglesias y comunidades, para que nos sintamos todos estimulados por el amor de Cristo a ir los unos hacia los otros y así recomponer la unidad. Afirmaba Chiara Lubich el 23 de junio de 1997 en la apertura de la II Asamblea Ecuménica Europea en Graz (Austria): «Será un auténtico cristiano de la reconciliación solo quien sepa amar a los demás con la misma caridad de Dios, esa caridad que nos hace ver a Cristo en cada uno, que está destinada a todos –Jesús murió por todo el género humano–, que toma siempre la iniciativa, que es el primero en amar; esa caridad que lleva a amar a todos como a uno mismo, que nos hace uno con los hermanos y las hermanas en los dolores y en las alegrías. Y también las Iglesias deberían amar con este amor». Vivamos también nosotros la radicalidad del amor con la sencillez y la seriedad de los niños de ese colegio de Roma. FABIO CIARDI Palabra elegida por un grupo ecuménico de Alemania que viviremos junto con muchos hermanos y hermanas de distintas Iglesias para dejarnos acompañar por esta promesa de Dios a lo largo de todo este año, en que se conmemoran el 500º aniversario de la Reforma.

Palabra de Vida – Diciembre 2016

El verbo está en presente: Él viene. Es una certeza de ahora. No tenemos que esperar a mañana o al final de los tiempos, o a la otra vida. Dios actúa inmediatamente; el amor no admite dilación o demora. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que esperaba con ansia el final del exilio y el regreso a la patria. En estos días de espera de la Navidad, no podemos dejar de recordar que a María se le hizo una promesa semejante: «El Señor está contigo» (Lc 1, 28); el ángel le anunciaba el nacimiento del Salvador. No viene para una visita cualquiera. Su intervención es decisiva, de la máxima importancia: ¡viene a salvarnos! ¿De qué? ¿Estamos en grave peligro? Sí. A veces somos conscientes de ello y a veces no nos damos cuenta. Dios interviene porque ve el egoísmo, la indiferencia hacia quienes sufren y están necesitados, el odio, las divisiones. El corazón de la humanidad está enfermo. Él viene lleno de compasión por su criatura; no quiere que se pierda. ¡Nos tiende la mano como a un náufrago que se está ahogando! Por desgracia, en estos tiempos tenemos siempre ante los ojos esta imagen, que se repite cada día con los refugiados intentando cruzar nuestros mares, y vemos con cuánta presteza se aferran a la mano tendida, al chaleco salvavidas. También nosotros, en todo momento, podemos aferrar la mano tendida de Dios y seguirlo con confianza. Él no solo nos cura el corazón de un replegarnos en nosotros mismos que nos cierra a los demás, sino que además nos hace capaces de ayudar a quienes están necesitados, tristes o pasando una prueba. Escribía Chiara Lubich: «Ciertamente no es el Jesús histórico o Jesús como Cabeza del Cuerpo místico quien resuelve los problemas. Lo hace Jesús-nosotros, Jesús-yo, Jesús-tú… Es Jesús en la persona, en esa persona determinada –cuando su gracia está en ella–, quien construye un puente o abre un camino… […] Todo ser humano, como otro Cristo, como miembro de su Cuerpo místico, da su propia aportación en todos los campos: en la ciencia, en el arte, en la política, en la comunicación, etc.». De ese modo el hombre es cocreador y corredentor con Cristo. «Así la encarnación continúa, la encarnación completa, que atañe a todos los Jesús del Cuerpo místico de Cristo»1. Precisamente eso le sucedió a Roberto, un exrecluso que encontró a alguien que lo «salvó» y se transformó a su vez en «salvador». Contó su experiencia ante el papa el 24 de abril, cuando intervino en la Mariápolis de Villa Borghese, en Roma. «Al final de un largo encarcelamiento quería comenzar una nueva vida, pero, como se sabe, aunque hayas cumplido tu pena, para la gente sigues siendo un tipo poco recomendable. Estaba buscando trabajo y se me cerraban todas las puertas. Tuve que pedir por la calle, y durante siete meses ejercí de mendigo. Hasta que me encontré con Alfonso, quien, mediante la asociación creada por él, ayuda a las familias de los presos. “Si quieres volver a empezar –me dijo–, ven conmigo”. Ahora, desde hace un año, ayudo a preparar los paquetes de la compra para las familias de presos que vamos a visitar. Para mí es una gracia inmensa, porque en estas familias me veo a mí mismo. Veo la dignidad de esas mujeres solas con hijos pequeños, que viven en situaciones desesperadas, que esperan que alguien vaya a llevarles un poco de consuelo, un poco de amor. Dándome, he recuperado mi dignidad de ser humano, mi vida tiene sentido. Tengo una fuerza añadida porque tengo a Dios en el corazón, me siento amado…». FABIO CIARDI

  1. C. LUBICH, Jesús abandonado y la noche colectiva y cultural, en el congreso de las gen 2, Castel Gandolfo 7-1-2007 (leído por Silvana Veronesi).

Palabra de vida – Noviembre 2016

Hay momentos en que nos sentimos contentos, llenos de fuerza, y todo parece fácil y ligero. Otras veces nos asaltan dificultades que amargan nuestros días. Pueden ser los pequeños fallos al amar a las personas que tenemos al lado, la incapacidad de compartir con otros nuestro ideal de vida. O sobreviene una enfermedad, apuros económicos, desilusiones familiares, dudas y tribulaciones interiores, la pérdida del trabajo, situaciones de guerra…, situaciones que nos abruman y parecen no tener salida. Lo que más nos pesa en estas circunstancias es sentirnos obligados a afrontar solos las pruebas de la vida, sin el apoyo de alguien capaz de prestarnos una ayuda decisiva. Pocas personas como el apóstol Pablo han vivido con tanta intensidad alegrías y dolores, éxitos e incomprensiones. Pero él supo perseguir con valentía su misión sin caer en el desánimo. ¿Era un superhéroe? No, se sentía débil, frágil e inepto, pero poseía un secreto, y así se lo comunica a sus amigos de Filipo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta». Había descubierto en su vida la presencia constante de Jesús. Incluso cuando todos lo abandonan, Pablo nunca se siente solo: Jesús permanece cerca de él. Y Él era quien le daba seguridad y lo empujaba a seguir adelante, a afrontar cualquier adversidad. Jesús había entrado plenamente en su vida y se había convertido en su fuerza. El secreto de Pablo puede ser también el nuestro. Todo lo puedo cuando, incluso en medio del sufrimiento, reconozco y acojo la cercanía misteriosa de Jesús, que se identifica con ese dolor y carga con él. Todo lo puedo cuando vivo en comunión de amor con otros, porque entonces Él viene en medio de nosotros, tal como prometió (cf. Mt 18, 20) y me siento sostenido por la fuerza de la unidad. Todo lo puedo cuando acojo y pongo en práctica las palabras del Evangelio, pues me hacen atisbar el camino que estoy llamado a recorrer día a día, me enseñan cómo vivir, me dan confianza. Tendré la fuerza para afrontar no solo mis pruebas personales o las de mi familia, sino también las del mundo que me rodea. Puede parecer una ingenuidad o una utopía, ¡con lo inmensos que son los problemas de la sociedad y de los pueblos! Y sin embargo, todo lo podemos con la presencia del Omnipotente; todo y solo el bien que Él, con su amor misericordioso, ha pensado para mí y para los demás a través de mí. Y si no se realiza inmediatamente, podemos seguir creyendo con esperanza en el proyecto de amor de Dios, que abraza la eternidad y se cumplirá de todos modos. Bastará con trabajar «entre dos», como enseñaba Chiara Lubich: «Yo no puedo hacer nada en ese caso, por esa persona querida en peligro o enferma, por esa circunstancia intrincada… Pues bien, haré lo que Dios quiere de mí en este momento: estudiar bien, barrer bien, rezar bien, atender bien a mis niños… Y Dios se encargará de desenredar esa madeja, de consolar a quien sufre, de resolver ese imprevisto. Es un trabajo entre dos, en perfecta comunión, que requiere de nosotros una fe grande en el amor de Dios por sus hijos y, por nuestro modo de actuar, le da al mismo Dios la posibilidad de tener confianza en nosotros. Esta confianza recíproca obra milagros. Se verá que, donde no llegamos nosotros, llega verdaderamente Otro que actúa inmensamente mejor que nosotros»1. FABIO CIARDI 1 Cf. C. LUBICH, Si, sí; no, no: Escritos espirituales/2, Ciudad Nueva, Madrid 1999, pp. 194-195 (en catalán, en Escrits espirituals/3, Publicacions de l’Abadia de Montserrat/Ciutat Nova, Barcelona 1986, pp. 95-96).

Palabra de Vida – Octubre

En una sociedad violenta como aquella en que vivimos, el perdón es un tema difícil de afrontar. ¿Cómo se puede perdonar a quien ha destruido una familia, a quien ha cometido crímenes inenarrables o, más sencillamente, a quien nos ha herido en cuestiones personales, arruinando nuestra carrera o traicionando nuestra confianza? El primer impulso instintivo es la venganza, devolver mal por mal, desencadenando una espiral de odio y agresividad que embrutece a la sociedad. O interrumpir toda relación, guardar rencor y ojeriza, en una actitud que amarga la vida y envenena las relaciones. La Palabra de Dios irrumpe con fuerza en las más variadas situaciones de conflicto y propone sin medias tintas la solución más difícil y valiente: perdonar. Esta vez la invitación nos llega de un sabio del antiguo pueblo de Israel, Ben Sira, que muestra lo absurdo que es pedir perdón a Dios y no saber perdonar. «¿A quién perdona [Dios] los pecados? –leemos en un antiguo texto de la tradición hebraica–. A quien sabe perdonar a su vez»1. Es lo que nos enseñó el propio Jesús en la oración que dirigimos al Padre: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (cf. Mt 6, 12). También nosotros nos equivocamos, y cuando ocurre ¡nos gustaría que nos perdonasen! Suplicamos y esperamos que se nos dé de nuevo la posibilidad de volver a empezar, que vuelvan a confiar en nosotros. Si a nosotros nos ocurre eso, ¿no les ocurrirá lo mismo a los demás? ¿No debemos amar al prójimo como a nosotros mismos? Chiara Lubich, que sigue inspirando nuestra comprensión de la Palabra, comenta así la invitación a perdonar: «no es olvidar, que en muchos casos significa no querer mirar de frente la realidad; el perdón no es debilidad, es decir, no tener en cuenta un error por miedo a quien lo ha cometido, que es más fuerte. El perdón no consiste en afirmar que lo que es grave no tiene importancia, o que está bien lo que está mal. El perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de lucidez –por tanto, de libertad– que consiste en acoger al hermano tal como es a pesar del mal que nos ha hecho, como Dios nos acoge siendo pecadores a pesar de nuestros defectos. El perdón consiste en no responder a la ofensa con la ofensa, sino en hacer lo que dice Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12, 21). El perdón consiste en abrir a quien te hace daño la posibilidad de una nueva relación contigo, es decir, la posibilidad para él y para ti de volver a empezar la vida, de tener un futuro en que el mal no tenga la última palabra». La Palabra de vida nos ayudará a resistir a la tentación de responder igual, de devolver el mal inmediatamente. Nos ayudará a ver con ojos nuevos a quien es nuestro «enemigo», reconociendo en él a un hermano, aunque sea malo, que necesita alguien que lo ame y lo ayude a cambiar. Será nuestra «venganza de amor». «Dirás: “Pero es difícil” –prosigue Chiara en su comentario–. Está claro. Pero ahí está la belleza del cristianismo. No en vano sigues a un Dios que, al apagarse en la cruz, pidió perdón a su Padre por quienes le habían dado muerte. Ánimo. Comienza una vida así. Te aseguro una paz inusitada y una alegría desconocida»2.  

Fabio Ciardi

  1 Cf. Talmud de Babilonia, Megillah 28 2 Cf. C. LUBICH, Ciudad Nueva n. 160 (10/1981), 21.

Palabra de vida – Septiembre 2016

Estamos en la comunidad de los cristianos de Corinto, muy dinámica, llena de iniciativa, animada desde dentro por grupos vinculados a diferentes líderes carismáticos. De ahí las tensiones entre personas y grupos, divisiones, culto a la personalidad, deseo de sobresalir. Pablo interviene con decisión recordando a todos que, en la riqueza y en la variedad de dones y líderes que la comunidad posee, hay algo mucho más profundo que los vincula en unidad: la pertenencia a Dios. Una vez más resuena el gran anuncio cristiano: Dios está con nosotros, y nosotros no estamos sin rumbo, abandonados a nuestra suerte, no somos huérfanos; somos hijos suyos, somos suyos. Como un verdadero padre, Él se preocupa de cada uno sin dejar que nos falte nada de lo necesario para nuestro bien. Incluso es sobreabundante en el amor y en sus dones: «Todo es vuestro –como afirma Pablo–: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro». Nos ha dado incluso a su Hijo, Jesús. ¡Qué inmensa confianza por parte de Dios en poner todo en nuestras manos! Y sin embargo, cuántas veces hemos abusado de sus dones: nos hemos creído dueños de la creación hasta saquearla  y  arruinarla;  dueños  de  nuestros  hermanos  y  hermanas  hasta  esclavizarlos  y masacrarlos; dueños de nuestras vidas hasta malgastarlas a base de narcisismo y degradación. El  don  inmenso  de  Dios  –«Todo  es  vuestro»–  requiere  gratitud.  Con  frecuencia  nos lamentamos por lo que no tenemos o nos dirigimos a Dios solo para pedir. ¿Por qué no mirar a nuestro alrededor y descubrir el bien y la belleza que nos rodean? ¿Por qué no dar las gracias a Dios por todo lo que nos da cada día? «Todo es vuestro» es también una responsabilidad. Reclama nuestros desvelos, ternura y cuidado por todo lo que se nos encomienda: el mundo entero y cada ser humano; el mismo cuidado que Jesús tiene con nosotros («vosotros sois de Cristo»), el mismo que el Padre tiene por Jesús («Cristo es de Dios»). Deberíamos saber gozar con quien está en la alegría y llorar con quien está en el llanto, dispuestos a recoger cualquier lamento, división, dolor o violencia como algo que nos pertenece, y compartirlo hasta transformarlo en amor. Todo se nos da para que lo llevemos a Cristo, o sea, a la plenitud de vida, y a Dios, o sea, a su meta final, devolviendo a cada cosa y a cada persona su dignidad y su significado más profundo. Un día, en el verano de 1949, Chiara Lubich percibió una unidad tan grande con Cristo que se sintió unida a Él como una esposa a su Esposo. Entonces se le ocurrió pensar en la dote que debería llevar como regalo, y comprendió que debía ser ¡toda la creación! Por su parte, Él le daría en herencia todo el Paraíso. Recordó entonces las palabras del salmo: «Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra» (Sal 2, 8). «Creímos y pedimos, y nos dio todo para llevárselo a Él, y Él nos dará el Cielo: nosotros la creación, Él lo Increado». Hacia el final de su vida, hablando del Movimiento al que había dado vida y en el cual se veía a sí misma, Chiara Lubich escribió: «Y ¿cuál es mi último deseo ahora y para ahora? Quisiera que la Obra de María [el Movimiento de los Focolares], al final de los tiempos, cuando, compacta, esté a la espera de comparecer ante Jesús abandonado-resucitado, pueda repetirle – suscribiendo las palabras que siempre me conmueven del teólogo belga Jacques Leclercq: “…En tu día, Dios mío, yo iré hacia ti… Iré hacia ti, Dios mío […] y con mi sueño más loco: llevarte el mundo entre los brazos”»1. FABIO CIARDI 1 C. LUBICH, El grito, Ciudad Nueva, Madrid 2000, 20022, pp. 137-138. Cf. también ed. en catalán: El crit, Madrid 2010, pp. 152-153.

Palabra de vida

Hace ya más de 70 años que se vive la Palabra de vida. Llega esta hojita a nuestras manos y leemos su comentario, pero lo que quisiéramos que permaneciese es la frase que se propone, una palabra de la Escritura, en muchos casos de Jesús. La «Palabra de vida» no es una simple meditación, sino que en ella es Jesús quien nos habla, nos invita a vivir, llevándonos siempre a amar, a hacer de nuestra vida un don. Es una «invención» de Chiara Lubich, que contó así su origen: «Tenía hambre de la verdad, y de ahí que estudiase filosofía. Es más, como muchos otros jóvenes, buscaba la verdad y creía que la encontraría estudiando. Pero he aquí una de las grandes ideas en los primeros días del Movimiento, y que comuniqué enseguida a mis compañeras: “¿Para qué buscar la verdad, cuando esta vive encarnada en Jesús, el hombre-Dios? Si la verdad nos atrae, dejémoslo todo, busquémoslo a Él y sigámoslo”. Y así lo hicimos». Tomaron el Evangelio y comenzaron a leerlo palabra por palabra. Les pareció completamente nuevo. «Cada palabra de Jesús era un haz de luz incandescente: ¡puramente divino! […] Sus palabras son únicas, eternas […], fascinantes, escritas con divino esplendor, […] eran palabras de vida, para traducir en vida, palabras universales en el espacio y en el tiempo». No les pareció que estuviesen estancadas en el pasado ni que fuesen un simple recuerdo, sino palabras que Él seguía dirigiéndonos a nosotros y a cualquier persona de todo tiempo y latitud»[1]. Pero ¿de verdad Jesús es nuestro Maestro? Estamos rodeados de muchas opciones de vida, de muchos maestros de pensamiento, algunos aberrantes, que inducen incluso a la violencia, y otros rectos e inspirados. Pero las palabras de Jesús poseen una profundidad y una capacidad envolvente que otras palabras –sean de filósofos, políticos o poetas– no tienen. Son «palabras de vida», se pueden vivir y dan la plenitud de la vida, comunican la vida misma de Dios. Cada mes destacamos una, y así, lentamente, el Evangelio penetra en nuestro ánimo, nos transforma, nos lleva a adquirir el pensamiento mismo de Jesús, lo que nos hace capaces de responder a las situaciones más variadas. Jesús se convierte en nuestro Maestro. A veces podemos leerla con otros. Quisiéramos que el propio Jesús, el Resucitado, vivo en medio de quienes estamos reunidos en su nombre, nos la explicase, nos la actualizase, nos sugiriese cómo ponerla en práctica. Pero la gran novedad de la «Palabra de vida» consiste en que podemos compartir la experiencia y la gracia que nacen de vivirla, tal como Chiara explica refiriéndose a lo que sucedía al inicio y sigue vigente hoy: «Sentíamos el deber de comunicar a los demás lo que experimentábamos, pues éramos conscientes de que, al comunicarla, la experiencia permanecía para edificación de nuestra vida interior; mientras que, si no la comunicábamos, el alma se empobrecía lentamente. Así pues, vivíamos con intensidad la palabra durante todo el día y nos comunicábamos los resultados no solo entre nosotros, sino también a las personas que iban añadiéndose al primer grupo. […] Cuando la vivíamos, ya no era yo o nosotros los que vi­víamos, sino la palabra en mí, la palabra en el grupo. Y esto era una revolución cristiana con todas sus consecuencias»[2]. Lo mismo puede sucedernos a nosotros hoy. FABIO CIARDI [1] Cf. C. Lubich, La palabra de vida (1975): Escritos espirituales/3. Todos uno, Ciudad Nueva, Madrid 1998, p. 124. [2] Ibid., pp. 129-130.