Dic 29, 2015 | Palabra de vida, Sin categorizar
Cuando el Señor actúa, realiza proezas. Apenas hubo creado el universo, vio que era «bueno en gran manera», y el hombre y la mujer le parecieron «muy hermosos» (cf. Gn 1, 31). Pero su última obra supera a todas, es la que realiza Jesús: con su muerte y resurrección ha creado un mundo nuevo y un pueblo nuevo. Un pueblo al cual Jesús le ha dado la vida del cielo, una fraternidad auténtica con la acogida recíproca, el compartir, el don de uno mismo. La carta de Pedro hace que los primeros cristianos sean conscientes de que el amor de Dios los ha convertido en «un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10). Si también nosotros, como los primeros cristianos, tomásemos conciencia realmente de lo que somos, de lo mucho que la misericordia de Dios ha obrado en nosotros, entre nosotros y en torno a nosotros, nos quedaríamos atónitos, no podríamos contener la alegría y sentiríamos la necesidad de compartirla con los demás, de «anunciar las proezas del Señor». Pero es difícil, casi imposible, testimoniar de modo eficaz la belleza de la nueva «socialidad» a la que Jesús ha dado vida si permanecemos aislados unos de otros. Por eso es normal que la invitación de Pedro vaya dirigida a todo el pueblo. No podemos mostrarnos arrogantes y sectarios, o simplemente indiferentes unos con otros, y luego proclamar: «El Señor ha creado un pueblo nuevo, nos ha liberado del egoísmo, del odio y del rencor, nos ha dado como ley el amor recíproco, que hace de nosotros un corazón solo y un alma sola…». En nuestro pueblo cristiano claro que hay diferencias en el modo de pensar, en las tradiciones y culturas, pero estas diversidades hemos de acogerlas con respeto, reconociendo la belleza de esta gran variedad, conscientes de que la unidad no es uniformidad. Es el camino que recorreremos durante la «Semana de oración por la unidad de los cristianos» –que en el hemisferio norte se celebra del 18 al 25 de enero– y durante todo el año. La Palabra de vida nos invita a tratar de conocernos mejor entre los cristianos de Iglesias y comunidades diversas, a narrar mutuamente las proezas del Señor. Entonces podremos «anunciar» de manera creíble dichas obras, testimoniando que estamos unidos entre nosotros precisamente en esta diversidad y que nos sostenemos de modo concreto unos a otros. Chiara Lubich alentó con fuerza este camino: «El amor es la fuerza más potente del mundo: desencadena la revolución pacífica cristiana en torno a quien lo vive, de modo que los cristianos de hoy pueden repetir aquello que decían los primeros cristianos hace tantos siglos: “Somos de ayer y ya llenamos el mundo”[1]. […] ¡El amor! ¡Cuánta necesidad de amor en el mundo! ¡Y en los que somos cristianos! Todos nosotros juntos, de distintas Iglesias, somos más de mil millones. O sea, muchos, y deberíamos ser bien visibles. Pero estamos tan divididos, que muchos no nos ven ni ven a Jesús a través de nosotros. Él dijo que el mundo nos reconocería como suyos y, a través de nosotros, lo reconocería a Él por el amor recíproco, por la unidad: “En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se aman unos a otros” (Jn 13, 35). […] De este modo, el tiempo presente reclama de cada uno de nosotros amor, reclama unidad, comunión, solidaridad. Y llama también a las Iglesias a recomponer la unidad rota desde hace siglos»[2]. FABIO CIARDI [1] Tertuliano, Apologético, 37, 4: «Biblioteca de Patrística» n. 38, Ciudad Nueva, Madrid 1997, p. 144. [2] C. Lubich, Il dialogo è vita, Roma 2007, pp. 42-43.
Nov 27, 2015 | Palabra de vida, Sin categorizar
Estas palabras están dirigidas a mí. El Señor viene y debo estar preparado para acogerlo. Cada día le pido: «Ven, Señor Jesús». Y Él responde: «Sí, vengo pronto» (cf. Ap 22, 17.20). Está a la puerta y llama, pide entrar en casa (cf. Ap 3, 20). No puedo dejarlo fuera de mi vida. La invitación a acoger al Señor que viene es de Juan el Bautista. Está dirigida a los judíos de su tiempo. A ellos les pedía que confesasen sus pecados y se convirtiesen, que cambiasen de vida. Estaba seguro de que la venida del Mesías sería inminente. ¿Lo reconocería el pueblo, que lo esperaba desde hacía siglos, escucharía sus palabras, lo seguiría? Juan sabía que para acogerlo hacía falta prepararse; y de ahí la apremiante invitación: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Estas palabras están dirigidas a mí porque Jesús sigue viniendo cada día. Cada día llama a mi puerta, y, lo mismo que para los judíos de tiempos del Bautista, tampoco para mí es fácil reconocerlo. En aquel entonces, contrariamente a las expectativas normales, se presentó como un humilde carpintero proveniente de Nazaret, un pueblo desconocido. Hoy se presenta con las trazas de un emigrante, de un parado, del empresario que da trabajo, de la compañera de clase, de los familiares, y también de personas en las cuales el rostro del Señor no siempre se ve con toda su luminosidad; incluso a veces parece escondido. Su voz sutil, que invita a perdonar, a ofrecer confianza y amistad, a no conformarse a opciones contrarias al Evangelio, muchas veces está dominada por otras voces que instigan al odio, al provecho personal o a la corrupción. De ahí la metáfora de los caminos tortuosos e impracticables, que recuerdan a los obstáculos que se interponen a la venida de Dios en nuestra vida de cada día. No hace falta enumerar las mezquindades, egoísmos y pecados que anidan en el corazón y nos vuelven ciegos a su presencia y sordos a su voz. Cada uno de nosotros, si es sincero, sabe cuáles son las barreras que le impiden el encuentro con Jesús, con su palabra, con las personas con quienes Él se identifica. Y ahí está la invitación de la Palabra de vida, que hoy va dirigida a mí precisamente: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». “Allanar” ese juicio que me lleva a condenar al otro, a dejar de hablarle, y en lugar de eso llegar a entenderlo, amarlo, ponerme a su servicio. “Allanar” el comportamiento erróneo, que me lleva a traicionar una amistad, que me hace ser violento o incumplir las leyes civiles, para convertirme más bien en una persona dispuesta a soportar incluso la injusticia con tal de salvar una relación, a implicarme personalmente para que crezca la fraternidad en mi entorno. Es una palabra dura y fuerte la que se nos propone en este mes, pero también una palabra liberadora, que puede cambiarme la vida, abrirme al encuentro con Jesús, de modo que venga a vivir en mí y sea Él quien actúe y ame en mí. Si la vivimos, esta palabra puede hacer mucho más: puede hacer que nazca Jesús en medio de nosotros, en la comunidad cristiana, en la familia, en los grupos en que actuamos. Juan la dirigió a todo el pueblo: «[y Dios] habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), en medio de su pueblo. Por eso, ayudándonos unos a otros, queremos allanar los senderos de nuestras relaciones, eliminar cualquier desviación que pueda haber entre nosotros, vivir la misericordia a la que nos invita este año santo. Así, juntos, seremos la casa, la familia capaz de acoger a Dios. Será Navidad: Jesús encontrará el camino abierto y podrá quedarse en medio de nosotros. Fabio Ciardi
Oct 29, 2015 | Palabra de vida, Sin categorizar
Es la última y sentida oración que Jesús le dirige al Padre. Sabe que está pidiendo lo que más le importa a Él, pues Dios había creado a la humanidad como familia suya, con la cual compartir todo bien, su misma vida divina. Y ¿qué ansían los padres para sus hijos sino que se quieran, se ayuden y vivan unidos entre sí? Y ¿qué mayor disgusto que el verlos divididos por envidias e intereses económicos hasta dejar de hablarse? También Dios ha soñado desde toda la eternidad con una familia unida en la comunión de amor de los hijos con Él y entre ellos. El dramático relato de los orígenes nos habla del pecado y de la progresiva desintegración de la familia humana. Como leemos en el libro del Génesis, el hombre acusa a la mujer, Caín mata a su hermano, Lamec se jacta de su desmesurada venganza, Babel provoca la incomprensión y la dispersión de los pueblos… El proyecto de Dios parece haber fracasado. Sin embargo, Él no se da por vencido, sino que persigue con tenacidad la reunificación de su familia. La historia se reanuda con Noé, con la elección de Abrahán, con el nacimiento del pueblo elegido; y finalmente decide mandar a su Hijo a la tierra, al que encomienda una gran misión: congregar en una sola familia a sus hijos dispersos, reunir a las ovejas perdidas en un solo rebaño, derribar los muros de separación y de enemistad entre los pueblos para formar un único pueblo nuevo (cf. Ef 2, 14-16). Dios no deja de soñar con la unidad, y por eso Jesús se la pide como el regalo más grande que pueda implorar para todos nosotros: «Te pido, Padre,… …para que todos sean uno». Toda familia lleva la huella de los padres. Lo mismo la familia creada por Dios. Dios es Amor no sólo porque ama a su criatura; es Amor en sí mismo, en la reciprocidad del darse y de la comunión por parte de cada una de las tres divinas Personas respecto a las demás. Por eso, cuando creó a la humanidad, la modeló a su imagen y semejanza e imprimió en ella su misma capacidad de relación, de modo que cada persona viva en la entrega recíproca de sí. La frase completa de la oración que queremos vivir este mes dice: «para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros». El modelo de nuestra unidad es nada menos que la unidad existente entre el Padre y Jesús. Parece imposible de tan profunda como es. Y sin embargo, se hace posible por ese cómo, que significa también porque: podemos estar unidos como están unidos el Padre y Jesús precisamente porque nos incluyen en su misma unidad, nos la regalan. «…para que todos sean uno». Ésta es precisamente la obra de Jesús: hacer de todos nosotros uno, como Él lo es con el Padre, una sola familia, un solo pueblo. Para esto se hizo uno de nosotros, cargó con nuestras divisiones y nuestros pecados y los clavó en la cruz. Él mismo nos indicó el camino que iba a recorrer para llevarnos a la unidad: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Como había profetizado el sumo sacerdote, «iba a morir […] para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52). En su misterio de muerte y resurrección «recapituló todas las cosas en sí» (cf. Ef 1, 10), regeneró la unidad rota por el pecado, recompuso la familia en torno al Padre y nos hizo de nuevo hermanos y hermanas entre nosotros. Jesús cumplió su misión. Ahora queda nuestra parte, nuestra adhesión, nuestro «sí» a su oración: «…para que todos sean uno». ¿Cuál es nuestra aportación al cumplimiento de esta oración? Ante todo, hacerla nuestra. Podemos prestar labios y corazón a Jesús para que continúe dirigiendo estas palabras al Padre y repetir cada día con confianza su oración. La unidad es un don de lo Alto que hay que pedir con fe sin cansarnos nunca. Además debe permanecer siempre en nuestros pensamientos y deseos. Si éste es el sueño de Dios, queremos que sea también nuestro sueño. De vez en cuando, antes de cualquier decisión, de cada opción, podríamos preguntarnos: ¿sirve para construir la unidad; es lo mejor con vistas a la unidad? Y deberíamos acudir allá donde las desuniones sean más evidentes y cargar con ellas, como hizo Jesús. Pueden ser roces en la familia o entre personas que conocemos, tensiones que se viven en el barrio, desacuerdos en el trabajo, en la parroquia, entre las Iglesias. No huyamos de las discordias e incomprensiones, no permanezcamos indiferentes; llevemos allí nuestro amor a base de escucha, de atención al otro, de compartir el dolor que brota de esa herida. Y sobre todo, vivamos en unidad con todos los que estén dispuestos a compartir el ideal de Jesús y su oración, sin dar importancia a malentendidos o discrepancias, contentándonos con lo «menos perfecto en unidad antes que lo más perfecto sin unidad», aceptando con alegría las diferencias e incluso considerándolas una riqueza para una unidad que nunca implica reducción a la uniformidad. Sí, a veces esto nos clavará en la cruz, pero ese es precisamente el camino que Jesús eligió para recomponer la unidad de la familia humana, el camino que también nosotros queremos recorrer con Él.
Fabio Ciardi
Sep 26, 2015 | Palabra de vida, Sin categorizar
Este es el distintivo, la característica propia de los cristianos, el signo para reconocerlos. O al menos debería serlo, porque así concibió Jesús a su comunidad. Un escrito fascinante de los primeros siglos del cristianismo, la Carta a Diogneto, declara que «los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por la nación ni por la lengua ni por el vestido. En ningún sitio habitan ciudades propias, ni se sirven de un idioma diferente ni adoptan un género peculiar de vida»[1]. Son personas normales, como todas las demás. Y sin embargo, poseen un secreto que les permite influir profundamente en la sociedad y ser como su alma[2]. Es un secreto que Jesús entregó a sus discípulos poco antes de morir. Como los antiguos sabios de Israel, como un padre respecto a su hijo, también Él, Maestro de sabiduría, dejó como herencia el arte del saber vivir y del vivir bien, que había aprendido directamente de su Padre: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15), y era fruto de su experiencia en la relación con Él. Consiste en amarse unos a otros. Esta es su última voluntad, su testamento, la vida del cielo que ha traído a la tierra y que comparte con nosotros para que se convierta en nuestra misma vida. Y quiere que esta sea la identidad de sus discípulos, que se los reconozca como tales por el amor recíproco: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros». ¿Se reconoce a los discípulos de Jesús por su amor recíproco? «La historia de la Iglesia es una historia de santidad», escribió Juan Pablo II. Y sin embargo, «hay también no pocos acontecimientos que son un antitestimonio en relación con el cristianismo»[3]. Durante siglos, los cristianos se han enfrentado en guerras interminables en el nombre de Jesús y siguen estando divididos entre ellos. Hay personas que a día de hoy siguen asociando a los cristianos con las Cruzadas y los tribunales de la Inquisición, o los ven como defensores a ultranza de una moral anticuada, opuestos al progreso de la ciencia. No ocurría así con los primeros cristianos de la comunidad naciente de Jerusalén. La gente sentía admiración por la comunión de bienes que vivían, la unidad que reinaba entre ellos, la «alegría y sencillez de corazón» que los caracterizaba (Hch 2, 46). «La gente se hacía lenguas de ellos», seguimos leyendo en los Hechos de los Apóstoles, con la consecuencia de que cada día «crecía el número tanto de hombres como de mujeres que se adherían al Señor» (Hch 5, 13-14). El testimonio de vida de la comunidad tenía una fuerte capacidad de atracción. ¿Por qué hoy no se nos conoce como aquellos que se distinguen por el amor? ¿Qué hemos hecho con el mandamiento de Jesús? «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros». Tradicionalmente, el mes de octubre se dedica en el ámbito católico a la «misión», a la reflexión sobre el mandato de Jesús de ir a todo el mundo a anunciar el Evangelio, a la oración y al sostenimiento de todos los que están en primera línea. Esta palabra de vida puede ayudar a todos a esclarecer la dimensión fundamental de todo anuncio cristiano. No consiste en imponer un credo, hacer proselitismo o ayudar de modo interesado a los pobres para que se conviertan. Tampoco debe primar la defensa exigente de valores morales ni el adoptar una postura ante las injusticias o las guerras, aun cuando sean actitudes obligadas que el cristiano no puede eludir. El anuncio cristiano es ante todo un testimonio de vida que todo discípulo de Jesús debe ofrecer personalmente: «El hombre contemporáneo prefiere escuchar a los que dan testimonio que a los que enseñan»[4]. Incluso los que son hostiles a la Iglesia suelen sentirse conmovidos por el ejemplo de quienes dedican su vida a los enfermos o a los pobres y están dispuestos a dejar su patria para ir a lugares de frontera a ofrecer ayuda y cercanía a los últimos. Pero lo que Jesús pide sobre todo es el testimonio de toda una comunidad que muestre la verdad del Evangelio. Esta debe mostrar que la vida que Él trae puede generar realmente una sociedad nueva, en la que se viven relaciones de auténtica fraternidad, de ayuda y servicio mutuo, de atención coral a las personas más débiles y necesitadas. La vida de la Iglesia ha conocido testimonios así, como las reducciones para indígenas que los franciscanos y jesuitas construyeron en Sudamérica, o los monasterios, con las aldeas que surgían alrededor. También hoy, comunidades y movimientos eclesiales dan lugar a ciudadelas de testimonio donde se pueden ver los signos de una sociedad nueva fruto de la vida evangélica, del amor recíproco. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros». Sin apartarnos de los lugares en que vivimos ni de las personas que nos rodean, si vivimos entre nosotros esa unidad por la que Jesús dio la vida, podremos crear un modo de vivir alternativo y sembrar en torno a nosotros brotes de esperanza y de vida nueva. Una familia que renueva cada día su voluntad de vivir de modo concreto en el amor recíproco puede convertirse en rayo de luz en medio de la indiferencia de su vecindad. Una «célula local», o sea, dos o más personas que se asocian para practicar con radicalidad las exigencias del Evangelio en su entorno de trabajo, en clase, en la sede sindical, en la administración o en una cárcel, podrá desbaratar la lógica de la lucha por el poder, crear un ambiente de colaboración y favorecer que nazca una fraternidad inesperada. ¿No actuaban así los primeros cristianos de tiempos del Imperio romano? ¿No es así como difundieron la novedad transformante del cristianismo? Nosotros somos hoy los «primeros cristianos», llamados como ellos a perdonarnos, a vernos siempre nuevos, a ayudarnos; en una palabra, a amarnos con la misma intensidad con que Jesús amó, seguros de que su presencia en medio de nosotros tiene la fuerza de arrastrar también a los demás a esta lógica divina del amor. FABIO CIARDI [1] Carta a Diogneto, V, 1-2: en Padres apostólicos (“Biblioteca de Patrística” n. 50), Ciudad Nueva, Madrid 2000, 20143, p. 560. [2] Ibid., VI, 1: en o. cit., p. 561. [3] Juan Pablo II, bula Incarnationis mysterium, 11. [4] Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41.
Ago 28, 2015 | Palabra de vida, Sin categorizar
Esta es una de esas palabras del Evangelio que requieren ser vividas enseguida, en forma inmediata. Es tan clara, límpida ¡y exigente!, que no necesita muchos comentarios. Sin embargo, para captar la fuerza que encierra será útil situarla en su contexto. Jesús está respondiendo a un escriba –un estudioso de la Biblia– que le preguntó cuál es el mandamiento más grande. Era una cuestión abierta, puesto que en las Sagradas Escrituras se habían identificado 613 preceptos que hay que observar. Uno de los grandes maestros que habían vivido unos años antes, Shammay, se había negado a indicar el mandamiento supremo. Sin embargo otros, como hará luego Jesús, se orientaban ya a poner en el centro el amor. Por ejemplo, el rabino Hillel afirmaba: «No hagas al prójimo lo que te resulta odioso a ti; ésta es toda la ley. El resto es sólo comentario»[1]. Jesús no sólo adopta la enseñanza sobre la centralidad del amor, sino que aúna en un único mandamiento el amor a Dios (Dt 6, 4) y el amor al prójimo (cf. Lv 19, 18). Y la respuesta que da al escriba que lo interpela dice así: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos». «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Esta segunda parte del único mandamiento es expresión de la primera parte, el amor a Dios. A Dios le importa tanto cualquier criatura suya que, para darle alegría, para demostrarle con hechos el amor que tenemos por Él, no hay modo mejor que ser la expresión de su amor para con todos. Igual que los padres se alegran cuando ven que sus hijos se llevan bien, se ayudan y están unidos, Dios –que es para nosotros como un padre y una madre– también se alegra cuando ve que amamos al prójimo como a nosotros mismos, contribuyendo así a la unidad de la familia humana. Ya los profetas llevaban siglos explicando al pueblo de Israel que Dios quiere amor, y no sacrificios ni holocaustos (cf. Os 6, 6). El propio Jesús se remite a su enseñanza cuando afirma: «Vayan, aprendan lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificios”» (Mt 9, 13). Pues ¿cómo podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos al hermano, a quien vemos? (cf. 1 Jn 4, 20). Lo amamos, le servimos, lo honramos en la medida en que amamos, servimos y honramos a cada persona, amiga o desconocida, de nuestro pueblo o de otros pueblos, sobre todo a los «pequeños», a los más necesitados. Es una invitación que dirige a los cristianos de todos los tiempos para transformar el culto en vida, salir de las iglesias –donde hemos adorado, amado y alabado a Dios– e ir hacia los demás, y así poner en práctica lo que hemos aprendido en la oración y en la comunión con Dios. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». ¿Cómo vivir entonces este mandamiento del Señor? Recordemos ante todo que forma parte de un binomio inseparable que incluye el amor a Dios. Hace falta dedicar tiempo a conocer lo que es el amor y cómo hay que amar, y para ello hay que favorecer momentos de oración, de «contemplación», de diálogo con Él: lo aprendemos de Dios, que es Amor. No le robamos tiempo al prójimo cuando estamos con Dios; al contrario, nos preparamos para amar de un modo cada vez más generoso y apropiado. Al mismo tiempo, cuando volvemos a estar con Dios después de haber amado a los demás, nuestra oración es más auténtica, más verdadera, y se puebla de todas las personas con las que hemos estado y que llevamos de nuevo a Él. Además, para amar al prójimo como a uno mismo hay que conocerlo como se conoce uno a sí mismo. Deberíamos llegar a amar como el otro quiere que lo amen, y no como a mí me gustaría amarlo. Ahora que nuestras sociedades son cada vez más multiculturales debido a la presencia de personas procedentes de mundos muy distintos, el desafío es aún más grande. Quien va a un país nuevo debe conocer sus tradiciones y sus valores; sólo así puede entender y amar a sus ciudadanos. Y lo mismo quien recibe a nuevos inmigrantes, en muchos casos desorientados, que se enfrentan a un nuevo idioma, a los problemas de inserción. La diversidad está presente dentro de la familia misma, en el trabajo o en la comunidad de vecinos, aunque estén formados por personas de la misma cultura. ¿Acaso no nos gustaría encontrarnos con alguien dispuesto a dedicar su tiempo a escucharnos, a ayudarnos a preparar un examen, a encontrar un puesto de trabajo, a reformar la casa? Pues quizá el otro tenga necesidades similares. Hay que saber intuirlas, prestarle atención, escucharlo sinceramente, ponernos en su lugar. También cuenta la calidad del amor. En su célebre himno a la caridad, el apóstol Pablo enumera algunas de sus características que no vendrá mal recordar: es paciente, quiere el bien del otro, no es envidioso, no adopta aires de superioridad, considera al otro más importante que a sí mismo, no falta al respeto, no busca su propio interés, no se irrita, no recuerda el mal recibido, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13, 4-7). ¡Cuántas ocasiones y cuántos matices para vivir!: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» Y por último podemos recordar que esta norma de la existencia humana sustenta la famosa «regla de oro», que encontramos en todas las religiones y el pensamiento de los grandes maestros de la cultura «laica». Hindúes y musulmanes, budistas y creyentes de religiones tradicionales, cristianos y hombres y mujeres de buena voluntad podríamos buscar en los orígenes de nuestra tradición cultural o de nuestro credo religioso análogas invitaciones a amar al prójimo y ayudarnos a vivirlas juntos. Debemos trabajar juntos para crear una nueva mentalidad que valore al otro, que inculque el respeto a la persona, proteja a las minorías, atienda a los sujetos más débiles, que no centre la atención en los intereses propios sino que ponga en el primer lugar los del otro. Si todos fuésemos de verdad conscientes de que tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos hasta no hacer al otro lo que no quisiéramos que nos hiciesen a nosotros y que deberíamos hacer al otro lo que quisiéramos que el otro nos hiciese, cesarían las guerras, se acabaría la corrupción, la fraternidad universal ya no sería una utopía y la civilización del amor pronto se haría realidad.
Fabio Ciardi
[1] Talmud de Babilonia, Shabat 31a.
Jul 28, 2015 | Palabra de vida, Sin categorizar
En estas palabras está contenida toda la ética cristiana. El actuar humano, si quiere ser como Dios lo concibió al crearnos, es decir, auténticamente humano, debe estar animado por el amor. Para llegar a la meta, el camino –metáfora de la vida– debe estar guiado por el amor, compendio de toda la ley. El apóstol Pablo dirige esta exhortación a los cristianos de Éfeso como conclusión y síntesis de lo que acaba de escribirles sobre el modo de vivir cristiano: pasar del hombre viejo al hombre nuevo, ser auténticos y sinceros unos con otros, no robar, saber perdonarse, obrar el bien… En una palabra, «caminar en el amor». Convendrá leer entera la frase de la que está sacada esta incisiva palabra que nos va a acompañar durante todo el mes: «Sean imitadores de Dios, como hijos queridos, y caminen en el amor como Cristo que los amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor». Pablo está convencido de que todo comportamiento nuestro debe tener como modelo el de Dios. Si el amor es la señal distintiva de Dios, debe serlo también de sus hijos: en esto deben imitarlo. Pero ¿cómo podemos conocer el amor de Dios? Para Pablo está clarísimo: éste se revela en Jesús, quien muestra cómo y cuánto ama Dios. El apóstol lo ha experimentado en primera persona: «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20), y ahora lo revela a todos para que se convierta en la experiencia de toda la comunidad. «Caminen en el amor». ¿Cuál es la medida del amor de Jesús, sobre el cual debemos modelar nuestro amor? Como sabemos, no tiene límites, no excluye a nadie ni muestra preferencias por nadie. Jesús murió por todos, incluidos sus enemigos, quienes lo estaban crucificando, tal como el Padre, que por su amor universal hace salir el sol y manda la lluvia sobre todos, buenos y malos, pecadores y justos. Jesús supo preocuparse sobre todo por los pequeños y de los pobres, por los enfermos y por los excluidos; amó con intensidad a sus amigos; estuvo especialmente cerca de sus discípulos… No escatimó su amor, llegó al extremo de entregar la vida. Y ahora llama a todos a compartir su mismo amor, a amar como Él amó. Puede darnos miedo esta llamada por ser demasiado exigente. ¿Cómo podemos ser imitadores de Dios, que ama a todos, siempre, tomando la iniciativa? ¿Cómo amar con la medida del amor de Jesús? ¿Cómo estar «en el amor», tal como nos requiere la Palabra de vida? Sólo es posible si antes hemos hecho nosotros mismos la experiencia de ser amados. En la frase «caminen en el amor como Cristo que los amó», la expresión «como» puede significar también «porque». «Caminen en el amor». Aquí caminar1 equivale a actuar, a comportarse, como indicando que cualquier acción nuestra debe estar inspirada y movida por el amor. Pero quizá no sea casual que Pablo utilice esta palabra dinámica para recordarnos que a amar se aprende, que hay todo un camino por recorrer para alcanzar la generosidad del corazón de Dios. Él usa también otras imágenes para indicar la necesidad de progresar constantemente, como el crecimiento que lleva a los recién nacidos hasta la edad adulta (cf. 1 Co 3, 1-2), el desarrollo de una plantación, la construcción de un edificio, la carrera en el estadio para conquistar el premio (cf. 1 Co 9, 24). Nunca podemos decir que lo hemos conseguido. Hace falta tiempo y constancia para alcanzar la meta, sin rendirse ante las dificultades, sin dejarse nunca desanimar por los fracasos y errores, dispuestos siempre a volver a empezar sin resignarse a la mediocridad. Agustín de Hipona, quizá pensando en su sufrido camino, escribía a propósito de esto: «No te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que aún no eres, pues donde hallaste complacencia en ti, allí te quedaste. Y si has dicho: “Es suficiente”, también pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Quien no avanza, queda estancado»[1]. «Caminen en el amor». ¿Cómo proceder con más celeridad por el camino del amor? Puesto que la invitación se dirige a toda la comunidad –«caminen»– será útil ayudarse mutuamente. En verdad es triste y difícil emprender un viaje uno solo. Podríamos comenzar buscando la ocasión de repetirnos de nuevo entre nosotros –amigos, familiares, miembros de la misma comunidad cristiana…– la voluntad de caminar juntos. Podríamos compartir las experiencias positivas de cómo hemos amado, para aprender así unos de otros. Podemos comunicar, a quienes puedan comprendernos, los errores cometidos y las desviaciones del camino, para corregirnos. También la oración en comunidad podrá darnos luz y fuerza para avanzar. El camino es estar unidos entre nosotros y con Jesús en medio de nosotros, así, recorreremos hasta el final nuestro «santo viaje»: sembraremos amor en torno a nosotros y alcanzaremos la meta: el Amor.
Fabio Ciardi
[1] Agustín de Hipona, Sermón 169, 8.