Movimiento de los Focolares

Diciembre 2014

En este tiempo de Adviento, que nos prepara para la Navidad, se nos vuelve a proponer la figura de Juan el Bautista, mandado por Dios a preparar los caminos para la venida del Mesías. A quienes acudían a él, les pedía un profundo cambio de vida: «Den el fruto que pide la conversión» (Lc 3, 8). Y si le preguntaban: «¿Qué tenemos que hacer?» (Lc 3, 10), respondía:

«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».

¿Por qué dar al otro de lo mío? Porque el otro, creado por Dios como yo, es mi hermano, mi hermana; o sea, es parte de mí. «No puedo herirte sin hacerme daño»[1], decía Gandhi. Hemos sido creados el uno como un don para el otro, a imagen de Dios, que es Amor. Tenemos inscrita en nuestra sangre la ley divina del amor. Jesús nos lo reveló con claridad al venir en medio de nosotros, cuando nos dio su mandamiento nuevo: «Ámense unos a otros como yo los he amado» (cf. Jn 13, 34). Es la «ley del Cielo», la vida de la Santísima Trinidad traída a la tierra, el núcleo del Evangelio. Así como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo viven en el Cielo en la plenitud de la comunión, hasta ser uno (cf. Jn 17, 11), también en la tierra podemos ser nosotros, en la medida en que vivamos la reciprocidad del amor. Y así como el Hijo le dice al Padre: «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo, mío» (Jn 17, 10), también entre nosotros el amor se realiza en plenitud allí donde se comparten no solo los bienes espirituales, sino también los materiales.
Las necesidades de un prójimo nuestro son las necesidades de todos. ¿Uno no tiene trabajo? Me falta a mí. ¿Hay quien tiene a su madre enferma? La ayudo como si fuese la mía. ¿Otros pasan hambre? Es como si yo pasase hambre, trato de proporcionarles comida como lo haría para mí mismo.
Esta es la experiencia de los primeros cristianos de Jerusalén: «Tenían un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio a nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común» (Hch 4, 32). Esta comunión de bienes, si bien no era obligatoria, la vivían entre ellos intensamente. No se trataba de someter a estrecheces a unos para aliviar a otros, como explicará el apóstol Pablo: «se trata de igualar» (2 Co 8, 13).
San Basilio de Cesarea dice: «El pan que retienes es del hambriento; el manto que custodias en tus armarios es del que está desnudo […], el dinero que tienes enterrado es del necesitado»[2].

Y san Agustín: «Lo superfluo de los ricos es necesario a los pobres»[3].
«Hasta los pobres tienen con qué ayudarse unos a otros: uno puede prestar sus piernas al cojo, el otro, los ojos al ciego para guiarlo; otro puede visitar a los enfermos»

«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».

También hoy podemos vivir como los primeros cristianos. El Evangelio no es una utopía. Lo demuestran, por ejemplo, los nuevos movimientos eclesiales que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia para hacer que reviva con gran fuerza la radicalidad evangélica de los primeros cristianos y para responder a los grandes desafíos de la sociedad de hoy, donde son tan fuertes las injusticias y las pobrezas.
Recuerdo los inicios del Movimiento de los Focolares, cuando el nuevo carisma nos infundía en el corazón un amor muy especial por los pobres. Cuando nos los encontrábamos por la calle, anotábamos su dirección en una libreta para luego ir a verlos y a socorrerlos; eran Jesús: «Conmigo lo hicieron» (Mt 25, 40). Después de haberlos visitado en sus casuchas, los invitábamos a comer en nuestra casa. Para ellos poníamos el mantel más bonito, los mejores cubiertos, la comida más selecta. En el primer focolar, a nuestra mesa se sentaban a comer una focolarina y un pobre, una focolarina y un pobre…
En un momento dado nos pareció que el Señor nos pedía precisamente a nosotros que nos hiciésemos pobres para servir a los pobres y a todos. Entonces, en una habitación del primer focolar, cada una puso allí en el centro lo que pensaba que le sobraba: un chaquetón, un par de guantes, un sombrero, incluso un abrigo de piel… Y hoy, para dar a los pobres, ¡tenemos empresas que dan trabajo y que comparten sus ganancias!

Pero siempre queda mucho que hacer por «los pobres».
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».

Tenemos muchas riquezas para poner en común, aunque no lo parezca. Tenemos que afinar la sensibilidad y adquirir conocimientos para poder ayudar concretamente y encontrar el modo de vivir la fraternidad. Tenemos afecto en el corazón para dar, cordialidad para demostrar, alegría para comunicar. Tenemos tiempo para poner a disposición, oraciones, riquezas interiores que poner en común, de palabra o por escrito; pero a veces también tenemos cosas, bolsos, plumas, libros, dinero, casas, vehículos que podemos ofrecer… Quizá acumulamos muchas cosas pensando que algún día podrán sernos útiles, y mientras tanto tenemos alguien al lado que las necesita con urgencia.
Igual que las plantas sólo absorben del terreno el agua que necesitan, tratemos también nosotros de tener solo lo que sea necesario. Es mejor darnos cuenta de vez en cuando de que nos falta algo; mejor ser un poco pobres que un poco ricos.
«Si cada uno, proveyéndose de lo imprescindible para su necesidad, dejara al necesitado lo que excede, no habría ni rico ni pobre»[5].
Probemos, comencemos a vivir así. Ciertamente, Jesús no dejará de mandarnos el céntuplo, y podremos seguir dando. Al final nos dirá que lo que hemos dado, a quien sea, se lo hemos dado a Él.
CHIARA LUBICH

[1] Cf. W. Mühs, Parole del cuore, Milán 1996, p. 82.
[2] Basilio de Cesarea, «Sobre la frase de Lucas “Destruiré mis graneros y edificaré otros mayores”», 7, en Homilías contra las pasiones, «Biblioteca de Patrística» n. 73, Ciudad Nueva, Madrid 2007, p. 112.
[3] Agustín de Hipona, Sermón 61, 12.

[4] Aforismi e citazioni cristiane, Piemme, 1994, p. 44.
[5] Basilio de Cesarea, o. cit., p. 111.

Noviembre 2014

Y entonces brota del corazón un himno de alabanza y gratitud. Este es el primer paso necesario, la primera enseñanza que podemos extraer de las palabras del salmo: alabar y dar gracias a Dios por su obra, por las maravillas del cosmos y por ese hombre que vive y que es su gloria y la única criatura capaz de decirle: “en ti está la fuente viva”. Pero al amor del Padre no le bastó con pronunciar la Palabra con la que todo fue creado. Quiso que su misma Palabra asumiese nuestra carne. Dios, el único Dios verdadero, se hizo hombre en Jesús y trajo a la tierra la fuente de la vida. La fuente de todo bien, de todo ser y de toda felicidad vino a establecerse entre nosotros para que la tuviésemos, por decirlo así, al alcance de la mano. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Él ha llenado de sí mismo todo tiempo y espacio de nuestra existencia. Y ha querido permanecer con nosotros para siempre, de modo que podamos reconocerlo y amarlo bajo las apariencias más variadas. A veces nos da por pensar: «¡Qué estupendo sería vivir en tiempos de Jesús!». Pues bien, su amor inventó un modo de permanecer no en un rinconcito de Palestina, sino en todos los puntos de la tierra: Él se hace presente en la Eucaristía, tal como prometió. Y allí podemos acudir para nutrirnos y renovar nuestra vida. “en ti está la fuente viva”. Otra fuente de la que podemos obtener el agua viva de la presencia de Dios es el hermano, la hermana. Cada prójimo, en especial el necesitado que pasa a nuestro lado, si lo amamos, no lo podemos considerar un beneficiario, sino un benefactor, porque nos da a Dios. En efecto, amando a Jesús en él –«Tuve hambre…, tuve sed…, fui forastero…, estuve en la cárcel…» (cf. Mt 25, 31-40)–, recibimos a cambio su amor, su vida, pues Él mismo, presente en nuestros hermanos y hermanas, es su fuente. También es un manantial rico de agua la presencia de Dios dentro de nosotros. Él siempre nos habla, y está en nuestra mano escuchar su voz, que es la voz de la conciencia. Cuanto más nos esforcemos en amar a Dios y al prójimo, más fuerte se hará su voz en nosotros y aventajará a todas las demás. Pero hay un momento privilegiado en que, como nunca, podemos acudir a su presencia dentro de nosotros: cuando rezamos y procuramos ahondar en la relación directa con Él, que habita en lo profundo de nuestra alma. Es como un torrente de agua profunda que no se seca nunca, que está siempre a nuestra disposición y que puede saciarnos en todo momento. Bastará con cerrar un instante los postigos del alma y recogernos para encontrar esta fuente, incluso en medio del desierto más árido. Hasta alcanzar esa unión con Él en la cual sintamos que ya no estamos solos, sino que somos dos: Él en mí y yo en Él. Y sin embargo somos uno –por un don suyo– como el agua y la fuente, como la flor y su semilla. […] La Palabra del salmo nos recuerda, pues, que solo Dios es la fuente de la vida, es decir, de la comunión plena, de la paz y de la alegría. Cuanto más bebamos de esa fuente, cuanto más vivamos de esa agua viva que es su Palabra, más nos acercaremos unos a otros y viviremos como hermanos y hermanas. Entonces se hará realidad, como sigue diciendo el salmo, que «tu luz nos hace ver la luz», esa luz que la humanidad espera.

CHIARA LUBICH

Octubre 2014

«Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás». Jesús se ve ya como pan. Ese es, pues, el motivo de su vida en esta tierra. Ser pan para ser comido. Y ser pan para comunicarnos su vida, para transformarnos en él. Hasta aquí está claro el significado espiritual de esta Palabra, con sus referencias al Antiguo Testamento. Pero el discurso se vuelve misterioso y peliagudo cuando, más adelante, Jesús dice de sí mismo: «El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51b) y «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Es el anuncio de la Eucaristía lo que escandaliza y aleja a muchos discípulos. Pero es el regalo más grande que Jesús quiere hacer a la humanidad: su presencia en el sacramento de la Eucaristía, que da la saciedad al alma y al cuerpo, la plenitud de la alegría, para la íntima unión con Jesús. Alimentados por este pan, ninguna otra hambre tiene ya razón de existir. Cualquier deseo nuestro de amor y de verdad es saciado por quien es el Amor mismo, la Verdad misma. «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás». Así pues, este pan nutre de Él ya en esta tierra, pero se nos da para que podamos a nuestra vez saciar el hambre espiritual y material de la humanidad que nos rodea. El mundo no recibe el anuncio de Cristo mediante la Eucaristía, sino más bien mediante la vida de los cristianos, alimentados por ella y por la Palabra, los cuales, predicando el Evangelio con su vida y con su voz, hacen presente a Cristo en medio de los hombres. Gracias a la Eucaristía, la vida de la comunidad cristiana se convierte en la vida de Jesús, una vida capaz de dar el amor y la vida de Dios a los demás. «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás». Con la metáfora del pan, Jesús nos enseña también el modo más verdadero y más «cristiano» de amar a nuestro prójimo. En realidad, ¿qué significa amar? Amar significa «hacerse uno» con todos, hacerse uno en todo lo que los demás desean, en las cosas más pequeñas e insignificantes y en esas que puede que a nosotros nos importen poco pero que interesan a los demás. Y Jesús ejemplificó de manera estupenda este modo de amar haciéndose pan para nosotros. Él se hace pan para entrar en todos, para hacerse comestible, para hacerse uno con todos, para servir, para amar a todos. Así pues, hagámonos uno también nosotros hasta dejarnos comer. Esto es el amor, hacernos uno de modo que los demás se sientan alimentados por nuestro amor, reconfortados, aliviados y comprendidos.

CHIARA LUBICH

 Palabra de vida publicada en Ciudad Nueva n. 368 (8-9/2000), p. 24.

Septiembre 2014

«Acójanse mutuamente, como Cristo los acogió para gloria de Dios»

Estas palabras de san Pablo nos recuerdan uno de los aspectos más conmovedores del amor de Jesús: el amor con que Jesús acogió a todos durante su vida terrena, de modo particular a los más marginados, los más necesitados, los más alejados. Es el amor con el que Jesús ofreció a todos su confianza, su familiaridad, su amistad, abatiendo una a una las barreras que el orgullo y el egoísmo humano habían erigido en la sociedad de su tiempo. Jesús fue la manifestación del amor plenamente acogedor del Padre celestial por cada uno de nosotros y del amor que, en consecuencia, deberíamos tener unos por otros. Esta es la primera voluntad del Padre sobre nosotros; por ello no podríamos dar mayor gloria al Padre que la que le damos al procurar acogernos mutuamente tal como Jesús nos acogió a nosotros.

«Acójanse mutuamente, como Cristo los acogió para gloria de Dios »

¿Cómo viviremos, pues, la Palabra de vida de este mes? Esta concentra nuestra atención sobre uno de los aspectos de nuestro egoísmo que se da con más frecuencia y –digámoslo también– más difíciles de superar: la tendencia a aislarnos, a discriminar, a marginar, a excluir al otro porque es distinto de nosotros y podría perturbar nuestra tranquilidad. Para ello trataremos de vivir esta Palabra de vida ante todo dentro de nuestras familias, asociaciones, comunidades y grupos de trabajo, eliminando en nosotros los juicios, las discriminaciones, las reservas, los resentimientos, la intolerancia hacia este o aquel prójimo, tan fáciles y tan frecuentes, que tanto enfrían y comprometen las relaciones humanas y que impiden el amor recíproco bloqueándolo como la herrumbre. Y luego, en la vida social en general, proponiéndonos dar testimonio del amor acogedor de Jesús hacia cualquier prójimo que el Señor nos ponga al lado, especialmente aquellos que el egoísmo social tiende más fácilmente a excluir o marginar. Acoger al otro, al que es distinto de nosotros, es la base del amor cristiano. Es el punto de partida, el primer peldaño para construir esa civilización del amor, esa cultura de comunión a la que Jesús nos llama sobre todo hoy.

Chiara Lubich

Agosto 2014

Con frecuencia las familias se deshacen porque no sabemos perdonar. Viejos rencores mantienen la división entre familiares, entre grupos sociales, entre pueblos. Incluso hay quien enseña a no olvidar las ofensas sufridas, a cultivar sentimientos de venganza… Y un rencor sordo envenena el alma y corroe el corazón. Hay quien piensa que el perdón es una debilidad. No, es la expresión de una valentía extrema, es amor verdadero, el más auténtico porque es el más desinteresado. «Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? – dice Jesús–. Esto lo saben hacer todos. Ustedes amen a sus enemigos» (cf. Mt 5, 42-47). También a nosotros se nos pide, aprendiéndolo de Él, que tengamos un amor de padre, de madre, un amor de misericordia con todos aquellos que encontremos durante el día, especialmente con los que se equivocan. Pero además, a todos los que están llamados a vivir una espiritualidad de comunión, o sea, la espiritualidad cristiana, el Nuevo Testamento les pide aún más: «Perdónense mutuamente» (cf. Col 3, 13). El amor recíproco exige poco menos que un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos a perdonarnos unos a otros. Solo así podremos contribuir a crear la fraternidad universal.

Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados

Estas palabras no solo nos invitan a perdonar, sino que nos recuerdan que el perdón es la condición necesaria para que también a nosotros se nos pueda perdonar. Dios nos escucha y nos perdona en la medida en que sepamos perdonar. El propio Jesús nos advierte: «La medida que usen, la usarán con ustedes» (Mt 7, 2). «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Pues si el corazón está endurecido por odio, ni siquiera es capaz de reconocer ni de acoger el amor misericordioso de Dios. Entonces ¿cómo vivir esta Palabra de vida? Ciertamente, perdonando inmediatamente si hubiera alguien con quien aún no estemos reconciliados. Pero no basta con eso. Será necesario rebuscar por los rincones más recónditos de nuestro corazón y eliminar incluso la simple indiferencia, la falta de benevolencia, cualquier actitud de superioridad o de descuido con cualquiera que pase a nuestro lado. Es más, hacen falta medidas preventivas. Por eso, cada mañana veré con una mirada nueva a todos aquellos con quienes me encuentre –en la familia, en clase, en el trabajo, en la tienda–, dispuesto a pasar por alto lo que no esté bien en su modo de actuar, dispuesto a no juzgar, a darles confianza, a tener siempre esperanza, a creer siempre; me acercaré a cada persona con esta amnistía completa en el corazón, con este perdón universal; no recordaré en absoluto sus defectos, lo cubriré todo con el amor. Y a lo largo del día procuraré reparar un desaire o una reacción de impaciencia pidiendo perdón o con un gesto de amistad, sustituir una actitud de rechazo instintivo hacia el otro por una actitud de plena acogida, de misericordia sin límites, de perdón completo, de participación y atención a sus necesidades. Así, cuando eleve mi oración al Padre, y sobre todo cuando le pida perdón por mis fallos, también yo veré atendida mi petición y podré decir con plena confianza: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12). Chiara Lubich Palabra de vida publicada en Ciudad Nueva n. 390 (8-9/2002), p. 25.