Movimiento de los Focolares
1956: Vídeo inédito del viaje a Tierra Santa

1956: Vídeo inédito del viaje a Tierra Santa

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Tierra Santa, 1956: La piedra dividida

En Jerusalén son varias las religiones y las denominaciones cristianas un sinnúmero. Tenía en los ojos y en el alma la Ciudad Santa, cuando entré a visitar el Santo Sepulcro.

Nos introdujeron en la iglesia que contiene el Calvario y, dando la vuelta a la izquierda, nos mostraron el lugar, venerado todavía hoy, donde Jesús fue ungido por las santas mujeres. Más allá nos hicieron entrar en un recinto frente al sepulcro. Finalmente estábamos en el lugar sagrado: allí nos mostraron una piedra de un metro noventa de largo, donde depusieron a Jesús muerto.  De lo alto pendían varias lámparas con una luz más o menos pálida: lámparas antiguas, distintas una de otra. Nos arrodillamos y rezamos.

Un padre franciscano que estaba junto a nosotros dijo: “Este primer pedazo de la piedra es el de los católicos, este otro pedazo todavía pertenece a los greco-ortodoxos”. También el sepulcro de Jesús está dividido. ¡Pobre Jesús!

En ese momento pasaron por mi alma todos los traumas y las separaciones que han afectado a la Iglesia a lo largo de los siglos, el Cuerpo místico de Cristo y un dolor profundo amenazaba con hundirme, cuando una luz, me traspasó el alma, me devolvió la esperanza (…): un día, nos acercaremos como hermanos con la unidad entre nosotros, no sólo en la fe sino en la caridad más profunda vivida hasta las últimas consecuencias. Entonces haremos una gran fiesta inigualable…

Salí del sepulcro con algo muy distinto de antes, la confianza,  la plena esperanza, que el firmamento de Jerusalén podrá volver a oír un día las palabras del Ángel a María Magdalena: “Ha resucitado, no está aquí”.

Las piedras que hablan

Emaús nos acogió una tarde soleada. Recuerdo las piedras de la calle donde Jesús pasó en medio de los discípulos y la acogida más que fraterna de los padres franciscanos del lugar.

Ellos desean ser, hacia los peregrinos, tan hospitalarios como un día lo fueron los dos con Jesús. Nos ofrecieron de todo, después de la visita a los lugares santos con una sonrisa abierta y un gran corazón.

Cuando subimos al taxi para regresar a Jerusalén, un sol rojo-dorado cubría todo el lugar y la inscripción que enmarcaba el cartel de entrada “Quédate con nosotros Señor, que se hace tarde”, sobrecogió a todos en un sentimiento de conmoción y divina nostalgia al mismo tiempo.

Betania la vi a pleno sol, subiendo por los callejones que llevan a la tumba de Lázaro,  me parecía escuchar las palabras de Jesús a Marta “Una sola cosa es necesaria…”.

Vi Betfagé, con la piedra, venerada todavía hoy, donde Jesús puso el pie para montar el asno antes de entrar a Jerusalén en medio de ramos de olivo y los hosannas de la multitud.

El Getsemaní y el huerto, espléndido jardín, me hizo permanecer recogida y dolorida en la pulcra iglesia decorada con gusto, iluminada de violeta, en el centro encierra una piedra enrojecida hoy por una luz, un tiempo por la sangre de Jesús. Me parecía estar viendo a Jesús pero no osaba imaginarlo.

Después el Gallicantus, donde el gallo cantó, y la escalerita, todavía bien conservada a la intemperie, bajo el cielo entre el verde de los prados que la rodean y las plantas. Lleva de Sión al torrente Cedrón.

Aquí el Maestro, ya cerca de la muerte, con el corazón lleno de ternura hacia sus discípulos, ciertamente elegidos por el Cielo, pero todavía frágiles e incapaces de comprender, a nombre suyo y de todos aquellos por quienes había venido y estaba dispuesto a morir, elevó al Padre su oración: “Padre Santo, protege en tu nombre a quienes me has dado, para que sean una sola cosa como nosotros”. Allí Jesús invocó al Padre que nos adoptada, aunque estuviésemos lejos por nuestras culpas, y que nos hiciera hermanos entre nosotros, en la más salda, porque divina, unidad.

Vi muchos otros lugares, recorrí muchos caminos que Jesús recorrió, Observé lugares que Jesús observó, pasaron bajo mi mirada piedras, piedras y más piedras… Y cada piedra decía una palabra, mucho más que una palabra, hasta que, la final, me sentía toda inundada, toda llena de la presencia de Jesús.

Recuerdo con claridad el haberme literalmente olvidado de mi patria, de mis conocidos, de mis amigos, de todo. Me veía inmóvil y estática, espiritualmente petrificada entre estas piedras, sin otra cosa que hacer que adorar. ¡Adorar con el alma fija en el Hombre Dios que aquellas piedras me habían explicado, revelado, cantado, exaltado!

Sólo una idea me hizo regresar. También en Italia había un lugar que valía más que todos esos lugares, donde encontraría a Jesús vivo: era el tabernáculo, cada tabernáculo con Jesús eucaristía.

Fragmentos tomados de Escritos Espirituales 1 “El atractivo del tiempo moderno” – Ed. Ciudad Nueva, 1996.

noviembre 2010

La predicación de Jesús se inicia con el sermón de la montaña. En una colina frente al lago Tiberíades en las inmediaciones de Cafarnaún, sentado, como solían hacer los maestros, Jesús anuncia a la muchedumbre cómo es el hombre de las bienaventuranzas. En varias ocasiones había resonado ya en el Antiguo Testamento la palabra “bienaventurado”, es decir, la exaltación de aquel que observaba de los modos más variados la Palabra del Señor.
Las bienaventuranzas de Jesús evocan en parte las que los discípulos ya conocían, pero por primera vez oían que los puros de corazón no sólo eran dignos de subir al monte del Señor, como cantaba el salmo , sino que incluso podían ver a Dios. ¿Cuál era, pues, esa pureza tan elevada para merecer tanto? Jesús lo explicaría más de una vez en el curso de su predicación. Por eso, tratemos de seguirlo para beber de la fuente de la pureza auténtica.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Ante todo, según Jesús, hay un método de purificación por excelencia: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado» . No son los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino su Palabra. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, como está presente de otro modo en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, si la dejamos actuar, nos libera del pecado y, por consiguiente, nos hace puros de corazón.
Por tanto, la pureza es fruto de vivir la Palabra, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos en los que necesariamente caemos si no se tenemos el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Éstos pueden referirse a las cosas, a las criaturas y a nosotros mismos, pero si nuestro corazón mira sólo a Dios, todo el resto cae por su propio peso.
Para tener éxito en esta empresa, puede ser útil repetirle durante el día a Jesús, a Dios, esa invocación del salmo que dice: «Eres tú, Señor, mi único bien» . Procuremos repetirlo a menudo, y sobre todo cuando uno u otro apego quiera arrastrar a nuestro corazón hacia esas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden ofuscar la visión del bien y quitarnos la libertad.
¿Nos sentimos impulsados a mirar determinados carteles publicitarios, a ver ciertos programas de televisión? No, digámosle: «Eres tú, Señor, mi único bien», y éste será el primer paso que nos lleve a salir de nosotros mismos y a volver a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos ganado en pureza.
¿Notamos a veces que una persona o una actividad se interponen como un obstáculo entre Dios y nosotros y empañan nuestra relación con Él? Es el momento de repetirle: «Eres tú, Señor, mi único bien». Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y a recobrar la libertad interior.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Vivir la Palabra nos hace libres y puros, porque es amor. El amor purifica con su fuego divino nuestras intenciones y todo nuestro interior, porque según la Biblia, el “corazón” es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad.
Pero hay un tipo de amor que Jesús nos exige y que nos permite vivir esta bienaventuranza. Es el amor recíproco, el amor que tiene quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Éste crea una corriente, un intercambio, un entorno cuya nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, gracias a la presencia de Dios, el único que puede crear en nosotros un corazón puro . Viviendo el amor mutuo, la Palabra actúa y produce sus efectos de purificación y de santificación.
El individuo aislado es incapaz de resistir durante mucho tiempo las instigaciones del mundo, mientras que en el amor mutuo encuentra el ambiente sano capaz de proteger su pureza y toda su existencia cristiana auténtica.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

Y ése es el fruto de la pureza, que hay que reconquistar siempre: se puede “ver” a Dios, es decir, comprender su acción en nuestra vida y en la historia, oír su voz en el corazón, captar su presencia allí donde está: en los pobres, en la Eucaristía, en su Palabra, en la comunión fraterna, en la Iglesia.
Es saborear por anticipado la presencia de Dios que empieza ya en esta vida «caminando en la fe y no en la visión»  hasta que lo «veamos cara a cara»  por toda la eternidad.

Chiara Lubich

 

Octubre 2010

Esta Palabra se encuentra ya en el Antiguo Testamento(2).  Para responder a una pregunta, Jesús se injerta en la gran tradición profética y rabínica que estaba en búsqueda del principio unificador de la Torah, es decir, de la enseñanza de Dios contenida en la Biblia. El Rabino Hillel, contemporáneo suyo, había dicho: “No le hagas a tu prójimo lo que te resulta odioso  ésta es toda la ley. El resto es interpretación”(3).
Para los maestros del hebraísmo, el amor al prójimo deriva del amor a Dios que ha creado al hombre a su imagen y semejanza, por lo cual no se puede amar a Dios sin amar a su criatura: éste es el verdadero motivo del amor al prójimo y es “un gran principio general de la ley”(4).
Jesús insiste en este principio y agrega que el mandamiento de amar al prójimo es similar al primero y el más grande mandamiento, es decir, el de amar a Dios con todo el corazón, la mente y el alma. Afirmando una relación de semejanza entre los dos mandamientos Jesús los une definitivamente y así hará toda la tradición cristiana, como dirá lapidariamente el apóstol Juan. “Quien no ama a su hermano que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve?”(5).

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”

Prójimo – lo dice claramente todo el Evangelio – es todo ser humano, hombre o mujer, amigo o enemigo, al cual se debe respeto, consideración, estima. El amor al prójimo es universal y personal al mismo tiempo. Abraza a toda la humanidad y se concreta en aquel-que-está-cerca.
Pero, ¿quién puede darnos un corazón tan grande, quién puede suscitar en nosotros una benevolencia tal como para hacernos sentir cercanos – prójimos – también de aquellos que son más extraños a nosotros, como para hacernos superar el amor propio y reconocernos en los demás? Es un don de Dios, es más, es el mismo amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado.”(6).
No es por lo tanto un amor común, una simple amistad o pura filantropía, sino ese amor que fue derramado desde el bautismo en nuestros corazones: ese amor que es la vida de Dios mismo, de la Trinidad beata, de la cual nosotros podemos participar.
Entonces, el amor lo es todo, pero para poder vivirlo bien es necesario conocer sus cualidades que emergen del Evangelio y de la Escritura en general y que nos parece que se pueden resumir en algunos aspectos fundamentales.
Lo primero es que Jesús, que murió por todos, amando a todos, nos enseña que el verdadero amor va dirigido a todos. No como el amor que vivimos nosotros tantas veces, simplemente humano, que tiene un radio restringido: la familia, los amigos, los vecinos… El amor verdadero que Jesús quiere no admite discriminaciones: no distingue tanto la persona simpática de la antipática, no existe para él el lindo, el feo, el grande o el pequeño; para este amor no hay diferencia entre el compatriota y el extranjero, el de mi Iglesia o de otra, de mi religión o de otra. Este amor ama a todos. Y así tenemos que hacer nosotros: amar a todos.
El amor verdadero, además, es el primero en amar, no espera ser amado, como en general es propio del amor humano, que ama a quien nos ama. No, el amor verdadero toma la iniciativa, como hizo el Padre cuando, siendo nosotros todavía pecadores, por lo tanto no amantes, mandó al Hijo para salvarnos.
Entonces: amar a todos y ser el primero en amar.
Aún más: el amor verdadero ve a Jesús en cada prójimo: “A mí me lo hiciste”(7) nos dirá Jesús en el juicio final. Y eso vale para el bien que hagamos y también para el mal, lamentablemente.
El amor verdadero ama al amigo y también al enemigo; le hace el bien, reza por él.
Jesús también quiere que el amor que Él trajo a la tierra se vuelva recíproco: que el uno ame al otro y viceversa, hasta llegar a la unidad.
Todas estas cualidades del amor nos hacen comprender y vivir mejor la palabra de vida de este mes.

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”

Sí, el amor verdadero ama al otro como a sí mismo. Y esto debe ser tomado al pie de la letra: hace falta justamente ver en el otro a sí mismo, y hacer al otro lo que uno se haría a sí mismo. El amor  verdadero sabe sufrir con quien sufre, gozar con quien goza, llevar los pesos del otro, sabe, como dice Pablo, hacerse uno con la persona amada. Por lo tanto es un amor que no sólo sentimiento, o bellas palabras, sino  hechos concretos.
Quien tiene otro credo religioso busca también hacer esto por la así llamada “regla de oro”, que encontramos en todas las religiones. La misma quiere que hagamos a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. Gandhi la explica de modo muy simple y eficaz: “No puedo hacerte daño sin herirme a mí mismo”(8).
Este mes, por lo tanto, tiene que ser una ocasión para volver a centrarnos en el amor al prójimo, que tiene muchos rostros: desde el vecino de casa, a la compañera de escuela, desde el amigo hasta la pariente más cercana. Pero también tiene el rostro de esa humanidad angustiada que la TV nos presenta desde lugares de guerra y de catástrofes naturales. Una vez eran desconocidos y lejanos miles de millas. Ahora también ellos se han vuelto nuestros prójimos.
Cada vez el amor nos sugerirá qué hacer, y dilatará poco a poco nuestro corazón según la medida del corazón de Jesús.

 Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares
1.Este texto fue publicado en octubre de 1999.
2.Lev. 19, 18.
3.Talmud de Babilonia Shabbat, 31a.
4.Rabino Akiba, cit. en Sifra, comentario rabínico a Lev. 19,18. (nuestra traducción).
5.1 Jn., 4, 20.
6.Rom. 5, 5.
7.Cf. Mt. 25, 40.
8.Cf. Wilhelm Muhs, Palabras del corazón, Bs. As.

 

Septiembre 2010

Jesús le responde a Pedro con estas palabras después de que éste, tras haber oído cosas maravillosas de la boca de Jesús, le preguntara: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?». Y Jesús: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete».
Bajo la influencia de la predicación del Maestro, Pedro, bueno y generoso como era, probablemente había pensado atenerse a esta nueva pauta haciendo algo excepcional: llegando a perdonar hasta siete veces. […]
Pero, al responder «hasta setenta veces siete», Jesús dice que para él el perdón tiene que ser ilimitado: es necesario perdonar siempre.

«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

Esta Palabra nos recuerda el canto bíblico de Lámec, un descendiente de Adán: «Caín será vengado siete veces, Lámec setenta y siete» . Es así como empieza a extenderse el odio en las relaciones entre los hombres del mundo: crece como un río desbordado.
A ese extenderse del mal, Jesús opone un perdón sin límites, incondicionado, capaz de romper la cadena de la violencia.
El perdón es la única solución para frenar el desorden y abrir a la humanidad un futuro que no sea la autodestrucción.

«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

Perdonar. Perdonar siempre. El perdón no es olvido, que muchas veces significa no querer mirar la realidad de frente. El perdón no es debilidad, es decir, pasar por alto una ofensa por miedo al que la ha cometido si es más fuerte. El perdón no consiste en decir que no tiene importancia lo que es grave o que es bueno lo que es malo.
El perdón no es indiferencia. El perdón es un acto de voluntad y de lucidez, por lo tanto de libertad, que consiste en acoger a los hermanos como son no obstante el mal que nos han hecho, como Dios nos acoge a nosotros, pecadores, no obstante nuestros defectos. El perdón consiste en no responder a la ofensa con la ofensa, sino en hacer lo que dice S. Pablo: «No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien» .
El perdón consiste en darle la oportunidad a quien te ha hecho un agravio de que pueda tener una relación nueva contigo; la oportunidad de que ambos podáis retomar la vida, tener un porvenir en el que el mal no tenga la última palabra.

«No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

¿Cómo se hará entonces para vivir esta Palabra?
Pedro le había peguntado a Jesús: “¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?”.
Y Jesús, entonces, al responder, tenía en la mira sobre todo las relaciones entre cristianos, entre miembros de la misma comunidad.
Y por lo tanto, antes que nada, que hace falta comportarse así con los otros hermanos y hermanas en la fe: en familia, en el trabajo, en la escuela o en la comunidad de la que se forma parte.
Sabemos que a menudo se quiere compensar con un acto, con una palabra correspondiente, la ofensa sufrida.
Se sabe que por diversidad de caracteres, o por nerviosismo, o por otras causas, las faltas de amor son frecuentes entre personas que viven juntas. Y bien, hace falta recordar que solamente una actitud de perdón, siempre renovada, puede mantener la paz y la unidad entre hermanos.
Estará siempre la tendencia a pensar en los defectos de las hermanas y de los hermanos, a acordarse de su pasado, a quererlos diferentes de cómo son… hace falta el hábito de verlos con un ojo nuevo, y nuevos ellos mismos, aceptándolos siempre, enseguida y hasta el fondo, aunque no se arrepientan.
Ánimo. Comenzamos una vida así, que nos asegura una paz jamás probada y mucha alegría desconocida.

Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares

1. Este texto fue publicado en septiembre de 1999.
2. Gn. 4, 24.
3. Rom. 12, 21.

Junio 2010 – Paradoja Cristiana

En esta palabra se ponen de relieve dos vidas diferentes: la terrenal, que se construye en este mundo; y la sobrenatural, dada por Dios a través de Jesús, vida que no termina con la muerte y que nadie nos puede quitar.
Frente a la existencia se pueden tomar dos actitudes. Una es apegarse a la vida terrenal, considerándola como el único bien; y entonces nos inclinaríamos a pensar en nosotros mismos, en nuestras cosas, en lo creado, nos encerraríamos en nuestro caparazón, afirmando solamente el propio yo, y encontraríamos como conclusión, al final, inevitablemente, sólo la muerte. Otra es creer que hemos recibido de Dios una existencia mucho más profunda y auténtica; y así tendríamos el valor de vivir de forma tal de merecer este don, hasta el punto de sacrificar nuestra vida terrenal por la otra.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

Cuando Jesús dijo estas palabras, pensaba en el martirio. Nosotros, como todo cristiano, para seguir al Maestro y permanecer fieles al Evangelio, tenemos que estar dispuestos a perder nuestra vida, muriendo –si fuera necesario– también de forma violenta; y con la gracia de Dios nos sería dada la vida verdadera. Jesús fue el primero que “perdió su vida” y la recuperó glorificada. Él nos advirtió que no tenemos que temer a “los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (1).
Hoy nos dice:

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

Si lees atentamente el Evangelio, notarás que Jesús vuelve sobre esta idea nada menos que siete veces, lo cual demuestra su importancia y la consideración que le otorgaba.
Pero para Jesús la exhortación a perder la propia vida no es sólo una invitación al martirio. Se trata de una ley fundamental de la vida cristiana.
Tenemos que estar dispuestos a renunciar a ser nosotros mismos el ideal de la vida, renunciar a nuestra independencia egoísta. Si queremos ser verdaderos cristianos tiene que ser Cristo el centro de nuestra existencia. ¿Y qué quiere Èl de nosotros? El amor por los demás. Si asumimos esta propuesta, nos habremos perdido y habremos encontrado la vida.
Esta idea de no vivir para uno mismo no significa, como podría pensarse, una actitud de renuncia o de pasividad. El compromiso del cristiano es siempre grande y su sentido de responsabilidad, total.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

Desde este momento podemos experimentar que la donación, el amor vivido, hace crecer en nosotros la vida. Cuando hayamos dedicado nuestra jornada al servicio de los demás, cuando hayamos sabido transformar el trabajo cotidiano, acaso monótono y duro, en un gesto de amor, probaremos la alegría de sentirnos más realizados.
Después de esta breve existencia, si seguimos los mandatos de Jesús, centrados todos en el amor, encontraremos la existencia eterna. Recordemos el juicio de Jesús en el último día. Él dirá a los que están a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre… porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron…” (2).
Para hacernos partícipes de esa existencia que no pasa, tendrá en cuenta únicamente si hemos amado al prójimo; y considerará si lo hemos tratado como si fuera Él.

“El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” 

¿Cómo vivir esta Palabra? ¿Cómo perder nuestra vida para encontrarla? Preparándonos para el grande y decisivo examen.
Miremos a nuestro alrededor y colmemos la jornada con actos de amor. Cristo se nos presenta en nuestros hijos, en la esposa, en el marido, en los compañeros de trabajo, de partido, de recreación… Hagamos el bien a todos. Y no olvidemos a aquellos de los que tomamos noticia por los diarios, a través de amigos o en la televisión… Hagamos algo por todos, de acuerdo con nuestras posibilidades. Y cuando nos parezcan agotadas, aún podremos rezar por ellos. Lo que cuenta es el amor.

Chiara Lubich

Publicación mensual del Movimiento de los Focolares. Este texto fue publicado en junio de 1999.

1. Evangelio de Mateo 20, 28.
2. Cf. Mateo, 25, 34 y siguientes.