Movimiento de los Focolares

agosto de 2008

En todos los prójimos que encuentras durante el día –de la mañana a la noche–, trata de ver a Jesús.

Si tu ojo es simple, quien mira a través de él es Dios. Y Dios es Amor, y el amor quiere unir conquistando. ¡

Cuántos –equivocándose– miran a las criaturas y a las cosas para poseerlas! Y su mirada es egoísmo o envidia o, de cualquier modo, pecado. O miran dentro de sí mismos para poseerse, para poseer su alma, y su mirada está apagada, porque está aburrida o turbada.

El alma, a imagen de Dios, es amor; y el amor replegado sobre sí mismo es como la llama que, si no es alimentada, se apaga. Mira fuera de ti: no a ti, no a las cosas, no a las criaturas: mira al Dios fuera de ti para unirte con Él. Él está en el fondo de toda alma que vive, y, si el alma está muerta, es el sagrario de un Dios que espera, para alegría y expresión de la propia existencia. Mira, entonces, a cada hermano amando, y amar es donar.

Pero un don reclama otro don y serás, a tu vez, amado. Así, el amor es amar y ser amado: como en la Trinidad. Y Dios en ti arrebatará los corazones, y encenderá la Trinidad que quizá descansa en ellos, por la gracia, pero está apagada.

No enciendes la luz en un ambiente –aunque haya corriente eléctrica– hasta que no provocas el contacto de los polos. Así es la vida de Dios en nosotros: se pone en circulación para irradiarla más allá, para que testimonie, a su vez, Cristo: quien liga Cielo y tierra, hermano y hermano.

Mira por lo tanto a cada hermano donándote a él para donarte a Jesús, y Jesús se donará a ti. Es ley de amor: “Den, y se les dará” (Evangelio de Lucas 6,38).

Déjate poseer por él – por amor a Jesús –, déjate “comer” por él –como otra Eucaristía–; pon todo a su servicio, que es servicio de Dios, y el hermano vendrá a ti y te amará. Y en el amor fraterno está el cumplimiento de todo deseo de Dios, que es mandato: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros.” (Evangelio de Juan 13, 34).

El amor es un Fuego que compenetra los corazones en fusión perfecta. Entonces reencontrarás en ti no más a ti mismo, no más al hermano, reencontrarás el Amor que es Dios viviente en ti. Y el Amor saldrá a amar a otros hermanos porque, simplificado el ojo, se reencontrará a sí mismo en los demás y todos serán uno. Y alrededor de ti crecerá la Comunidad: como alrededor de Jesús: doce, setenta y dos, miles…

Es el Evangelio que al fascinar –Luz en amor– arrebata y entusiasma.

Después, tal vez morirás sobre una cruz para no ser más que el Maestro, pero morirás por quien te crucifique, y así el amor tendrá la última victoria. Su linfa –esparcida en los corazones– no morirá. Fructificará, fecundando, alegría y paz y Paraíso abierto.

Y la gloria de Dios crecerá.

Pero tú debes ser aquí el Amor perfecto.

 

Chiara Lubich

 

Publicada en el diario “La Via”, 12 de noviembre de 1949, y reimpresa parcialmente en: Chiara Lubich, La doctrina espiritual, Bunos Aires 2005 pp. 116-117.

junio 2008

Es suficiente con amar

Cuando se ama se querría estar siempre con la persona amada. Dios también tiene ese deseo, porque es Amor. Nos creó para que pudiéramos encontrarlo. No seremos plenamente felices hasta que no alcancemos una íntima unión con él, el único que puede saciar nuestro corazón. Bajó del cielo para estar con nosotros e introducirnos en su comunión.
Juan, en su carta, habla de “permanecer” el uno en el otro, Dios en nosotros y nosotros en él, recordando la exigencia más profunda que Jesús manifestó en la última cena: “Permanezcan en mí y yo en ustedes”. Así había dicho el Maestro, explicando con la alegoría de la vid y de los sarmientos lo fuerte que es el vínculo que nos une a él. (1)
¿Cómo podemos alcanzar la unión con Dios? Juan no demuestra perplejidad: basta con observar sus mandamientos:

“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”

¿Son muchos los mandamientos que hay que observar para llegar a esta unidad? No, desde el momento en que Jesús los condensó en un solo mandato. “Este es mi mandamiento – recuerda Juan antes de anunciar la Palabra de vida que elegimos para este mes–: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos mandó.” (2)
Que creamos en Jesús y nos amemos como él nos amó: he aquí el único precepto. Si la existencia humana encuentra su cumplimiento cuando Dios habita entre nosotros, hay un solo modo para llegar a ser nosotros mismos: amar. Juan está tan convencido que sigue repitiéndolo durante toda su carta: “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (3); “si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros…” (4).
Con respecto a esto, la tradición cuenta que cuando era ya anciano y le preguntaban sobre las enseñanzas del Señor, repetía siempre las palabras del mandamiento nuevo. Si le preguntaban por qué Juan no hablaba de otras cosas, respondía: “¡Porque es el mandamiento del Señor! Si se lo practica, es suficiente.”
Del mismo modo sucede con cada Palabra de Vida: conduce irremediablemente a amar. No podría ser de otra forma, porque Dios es Amor y su Palabra contiene al amor, lo expresa y, si se la vive, transforma todo en amor.

“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”

La Palabra de este mes nos invita a que creamos en Jesús, a que adhiramos con todo nuestro ser a su Persona y a su enseñanza. A que creamos que él es el amor de Dios – como nos enseña Juan en esta carta – y que por amor dio la vida por nosotros . Que creamos en él aun cuando parezca lejano, cuando no lo sintamos, cuando se presenten dificultades o llegue el dolor…
Si nos fortalecemos con esta fe, sabremos vivir siguiendo su ejemplo y, obedeciendo a su mandamiento, sabremos amarnos como él nos amó. Amar aún cuando el otro no nos parezca amable, cuando tengamos la impresión de que nuestro amor es inadecuado, inútil; cuando no es correspondido. De esta forma haremos revivir nuestros vínculos, cada vez más sinceros, más profundos, y nuestra unidad permitirá que Dios habite entre nosotros.

“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”

“Durante los primeros años de matrimonio, mi marido y yo estábamos enamorados y era muy fácil la relación entre nosotros. Este último tiempo él está muy cansado y estresado. En Japón el trabajo pesa en las espaldas de un hombre como si fuera un yugo.
Una noche, al regresar del trabajo, se sentó a la mesa a cenar. Intenté sentarme junto a él, pero me gritó que me fuera: ‘¡No tienes derecho a comer, porque no trabajas!’. Me pasé la noche llorando, rumiando la idea de irme de casa, de separarme. Al día siguiente me asaltaban mil pensamientos: ‘Me equivoqué casándome con él, no puedo más vivir a su lado’.
Esa tarde hablé con algunas amigas con quienes comparto mi vida cristiana. Me escucharon con amor y de la comunión con ellas reencontré la fuerza y la valentía necesarias para seguir. Una vez más, le preparé la cena mi marido. A medida que se acercaba la hora de que volviera a casa, mi temor aumentaba: ¿cómo reaccionará hoy? Pero una voz adentro me decía: ‘Acoge este dolor, no aflojes. Sigue amando’. Abrió la puerta y vi que me había traído una torta: ‘Perdóname – me dijo – por lo que pasó ayer”.

Chiara Lubich

1 Cf. Jn. 15, 1-5
2 1 Jn. 3, 23
3 Ibid. 4, 16
4 Ibid. 4. 12

 

marzo 2008

Esta es una maravillosa palabra de Jesús que, en cierto sentido, todo cristiano puede repetir para sí mismo y que, si la pone en práctica, está en condiciones de llevarlo muy lejos en el Santo Viaje de la vida.
Jesús, sentado junto al pozo de Jacob, en Samaría, está concluyendo su diálogo con la samaritana. Los discípulos, que vuelven de la ciudad cercana, donde fueron a comprar provisiones, se asombran de que el Maestro esté hablando con una mujer, pero ninguno le pregunta por qué lo hace y, cuando la samaritana se va, lo invitan a comer. Jesús intuye sus pensamientos y les explica el motivo de aquella conversación, respondiéndoles: “Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen”.
Los discípulos no comprenden: piensan en el alimento material y se preguntan entre ellos si, durante su ausencia, alguien le ha traído de comer al Maestro. Entonces Jesús les dice abiertamente esta frase:

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Todos los días tenemos necesidad de alimento para mantenernos con vida. Jesús no lo niega. Y aquí habla precisamente de su necesidad natural, pero lo hace para afirmar la existencia y la exigencia de otro alimento, de un alimento más importante, del cual él no puede prescindir.
Jesús bajó del Cielo para hacer la voluntad de aquel que lo envió a llevar  a cabo su obra. No tiene ideas o proyectos suyos más que los del Padre. Las palabras que pronuncia, las obras que realiza, son las del Padre. No hace su  propia voluntad sino la de aquel que lo ha enviado. Esa es la vida de Jesús. Realizarla es lo que sacia su hambre. Al hacer su voluntad, se alimenta.
La adhesión plena a la voluntad del Padre es lo que caracteriza su vida, hasta la muerte de cruz, donde verdaderamente habrá llevado a cabo en plenitud la obra que el Padre le había confiado.

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Jesús considera la voluntad del Padre como su alimento, porque al actuarla, “asimilarla”, “comerla”, al identificarse con ella, recibe de ella la Vida.
Pero ¿cuál es la voluntad del Padre, esa obra suya que Jesús tiene que llevar a cabo? Es procurarle al hombre la salvación, darle la Vida que no muere.
Pues bien, un momento antes, con su conversación y su amor, Jesús le acababa de comunicar a la samaritana un germen de esa Vida. En efecto, los discípulos podrán ver muy pronto cómo esa Vida brota y se extiende, porque la samaritana comunicará la riqueza descubierta y recibida a otros samaritanos: “Vengan a ver a un hombre que… ¿No será el Mesías?”1.
Jesús, hablándole a la samaritana, revela el plan de Dios, que es Padre: que todos los hombres reciban el don de su vida. Esa es la obra que a Jesús le apremia llevar a cabo, para confiarla luego a sus discípulos, a la Iglesia.

“Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

¿Podemos nosotros vivir esta Palabra tan típica de Jesús, que refleja de modo tan particular su ser, su misión, su celo? Por cierto: será necesario que vivamos también nosotros nuestro ser hijos del Padre por la vida que Cristo nos ha comunicado, y alimentar así nuestra vida con su voluntad.
Lo podemos hacer llevando a cabo lo que él quiere de nosotros a cada momento de manera perfecta, como si no tuviéramos otra cosa que hacer. En efecto, Dios no quiere más que eso.
Alimentémonos, entonces, de lo que Dios nos pide en cada instante y experimentaremos que esta manera de actuar nos sacia: nos da paz, alegría, felicidad, nos da un anticipo –y no es exagerado decirlo– de la felicidad eterna.
Así contribuiremos también nosotros, con Jesús, a que se realice día a día la obra del Padre. Será la mejor manera de vivir la Pascua.

Chiara Lubich

1) Evangelio de Juan 4, 29.

Chispas de paz en un Líbano en llamas

Biacout, como todas las aldeas libanesas que todavía no han sido sometidas a bombardeos está repleta de familias refugiadas de las regiones meridionales de Beirut, cristianas y musulmanas, sin distinción. Se trata de una pequeña urbanización piloto, nacida durante la guerra de los años ’80 por obra de personas voluntarias de los Focolares, con el fin de ser un oasis de paz y de convivencia. Hoy vive un nuevo rostro de su “vocación”.
En el Centro Médico Social, encontramos a Acia a quien conocimos hace 20 años cuando, con su familia y otro centenar de personas, escapó de su aldea en el sur de Líbano. La encontramos en una playa, sin casa, sin víveres, completamente desprovista. Estuvimos cerca de ella y a partir de entonces la relación se profundizó.
Hoy la historia vuelve a empezar de cero. Acia ha acogido en su casa a tres familias provenientes de su aldea, además de dos viejitos. Su situación precaria no le impide compartir todo con los demás. “Nos las arreglamos como es posible”, nos dice. “Menos mal que es verano. Los hombres duermen en la terraza. Pero tenemos necesidad de colchones y sobre todo de medicinas para los niños, para mi mamá y para mi suegra, y también para mi marido”. De hecho, hace un año más o menos a su marido se le diagnosticó una esclesosis muscular y está siempre en tratamiento. Después continua: “Hoy otras familias fueron acogidas por mi vecina. Están en condiciones pésimas. Tienen necesidad de todo”.

 

Compartimos lo que tenemos y seguimos nuestra visita. Llegamos a la Casa Notre Dame, que fue construida en plena guerra para ser un lugar de paz, de escucha, de intercambio. Sawsan, la maestra del preescolar, ha acogida a 8 familias musulmanas. Agradecen a “Allah” por estar aquí y esperan poder volver a encontrar sanos y salvos los familiares que viven cerca de la frontera.
“Esperamos que ‘Allah’ queme a todos aquellos que nos asesinan”, dice con rabia una de ellas. Pero enseguida: “Es más fuerte que yo, me caliento, me altera lo que esta sucediendo, pero sé que también los otros del otro lado sufren como nosotros por la furia de la guerra”. Fatmé recalca: “Todos somos hijos de Dios. Que Allah, el Omnipotente, calme los corazones y los espíritus y nos haga volver a encontrar la paz”.

 

En tanto llega Wardé, una joven cristiana escapada del sur durante la última guerra con el marido y los hijos, para refugiarse en Biacout. Últimamente había regresado al sur. “Henos aquí de regreso a Biacout. ¡Agradezcamos a Dios! Ninguno salió herido ni golpeado. Vivimos juntos, 3 familias. No tenemos nada y tenemos miedo de lo que está sucediendo y de lo que nos espera todavía”.

 

Mientras conversamos, veo entre las manos de algunas mujeres chiítas largos rosarios. Invocan a ‘Allah’ el Grande, alabándolo, dándole gracias. Y es con esta bellísima nota espiritual que nos despedimos.
Wardé nos acompaña, nosotros tratamos de compartir su angustia. Regresamos al auto: en el corazón permanece la dulzura de estos momentos transcurridos juntos en la Casa Notre Dame y el amargo grito de dolor que resuena por doquier.

Mayo 2006

Qué amplio es el corazón de Dios. Para él no existen las divisiones entre pueblos, naciones, lenguas o etnias: todos somos hijos suyos, con la misma dignidad. Para los primeros cristianos de Jerusalén era difícil comprender esa mentalidad abierta y universal; como todos provenían de un mismo pueblo consciente de ser el elegido, les costaba entablar una relación de fraternidad auténtica con miembros de otros pueblos. Por eso quedaron escandalizados al saber que Pedro, en Cesarea Marítima, había entrado en la casa de Cornelio, un oficial romano, un extranjero. ¡Nada de tener intereses comunes con extranjeros! Pero para Dios nadie es extranjero. “Él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Dios ama a todos, sin distinción. Es lo que Pedro afirmó ante el soldado romano, y superó así los prejuicios que lo mantenían separado de integrantes de otros pueblos:

«Dios no hace acepción de personas y, en cualquier nación, todo el que le teme y practica la justicia es agradable a él.»

Si Dios se comporta de esta manera, también nosotros, sus hijos, tenemos que comportarnos como él, romper todas las barreras, liberarnos de toda esclavitud. En efecto, muchas veces somos esclavos de las divisiones entre pobres y ricos, entre generaciones, entre blancos y negros, entre culturas o nacionalidades. Cuántos preconceptos respecto de los inmigrantes, de los extranjeros. Cuántos lugares comunes sobre los que son diferentes de nosotros. De allí nacen las inseguridades, el miedo de perder la propia identidad, las intolerancias… Puede haber barreras aún más sutiles, que se levantan entre nuestra familia y las familias vecinas, entre personas de nuestro grupo religioso y las de otra orientación, entre barrios de una misma ciudad, entre partidos, clubes… Surgen entonces suspicacias, rencores sordos y profundos, enemistades corrosivas. Con un Dios que no hace acepción de personas, ¿cómo no alimentar en el corazón la fraternidad universal? Hijos del mismo Padre, podemos reconocernos hermanos y hermanas de cada hombre y mujer que encontramos.

«Dios no hace acepción de personas y, en cualquier nación, todo el que le teme y practica la justicia es agradable a él».

Por lo tanto, si somos hermanos y hermanas, tenemos que amar a todos, comenzando por quien tenemos al lado, sin detenernos. Entonces nuestro amor no será platónico, abstracto, sino concreto, de servicio. Un amor capaz de ir al encuentro del otro, de iniciar un diálogo, de identificarse con sus situaciones desagradables, de asumir cargas, preocupaciones, hasta lograr que el otro se sienta comprendido y aceptado en su diversidad y pueda expresar libremente todas las riquezas que lleva en sí. Un amor que establece relaciones vivas con personas de las más diversas convicciones, basadas en la “regla de oro” –“haz a los demás lo que querrías que te hicieran a ti”–, presente en todos los libros sagrados y grabada en la conciencia de cada uno. Un amor que mueve los corazones hasta la comunión de los bienes, que ama a la patria del otro como propia, que construye estructuras nuevas con la esperanza de hacer que se detengan guerras, terrorismos, luchas, retrocedan el hambre y miles de otros males en el mundo.

«Dios no hace acepción de personas y, en cualquier nación, todo el que le teme y practica la justicia es agradable a él».

Esa es la experiencia que hizo una de mis primeras compañeras de Roma, Fiore, con Moira, una joven de Guatemala, la mayor de once hermanos, indígena católica descendiente de los maya kacjchichel. En ese país los indígenas son muy discriminados, lo que crea un fuerte complejo de inferioridad respecto de los mestizos y, sobre todo, de los blancos. Moira cuenta que, cuando conoció a Fiore, ésta “no hacía diferencias”, hablaba al corazón de la gente, y hacía caer cualquier barrera que pudiera haber: “nunca voy a olvidar lo contenta que se ponía cuando nos encontrábamos. Su amor por mí era un reflejo del amor de Dios. Mi cultura nativa y la educación familiar me habían inculcado comportamientos más bien cerrados y duros, que ponían distancia con quienes estaban a mi lado. Fiore fue como mi maestra, mi guía, mi modelo…, y me ayudó a salir de mí misma para ir confiadamente al encuentro de los demás. También me propuso reanudar mis estudios y me sostuvo y alentó cuando, por las dificultades de cultura y de método, sentía la tentación de abandonarlos. Así llegué a obtener el diploma de secretaria ejecutiva. Pero, sobre todo, me ayudó a tomar conciencia de mi dignidad humana, a superar esa sensación de inferioridad que, por ser indígena, llevaba en mí como una marca. Desde chica soñaba con luchar para rescatar a mi gente, pero con Fiore comprendí que tenía que comenzar por mí misma. Ser ‘nueva’ yo, si quería que naciera un ‘pueblo nuevo’.” Si se ama el Ideal de la unidad, con un Dios que no hace acepción de personas, es posible –como Moira – soñar cosas nuevas: “Con mi sí a Dios podría abrir una brecha para llevar este Ideal a toda mi gente, y puedo decir que, en parte, ya lo veo realizado en mi familia”.

Chiara Lubich